En el dormitorio reinaba la penumbra. Pflug resoplaba. Ierijonski dormía como un bendito, las manos cruzadas sobre el vientre. Van hizo sitio a Pavlysh.

— Ya es hora de dormir — dijo Niels tras el tabique.

— ¿Te preocupas por nuestro régimen de vida? — le preguntó Van.

— No — contesto Niels —. Simplemente me agrada poder decir unas palabras a alguien. No formulas u observaciones, sino algo corriente. Por ejemplo: Masha, pásame la compota. O bien esto otro: Van, duerme, que mañana hemos de levantarnos temprano.

Pavlysh lo estuvo pensando unos minutos y, luego, preguntó a Van:

— ¿Esta Marina Kim muy lejos de aquí?

Van no respondió. Seguramente había agarrado el sueno.

Despertó a Pavlysh una sacudida sísmica. Los demás se habían levantado ya. Pflug, metiendo ruido con sus latas, se disponía a salir de caza.

— Pavlysh, ¿te has despertado ya? — preguntó Ierijonski.

— Voy.

De detrás del tabique llegaba el aroma del café.

— Lávate en la jofaina — dijo Ierijonski.

La jofaina se hallaba junto a la ventana que daba al mar. El agua de la jofaina estaba fría. La orilla había cambiado de modo extraño durante la noche. Se hallaba cubierta de nieve, la laguna se había helado hasta los arrecifes mismos, contra los que rompían las olas, y por la capa de nieve que cubría la coraza de hielo se arrastraba Niels, dejando en pos una huella extraña, como si por nieve virgen pasara un carro.

Después de desayunarse, Pavlysh se vistió y salió al exterior. El sol había aparecido de detrás de las nubes, y la nieve se iba derritiendo. Sobre la negra ladera, cubierta de barro, flotaba un leve vapor. La nieve crujía bajo las suelas.

Pflug estaba sentado en cuclillas y escarbaba con un cuchillo la nieve.

— Hoy haremos, por lo menos, tres descubrimientos — dijo a Pavlysh. Su voz sonaba entusiasmada en el casco laringofónico.

— ¿Por que solo tres? — preguntó Pavlysh.

— Esta la octava vez que vengo aquí, y cada una encuentro tres familias que la ciencia desconoce ¿acaso no es maravilloso?

En el cielo apareció el punto negro de un flayer. El sol achicharraba, y Pavlysh amenguó la calefacción individual. Una nube blanca bogaba lentamente por el cielo, y el flayer pasó por debajo de ella, descendiendo hacia el refugio.

Llegaron Dimov y el sismólogo Goguia.

Dimov saludó a Pavlysh y le preguntó:

— ¿Dónde esta Niels?

— Seguramente habrá ido al cráter.

— Malas noticias — terció Goguia. Era joven y flaco y le salían los colores por menos de nada —. Niels tenía razón. La presión sobre la corteza crece más rápidamente de lo que creíamos. El epicentro se encuentra a unos diez kilómetros de aquí. La Estación no sufrirá.

Goguia señaló hacia el sol. El océano aparecía tranquilo, en la laguna se había formado una calva de agua, y sobre ella flotaba un leve vaho.

— Procuraré enlazar con Niels dijo Goguia y se dirigió al refugio Dimov y Pavlysh lo siguieron.

— ¿Quién habría podido figurarse — dijo Ierijonski, al ver a Dimov — que nos organizarías hoy mismo un terremoto?

Tenía en la mano una taza de café que despedía vapor, como un geiser.

— Pásame la taza — pidió Dimov —. Seguro que el café lo habéis hecho para las visitas, ¿no es eso?

Dimov se tragó el café de golpe, se quemo y por unos segundos se le corto la respiración. Por fin recobró el aliento y dijo:

— Ahora hubiera podido perecer, y todos habríais sentido alivio.

— No le hubiésemos dejado perecer — objeto Pavlysh —. Soy reanimador. En el peor de los casos, lo habría congelado para llevarlo a la Tierra.

