Deseó que Jane no hubiera elegido justamente esa mañana para una discusión: en ese momento estaría rumiando y cuando él llegara la encontraría de pésimo humor.
Bueno, tendría que dedicarse un rato a alisarle las plumas encrespadas.
Se sacó a Jane de la cabeza y concentró sus pensamientos en la tarea que le esperaba.
Existían dos posibilidades con respecto a la identidad del amigo de Rahmi, ese individuo que financiaba el pequeño grupo de terroristas. La primera era que fuese un turco acaudalado, amante de la libertad, que había decidido, por razones políticas o personales, que se podía justificar el uso de la violencia contra la dictadura militar y quienes la apoyaban. Si ése fuera el caso, Ellis sufriría una enorme decepción.
La segunda posibilidad era que se tratara de Boris.
Boris era una figura legendaria dentro de los círculos en los que Ellis se movía: entre los estudiantes revolucionarios, los exiliados palestinos, los conferenciantes políticos, los editores de diarios extranjeros mal impresos, los anarquistas y los maoístas y los armenios y los vegetarianos militantes. Se decía que era un ruso, un hombre de la K G B dispuesto a financiar cualquier acto izquierdista de violencia que se llevara a cabo en Occidente. Muchos dudaban de su existencia, especialmente aquellos que habiendo intentado obtener fondos de los rusos, fracasaron. Pero Ellis observó que de vez en cuando algún grupo que durante meses no había hecho más que protestar porque no contaba con medios para comprarse una fotocopiadora, de repente dejaba de hablar de dinero y adquiría gran conciencia de su seguridad: entonces, poco tiempo después, se producía un secuestro o un tiroteo, o estallaba una bomba.
Ellis pensaba que era evidente que los rusos proporcionaban dinero a grupos tales como los disidentes turcos: era imposible que no aprovecharan una posibilidad tan barata y tan poco arriesgada de causar problemas. Además, Estados Unidos financiaba secuestros y asesinatos en Centroamérica y él no suponía que la Unión Soviética fuese más escrupulosa que su propio país. Y como en esa clase de trabajo el dinero no se guardaba en cuentas bancarias ni se giraba por télex, alguien debía de encargarse de entregar los billetes; por lo tanto era evidente que existía una figura como la de Boris.
Y Ellis tenía muchísima necesidad de conocerlo.
Rahmi pasó caminando exactamente a las diez y media, con expresión tensa y vestido con una chaqueta Lacoste rosada y unos pantalones marrones inmaculadamente planchados. Dirigió una mirada vehemente a Ellis y en seguida volvió la cabeza.
Ellis lo siguió a varios metros de distancia, tal como lo habían convenido.
En el siguiente café con mesas en la acera se hallaba la figura musculosa y demasiado fornida de Pepe Gozzi, ataviado con un traje de seda negro, como si acabara de salir de misa, cosa que probablemente había hecho. Sobre las rodillas tenía un portafolio de grandes proporciones. Se puso de pie y empezó a caminar más o menos a la altura de Ellis, de manera que cualquiera que los viera no sabría si iban juntos o no.
Rahmi subió la colina, hacia el Arco de Triunfo.
Ellis observó a Pepe de reojo. El corso poseía un instinto animal de autoconservación: disimuladamente se fijaba si alguien le seguía; primero, al cruzar la calle, pudo con toda naturalidad mirar hacia atrás mientras esperaba que cambiaran las luces, y en otra oportunidad, cuando pasó junto a la tienda de una esquina, pudo ver reflejada en la vidriera la gente que tenía a sus espaldas.
A Ellis le gustaba Rahmi, pero no Pepe. Rahmi era un individuo sincero y de elevados principios, y mataba probablemente a quien lo merecía. Pepe era completamente distinto. Actuaba por dinero y porque era demasiado bruto y estúpido para sobrevivir en el mundo de los negocios legales.
Tres manzanas después del Arco de Triunfo, Rahmi dobló por una calle lateral. Ellis y Pepe lo siguieron. Rahmi cruzó la calle y entró en el Hotel Lancaster.
Así que ése era el lugar del encuentro. Ellis deseó que la reunión se realizara en el bar o en el comedor del hotel: se hubiese sentido más seguro en un lugar público.
Después del calor de la calle, el vestíbulo de mármol estaba fresco. Ellis se estremeció. Un mozo de smoking miró sus vaqueros. En ese momento Rahmi se introducía en el pequeño ascensor del extremo del vestíbulo en forma de L. Sería en una habitación del hotel, entonces. Que así fuera. Ellis siguió los pasos de Rahmi, y Pepe se apretujó con ellos en el ascensor. Cuando subían, Ellis se dio cuenta de que tenía los nervios de punta. Subieron hasta el cuarto piso, Rahmi los condujo hasta la habitación 41 y llamó.
Ellis trató de mantener una expresión tranquila e impasible.
La puerta se abrió lentamente.
Era Boris. Ellis lo supo en cuanto su mirada se posó sobre él y sintió que lo recorría un estremecimiento de triunfo y al mismo tiempo un frío temblor de miedo. El hombre tenía la palabra Moscú escrita sobre toda su persona, desde su corte de pelo barato hasta sus zapatos sólidos y prácticos; en su mirada dura y en la expresión brutal de su boca estaba impreso el sello de la K G B. Ese hombre no se parecía a Rahmi ni a Pepe; no era ni un idealista apasionado ni un mafioso. Boris era un terrorista profesional de corazón de piedra que no vacilaría en volarle la cabeza a cualquiera o a los tres hombres que tenía frente a sí.
