Era el cuarto de un hombre reservado e introvertido, un individuo que jamás compartía con nadie sus pensamientos más íntimos. Gradualmente, y con enorme tristeza, Jane se había convencido de que Ellis era así, igual que su cuarto, frío y reservado.
Parecía increíble. ¡Un hombre tan lleno de confianza en sí mismo!, Como si nunca hubiese temido a nadie. Caminaba con la cabeza completamente alta. Totalmente desinhibido en la cama, se mostraba tranquilo con su sexualidad. Era capaz de hacer o decir cualquier cosa, sin ansiedad, vacilación ni timidez. Jane jamás había conocido a un hombre como él. Pero en varias ocasiones -tanto en la cama como en restaurantes o simplemente cuando caminaba por la calle-, cuando ella reía con él o lo escuchaba hablar, u observaba las arruguitas que se le formaban alrededor de los ojos cuando pensaba con fuerza, o cuando abrazaba su cuerpo cálido, descubría, de pronto, que él había perdido su atención en ella. Y en esos momentos, ya no era tierno, ni divertido, ni considerado, ni caballeresco, ni compasivo. La hacía sentir excluida, una extraña, una intrusa en su mundo privado. Era como si el sol se ocultara detrás de una nube.
Jane sabía que tendría que dejarlo. Lo quería locamente, pero por lo visto él no era capaz de quererla de la misma manera. Tenía ya treinta y tres años, y si hasta entonces no había aprendido el arte de vivir en intimidad, ya no lo aprendería nunca.
Se sentó en el sofá y empezó a leer The Observer, que había comprado en un quiosco del bulevar Raspail de camino hacia allí. En primera plana había un informe sobre Afganistán. Parecía un buen lugar adonde ir para olvidar a Ellis.
La idea inmediatamente le resultó atractiva. Aunque París le encantaba y su trabajo era variado, ella quería más: experiencia, aventura y la posibilidad de colaborar con la lucha por la libertad. No tenía miedo. Jean-Pierre afirmaba que los médicos eran considerados demasiado valiosos para ser enviados a zonas de combate. Existía el riesgo de ser víctima a causa de una bomba mal arrojada, o de verse envuelta en alguna escaramuza, pero posiblemente el riesgo no fuera mayor que el que una corría de ser atropellada por algún automovilista en París. El estilo de vida de los rebeldes afganos le causaba una tensa curiosidad.
– ¿Qué comen? -le había preguntado a Jean-Pierre-. ¿Qué vestimentas usan? ¿Viven en tiendas? ¿Tienen baños?
– No tienen baños -respondió él-. Ni tienen electricidad. No tienen caminos, ni vino. Ni automóviles. Ni calefacción central. Ni dentistas. Ni carteros. Ni teléfonos. Ni restaurantes. Ni anuncios. Ni coca-cola. Ni informes meteorológicos, ni informes de la bolsa de valores, ni decoradores, ni asistentes sociales, ni lápices de labios, ni támpax, ni modas, ni fiestas a la hora de la cena, ni taxis, ni colas para esperar el autobús…
– ¡No sigas! -interrumpió ella. Jean-Pierre podía seguir durante horas con su enumeración-. Tienen que tener autobuses y taxis.
– No en el campo. Yo iré a una región llamada el Valle de los Cinco Leones, un refugio de los rebeldes situado al pie del Himalaya. Un lugar primitivo aún antes de que los rusos lo bombardearan.
Jane estaba completamente segura de que podría vivir feliz y contenta sin cañerías, ni lápices de labios, ni informes meteorológicos. Sospechaba que aún estando fuera de la zona de combate, Jean-Pierre subestimaba los peligros; pero de alguna manera, eso no la amedrentaba. Su madre se pondría histérica, por supuesto. En cambio su padre, de estar todavía vivo, le hubiera dicho: Buena suerte, Janey. El comprendía la importancia de hacer algo que valiera la pena con la vida de uno. Aunque había sido un médico excelente, nunca ganó dinero porque donde fuera que vivieran: Nassau, El Cairo, Singapur, pero sobre todo Rhodesia, siempre atendía gratuitamente a los pobres que acudían a él en verdadera multitud y que alejaban a los pacientes que estaban en condiciones de pagarles honorarios.
Sus pensamientos se interrumpieron al oír pasos en la escalera. Notó que apenas había leído unas pocas líneas del artículo. Inclinó la cabeza, escuchando. No parecían los pasos de Ellis. Sin embargo, alguien llamó a la puerta.
Jane dejó el periódico y abrió. Se topó con Jean-Pierre. El estaba sorprendido como ella. Durante un instante, se miraron en silencio.
– Tienes expresión de sentirte culpable. ¿Yo también? -preguntó ella.
– Sí -contestó él, y sonrió.
– Estaba pensando en ti. Pasa.
Jean-Pierre entró y miró a su alrededor.
– ¿Ellis no está?
– Lo espero de un momento a otro. Siéntate.
Jean-Pierre se instaló en el sofá. Jane pensó, y no por primera vez, que posiblemente fuese el hombre más apuesto que había conocido en su vida. Sus facciones eran perfectamente regulares, con la frente alta, nariz fuerte y bastante aristocrática, ojos pardos y una boca sensual, parcialmente oculta por una barba espesa y un bigote con algunos destellos rojizos. Usaba ropa barata pero cuidadosamente elegida, y la lucía con una elegancia displicente que Jane envidiaba.
