— Ahora hay en el mundo dos Fere. Uno, aquí, en el océano, y el otro en la Tierra, codificado, célula por célula y molécula por molécula, en la memoria del Centro.
— Bien — dijo Dimov, y se levantó de la butaca —, basta ya de charlar, si no se reunirá aquí, poco a poco, toda la Estación. Siempre nos alegra no trabajar. Confío en que ahora tendrá ya usted una idea, a grandes rasgos, de lo que nos ocupa. Quizás cuando la primera impresión se sedimente, comprenda todavía más…
La canoa desatracó del muro de la gruta, y los rayos de luz de las lámparas se deslizaron, reflejándose en las convexas portillas. Inmediatamente, la canoa se sumergió, y tras las portillas se hizo la oscuridad. Van gobernaba los timones, y las luces de los aparatos ponían siniestros reflejos en su cara. La canoa se metió por debajo de la roca que cerraba la entrada a la gruta, navegó cierto tiempo a gran profundidad, fue luego subiendo, y, tras las portillas, el agua adquirió una luz azul marino y, después, verde botella.
La canoa emergió, se sacudió el agua y navegó rauda, cortando las crestas de las olas, que golpeaban ruidosa y duramente en el fondo, como si un hábil herrero la batiera con un mazo.
El joven, fuerte y grueso Pflug contaba las latas que había en la maleta.
— No podría usted imaginarse la de seres vivos que hay allí — dijo dirigiéndose a Pavlysh —. Si Dimov lo permitiera, me instalaría cerca del Monte Torcido.
— Y te alimentarías de moluscos — dijo Ierijonski.
— Vivir en esa isla es peligroso — terció Van —. Es una zona sísmica. Un paraíso para los geólogos: ahí nace un continente.
— Para mi también es un paraíso — dijo Pflug —. Nos hallamos aquí en un tiempo fabuloso: se forman grandes áreas de tierra firme, y el mundo animal empieza a poblarlas.
A la derecha apareció sobre el horizonte una negra columna.
— Es un volcán submarino — explico Van —. Allí habrá también una isla.
— ¿Por que eligieron este planeta? — preguntó Pavlysh.
— Es mejor que muchos otros — dijo Ierijonski —. Aquí las condiciones no son, digamos, extremas, pero al hombre no le es fácil explorarlo. La atmósfera es enrarecida, las temperaturas son bajas, y gran parte de la superficie está cubierta de océano primitivo. Aquí todo es aun joven, no ha terminado de formarse. En general, resulta un polígono cómodo. Aquí probamos nuevos métodos y buscamos nuevas formas, de ser posible universales. Aquí se entrenan bioformas que han de trabajar en puntos difíciles. Cuando pase algún tiempo con nosotros, comprenderá por que nos place que pusieran a nuestra disposición este charco…
Mientras tanto, el charco hacía rodar a su encuentro dulces olas verdes, y su inmensidad pasmaba. La conciencia de que por más que se navegara no se encontraría nada, de no ser islotes y rocas emergentes del agua, la conciencia de que no había allí ni continentes ni, siquiera, grandes islas, hacia que aquel océano pareciera la perfección misma. En la Tierra había océanos. Allí, Océano con mayúscula.
El sol tocaba a su ocaso, calmo, difuminado por las capas de esponjosas nubes que cubrían el astro con su cendal. Solo lejos, a un lado, se amontonaban negros nubarrones que apenas si se alzaban sobre el horizonte. Lo más seguro era que aquello fuese el infierno, que allí se afanaran los Volcanes.
La isla Monte Torcido apareció al cabo de unas tres horas. De la Estación a ella había cerca de quinientos kilómetros. Era un torcido monte que, al parecer, tratara larga y trabajosamente de salir del océano y hubiera logrado sacar ya del agua un solo hombro. El segundo quedaba sumergido. Por ello la cabeza del monte se inclinaba a un lado, y allí, sobre una profunda fosa, comenzaba un tajo de unos quinientos metros. En cambio, la otra parte de la isla era de dulce pendiente y la enmarcaba un playón salpicado de piedras y de peñascos.
Van imprimió mayor velocidad a la canoa y la hizo despegar de la superficie del agua, pasar por encima de una ancha franja de espumosas olas, que se arremolinaban alrededor de los arrecifes, y amerizar en lugar poco profundo.
Allí donde terminaba la franja del playón y comenzaba la ladera de la montaña había una pequeña cúpula argentada.
— Es nuestra casita — explicó Ierijonski.
Vistieron las caretas. Soplaba un ventarrón que arrastraba punzantes cristales de nieve. Una fina capa de hielo cubría el agua junto a la orilla.