Goguia se dirigió al monte, prometiendo que regresaría al cabo de una hora. Dimov comunico con la Estación para tomar disposiciones que no había podido dictar antes porque salieron de allí muy temprano. Ierijonski se enfrascó de nuevo en el estudio de las cintas del diagnosticador. Van desmontaba un aparato. Los hombres que se habían quedado en el refugio hacían un trabajo cotidiano, pero a cada instante allí, bajo la cúpula, aumentaba la tensión, y aunque nadie decía nada, hasta Pavlysh se daba cuenta. Los submarinistas habrían debido llegar hacía ya una hora, pero no aparecían…

La segunda sacudida se produjo una hora aproximadamente después de la llegada de Dimov. Van, que estaba de guardia junto a la radio, dijo a Dimov:

— Niels transmite que la emanación de gases ha aumentado. La escalada es superior a la presupuesta.

— ¿Tal vez debamos evacuar el refugio? — dijo Ierijonski —. Podríamos quedarnos Niels y yo.

— ¡Tonterías! — protesto Dimov —. Van, pregunta a los sismólogos cuales son las perspectivas para la isla.

La tierra retemblaba levemente bajo los pies, y parecía como si alguien intentara salir de debajo de ella.

— Si se produce aquí una erupción, el torrente de lava deberá fluir por la vertiente opuesta. Claro que no se puede garantizar nada.

Regresó Goguia con las películas retiradas de los registradores.

— ¡Es para volverse loco! — exclamó sin ocultar su entusiasmo —. Somos testigos de un cataclismo de gran envergadura. ¡Que erupción! ¡No pueden imaginarse lo que sucede en el océano!

Dimov arrugó el entrecejo, reprobatorio.

— Perdone — dijo a Pavlysh —, habría que brindarle la posibilidad de retornar a la Estación. Aquí puede correr peligro. Pero los medios de transporte son limitados.

Pavlysh no tuvo tiempo de molestarse. Por otra parte, Dimov ni siquiera lo miraba.

— Van — continuó Dimov en el mismo tono impasible —, comunique inmediatamente con la Cima, que vuelen aquí.

— ¿Para qué? — preguntó Van, que no lo había entendido.

— Para buscar. Vamos a buscar. Aquí las profundidades no son grandes.

— No puedo soportar la inactividad — dijo Ierijonski —. Saldré a su encuentro en la canoa.

— La canoa la conducirá Van — dispuso Dimov —. Lo acompañara Ierijonski. Usted, Pavlysh, atenderá la radio y, si hace falta, volará en el flayer.

Pavlysh se acercó a la radio y se detuvo detrás de Van, que se levantó y dijo:

— Ahí tiene todos los indicativos. La radio es standard. ¿La conoce?

— La estudiamos.

Van bajó la voz y dijo a Pavlysh, al oído:

— No discuta con Dimov. Ahora es un manojo de nervios. El cataclismo va a ocurrir de un momento a otro. Ierijonski sufre un ataque de histeria, y los submarinistas buscan perlas en la Gruta Azul, sin saber lo que les espera cuando lleguen aquí.

— ¿Esta seguro de que la alarma no es falsa?

— Las demás variantes son demasiado peligrosas — respondió lacónicamente Van, y tomó su mono y su careta.

Tras la ventana apareció fugaz algo blanco, como si sacudieran allí una sabana.

— ¡Vaya! — exclamo Van, asomándose al exterior —. En mentando al ruin de Roma, al punta asoma. ¡Ahí esta Alan!

— ¿Donde? — preguntó Dimov.

— Ha venido sin que yo lo llamara. Ande y demuestre ahora que no existe la telepatía.

La ventana se hallaba delante mismo de Pavlysh. Por la orilla, mojada y negra porque la nieve se había derretido, se acercaba lentamente un enorme pájaro blanco. Como el que Pavlysh viera el día de su llegada.

Ierijonski ya se había equipado y estaba abriendo la escotilla. Dimov se caló también la careta.

— Pavlysh, quédese aquí. No se aparte de la radio. Si hay algo urgente, me llama. Voy a hablar con Alan.

— De la Estación comunicaron que un flayer había salido en busca de los submarinistas. Preguntaban que había de nuevo en el refugio. Pavlysh respondió que, por el momento, nada.

En el exterior, Dimov conversaba con el pájaro. Este apenas si le llegaba a la cintura, pero sus alas, aun plegadas, tenían unos tres metros, y sus puntas se apoyaban en la ancha cola. La cabeza era pequeña, de pico corto e inmóviles ojos azules.

Otra sacudida hizo retemblar la vajilla, que no habían retirado. Llamó Niels y dijo con su queda voz mecánica:


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