Te he estado buscando durante mucho tiempo, pensó Ellis.
Boris mantuvo la puerta entreabierta durante un instante, escudando en parte su cuerpo mientras los estudiaba. Después dio un paso atrás y les habló en francés.
– Entren.
Ellos entraron en la sala de estar de una suite. Estaba exquisitamente decorada y amueblada con sillas, ocasionales mesitas y un aparador, los cuales parecían ser antigüedades del siglo XVIII. Sobre una delicada mesa lateral se veía un cartón de cigarrillos Marlboro y una botella de coñac comprado en el mercado libre. En el otro extremo de la habitación, una puerta entreabierta daba al dormitorio.
La presentación que hizo Rahmi fue nerviosa y rutinaria.
– Pepe. Ellis. Mi amigo.
Boris era un hombre de anchas espaldas, llevaba una camisa blanca arremangada que dejaba al descubierto sus brazos gruesos y velludos. Sus pantalones de sarga azul eran demasiado gruesos para esa época del año. Sobre el respaldo de una silla colgaba una chaqueta a cuadros negros y marrones que no combinaba para nada con el color de sus pantalones.
Ellis depositó su mochila sobre la alfombra y se sentó. Boris señaló la botella de coñac.
– ¿Una copa? -preguntó.
Ellis no tenía ganas de beber coñac a las once de la mañana. Contestó:
– Sí, un café, por favor.
Boris le dirigió una mirada dura y hostil; después dijo:
– Bueno, todos tomaremos café -dijo dirigiéndose al teléfono.
Está acostumbrado a que todo el mundo le tenga miedo -pensó Ellis-; no le gusta que yo lo trate de igual a igual.
Era evidente que Boris inspiraba un temor religioso a Rahmi quien se movía inquieto, abrochando y desabrochando el botón superior de su chaqueta mientras que el ruso llamaba al bar del hotel.
Boris colgó y se dirigió a Pepe.
– Me alegro de conocerlo -dijo en francés-. Creo que usted y yo podremos sernos de mutua utilidad.
Pepe asintió sin hablar. Se inclinó hacia delante en la silla de terciopelo y su figura poderosa cubierta por el traje negro parecía extrañamente vulnerable en contraste con esos muebles tan bellos como si ellos pudieran romperlo a él. Pepe tiene mucho en común con Boris -pensó Ellis-; los dos son tipos fuertes y crueles, sin rastros de decencia ni de compasión. Si Pepe fuese ruso, estaría en la K G B; y si Boris fuera francés, estaría en la mafia.
– Muéstrenme la bomba -ordenó Boris.
Pepe abrió su portafolio. Estaba lleno de unas piezas de aproximadamente treinta centímetros de largo por dos centímetros y medio de ancho, de una sustancia amarillenta. Boris se arrodilló en la alfombra y hundió el dedo índice en una de las piezas. La sustancia cedió como si fuese arcilla. Boris la olió.
– Me imagino que esto es C3 -dijo, dirigiéndose a Pepe. Pepe asintió.
– ¿Dónde está el detonador?
– Lo tiene Ellis en la mochila -contestó Rahmi.
– No, no lo tengo -negó Ellis.
Durante un instante en la habitación reinó el más absoluto silencio. En la cara apuesta y juvenil de Rahmi se pintó la expresión de pánico.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó agitadamente. Sus ojos aterrorizados miraban alternativamente a Ellis y a Boris-. Me prometiste, yo le dije que tú…
– Cállate la boca -ordenó Boris rudamente.
Rahmi permaneció en silencio. Boris miró expectante a Ellis.
Ellis habló con indiferencia que estaba lejos de sentir.
– Tenía miedo de que ésta fuese una trampa, así que dejé el detonador en casa. Puedo traerlo en pocos minutos. Lo único que tengo que hacer es llamar a mi chica.
Boris lo miró fijo durante algunos segundos. Ellis le devolvió la mirada con tanta frialdad como pudo.
– ¿Qué le hizo pensar que esto podría ser una trampa? -preguntó Boris por fin.
Ellis decidió que si intentaba justificarse aparentaría estar a la defensiva. De todos modos era una pregunta tonta. Dirigió una mirada arrogante a Boris y luego se encogió de hombros sin contestar.
Boris continuó mirándolo interrogativamente. Por fin el ruso dijo:
– La llamada la haré yo.
Ellis estuvo a punto de protestar, pero se contuvo. La situación tomaba un giro inesperado. Mantuvo cuidadosamente su pose de me-importa-un-rábano, mientras pensaba Curiosamente: ¿Cómo reaccionaría Jane ante la voz de un desconocido? ¿Y si no estuviera en su casa, si hubiera decidido romper su promesa? Lamentó haberla involucrado en la situación, pero ya era tarde para eso.
– Usted es un hombre precavido -le dijo a Boris.
– Usted también. ¿Cuál es su número de teléfono?
Ellis se lo dio. Boris anotó el número en un bloc que había junto al teléfono y empezó a marcar el número.
Los demás aguardaron en silencio.
– Oiga -dijo Boris-. Hablo en nombre de Ellis.
Tal vez la voz desconocida no la hiciera vacilar, pensó Ellis. Después de todo, ella esperaba una llamada bastante extraña. El le había dicho: Ignora todo excepto la dirección.
– ¿Qué? -exclamó Boris con irritación, y Ellis pensó: Mierda, ¿qué estará diciendo Jane?- Sí, lo soy, pero eso no tiene importancia -dijo Boris-. Ellis quiere que traiga un mecanismo a la habitación 41 del Hotel Lancaster de la calle de Berri.