— A la mañana, el hielo tendrá el grosor de un brazo — dijo Van —. Cierto que la salinidad no es aquí muy elevada.
— Ahora, a cenar y a dormir — dijo Pflug.
Saltó el primero a la arena desde la proa de la motora, que salía bastante lejos a la orilla, tendió luego las manos, y Van le paso un cajón con latas. Un frío viento hería las mejillas. Todos, a excepción de Pavlysh, se bajaron las transparentes viseras. Tenía el viento la fuerza y la lozanía de un mundo nuevo.
— Se va a helar por falta de costumbre — dijo Ierijonski, y su voz sonó en el casco laringofónico sordamente, como si llegara de lejos.
Van abrió la puerta del refugio. Por dentro soportaba la cúpula un sólido costillar metálico. La casita había sido construida de modo que pudiera resistir lo que fuese.
— En el peor de los casos — comentó Van —, se verá arrojada de la orilla, al mar, y nosotros luego la recogeremos.
Ierijonski conectó la calefacción y dio salida al aire. La casita se calentó muy rápidamente.
Un tabique dividía en dos partes el refugio, en la delantera, la común, había mesas de trabajo, máquinas y aparatos de control. Tras el tabique se hallaban el almacén y el dormitorio.
— Ahora mismo preparamos la cena — dijo Pflug —. Confieso, pecador de mí, que me gustan las conservas. Toda la vida comería rancho en frío, pero mi mujer no me lo permite.
— ¿Quién usó mi cuchara y durmió en mi cama? — preguntó rigurosamente Ierijonski, acercándose a la mesa —. ¿Quién estuvo aquí de visita?
— Lo sabes — dijo Van — ¿Para qué preguntas?
— Pedí que nadie tocara mi máquina.
Ierijonski mostró un diagnosticador portátil que se veía en un rincón. De el salía una cinta que se amontonaba en el piso.
— ¡Ay, esos amantes de la autoterapia! — suspiró Ierijonski.
— ¿Me permitirán que de un paseo por los alrededores? — preguntó Pavlysh —. Lo sé todo y no me alejare mucho de la casa, no me bañare en el mar ni luchare contra los dragones. Contemplaré el ocaso y volveré enseguida.
— Vaya — dijo Van —, pero no se ocupe de investigaciones por su cuenta, aunque antes no había aquí dragones.
Pavlysh se dirigió hacia al adaptador.
El sol se apretaba contra la ladera del monte, que cubría la mitad del cielo. La nevada era más espesa, y Pavlysh hubo de bajarse la visera. Los copos de nieve golpeaban con fuerza en el casco, por lo que el mundo parecía nubloso, como si Pavlysh se abriera paso a través de una nube de moscas blancas. Se volvió de lado al viento y bajó hacia el agua. La laguna, protegida por los arrecifes, aparecía calma, las olas invadían lentamente la orilla, haciendo crujir el hielo del borde de la playa, y, al retroceder, dejaban allí algas, pequeñas conchas y jirones de espuma. Tras la playa de guijarros se enhiestaban los negros dientes de las rocas, y las piedras desprendidas parecían también negras porque el sol daba en los ojos; más arriba, en la ladera, se alzaban de la negrura unas claras vedijas de vapor y alborotaba rítmicamente un cráter secundario, escupiendo cuajarones de humeante barro. Esta fluía hacia la orilla en arroyuelos ondulados como humo de tabaco y se enfriaba junto al agua. Si en aquella isla había seres vivos, estarían acorazados y serían capaces de tragar las sales minerales de las caldas. O bien bajarían a la orilla para recoger lo que el mar arrojaba parcamente a ella.
Pavlysh caminaba a lo largo de la orilla. El viento le daba en la espalda, lo empujaba. La cúpula de la casita disminuía rápidamente y apenas si se veía ya entre las rocas y las piedras. Pavlysh caminaba con la misma velocidad con que rodaba el sol hacia la ladera del monte. Se disponía a llegar a la lengua de tierra para ver como el astro se ocultaba tras el horizonte. El monte se cernía detrás como una gran fiera somnolienta. Las nubes habían desaparecido, como si se hubiesen apresurado en pos del sol hacia donde había luz y calor. El hielo de la orilla ya no cedía a los débiles golpes de las olas, no se rompía ni se acumulaba en larga cenefa de fragmentos a lo largo del borde de la playa, sino que cubría la laguna como si fuera aceite, y solo en algún que otro lugar de la aceitosa superficie mate podían verse manchas del color del cielo del ocaso. Pavlysh resolvió que debía ya volver sobre sus pasos.