Jean-Pierre le gustaba mucho. Su gran defecto era que tenía un alto concepto de sí mismo; pero hasta en eso era tan ingenuo que resultaba cautivador como un chiquillo jactancioso. Le gustaban su idealismo y su dedicación a la medicina. Poseía un enorme encanto. También tenía una imaginación portentosa que a veces resultaba cómica: cualquier absurdo, tal vez un simple desliz del lenguaje, lo llevaba a lanzarse a un monólogo imaginativo que podía durar diez o quince minutos. Cuando en una ocasión alguien citó un comentario de Jean-Paul Sartre sobre un futbolista, Jean-Pierre se lanzó espontáneamente a hacer el comentario de un partido de fútbol tal como lo podía haber narrado un filósofo existencial. Jane rió hasta las lágrimas. La gente afirmaba que laalegría de Jean-Pierre tenía su reverso, negros estados de ánimo, de depresión, pero Jane jamás tuvo evidencia de eso.
– Bebe un poco del vino de Ellis -dijo tomando la botella que estaba sobre la mesa.
– No, gracias.
– ¿Te estás preparando para vivir en un país musulmán?
– No exactamente.
Tenía un aspecto muy solemne.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.
– Necesito hablar muy seriamente contigo -contestó él.
– Hace tres días ya mantuvimos esa charla, ¿no lo recuerdas? -preguntó ella con ligereza-. Me pediste que abandonara al tipo con quien salgo para ir a Afganistán contigo, una propuesta que pocas chicas serían capaces de resistir.
– Te pido que hables en serio.
– Muy bien. Todavía no me he decidido.
– Jane. He descubierto una cosa espantosa sobre Ellis.
Ella le dirigió una mirada especulativa. ¿Qué le iría a decir? ¿Inventaría una historia, le diría una mentira con tal de convencerla de que la acompañara? No le creía.
– Bueno, ¿de qué se trata?
– El no es lo que pretende ser -contestó Jean-Pierre.
Hablaba en un tono terriblemente melodramático.
– No es necesario que me hables en tono de enterrador. ¿Qué me quieres decir?
– Que no es un poeta pobre. Trabaja para el gobierno norteamericano.
Jane frunció el entrecejo.
¿Para el gobierno norteamericano? -Su primer pensamiento fue que Jean-Pierre debía de haber entendido mal
– Querrás decir que da clases de inglés a algunos franceses que trabajan para el gobierno de Estados Unidos.
– No me refiero a eso. Se dedica a espiar a los grupos radicales. Es un agente. Trabaja para la CÍA.
Jane lanzó una carcajada.
– ¡Qué absurdo eres! ¿Creíste que diciéndome eso conseguirías que lo dejara?
– Es cierto, Jane. ¿No crees que Ellis no puede ser un espía.
– No puede ser cierto. ¡Yo lo sabría! Hace un año que prácticamente vivo con él.
– Pero no vives con él todo el tiempo, ¿verdad?
– ¡Eso no importa! Lo conozco.
Aún mientras hablaba, Jane pensaba que eso explicaría muchas cosas. Ella realmente no conocía a Ellis. Pero lo conocía lo suficiente como para saber que no era un tipo bajo, despreciable, traicionero y simplemente malvado,
– Lo sabe todo el mundo -seguía diciendo Jean-Pierre-. Esta mañana arrestaron a Rahmi Coskun y todos dicen que Ellis tuvo la culpa.
– ¿Y por qué arrestaron a Rahmi?
Jean-Pierre se encogió de hombros.
– Sin duda por subversivo. De todos modos, Raoul Clermont anda dando vueltas por la ciudad para encontrar a Ellis y alguien quiere vengarse.
– Oh, Jean-Pierre, esto es ridículo -dijo Jane. De repente sintió mucho calor. Se acercó a la ventana y la abrió. Al asomarse a la calle vio la cabeza rubia de Ellis que entraba por la puerta de la calle-. Bueno -dijo, dirigiéndose a Jean-Pierre-. Aquí llega. Ahora tendrás que repetir esta ridícula historia ante él.
Oyó los pasos de Ellis en la escalera.
– Es lo que pienso hacer -contestó Jean-Pierre-. ¿Para qué crees que he venido? Vine a advertirle que lo buscan.
Jane comprendió que Jean-Pierre hablaba con sinceridad: realmente creía en la veracidad de esa historia. Bueno, Ellis en seguida pondría las cosas en su lugar.
La puerta se abrió y entró Ellis.
Parecía sumamente feliz, como si estuviera rebosante de buenas noticias y al ver su cara redonda y sonriente, con su nariz quebrada y sus penetrantes ojos azules, Jane sintió que su corazón se contraía al pensar que había estado flirteando con Jean-Pierre.
Al ver a Jean-Pierre, Ellis se detuvo en el umbral, sorprendido. Su sonrisa perdió parte de su alegría.
– ¡Hola a los dos! -saludó. Cerró la puerta a sus espaldas y le echó la llave, como siempre. Jane lo consideraba una excentricidad, pero en ese momento se le ocurrió que era justamente lo que haría un espía. Trató de sacarse el pensamiento de la cabeza.
Jean-Pierre fue el primero en hablar.
– Te están buscando, Ellis. Están enterados de todo. Vienen en tu busca.
Jane miró alternativamente a uno y al otro. Jean-Pierre era más alto que Ellis, en cambio Ellis tenía hombros más anchos y pecho más fuerte. Se quedaron mirándose como dos gatos que se miden antes de una pelea.
Jane rodeó a Ellis con sus brazos y lo besó con aire culpable.
– A Jean-Pierre le han contado una historia absurda y está convencido de que eres un agente de la CÍA.
Jean-Pierre estaba asomado a la ventana, observando la calle. En ese momento se volvió para encararse con él.
– Díselo, Ellis.
– ¿De dónde sacaste esa idea? -preguntó Ellis.
– Circula por toda la ciudad.