— ¿Qué tiene que ver aquí Marina? — exclamó, asombrado, Ierijonski, y, como si pidiera su apoyo a Pavlysh, a quien, por lo visto, consideraba mejor informado, agrego —: ¿Acaso se puede comparar?

Pavlysh se encogió de hombros. No sabía si se podía comparar a Ierijonski con Marina Kim. Aunque aquello confirmaba también su sospecha de que Ierijonski llevaba una vida tranquila, y Marina, no. Ierijonski corría por las escaleras, para no perder la forma, y Marina no corría tal peligro.

— ¡Pero si él no conoce a Marina! — dijo Sandra.

— ¡Ah, si, me había olvidado por completo!

— La vi en cierta ocasión — explico Pavlysh —. Hace mucho, en la Luna, unos seis meses atrás.

— ¡No puede ser! — exclamó Ierijonski —. Se equivoca usted…

— ¿Si? ¿Es que has olvidado la que se armó en el instituto? — preguntó Sandra —. Tienes memoria de grillo.

Ierijonski nada objetó.

Entraron en un espacioso local de techo muy bajo, sustentado por pilares en alguno que otro lugar. La pared opuesta a la entrada era transparente. Tras ella verdeaba el agua.

— Aquí ve nuestro acuario — dijo Ierijonski.

— Los dejo — anunció Sandra —. Debo entregar las cartas y luego iré al trabajo.

— Suerte — le deseó Ierijonski con voz trémula —. No te fatigues demasiado.

Pavlysh se acercó a la pared transparente. Muy cerca pasó veloz una bandada de morralla, los rayos del sol se abrían paso a través del agua y se disipaban arriba, creando la impresión de una inmensa sala invadida de niebla, bajo cuyo techo lucían unas lámparas invisibles. Se mecían las largas manos de las algas. El fondo del océano descendía más y más profundo, y de allí asomaban, borrosos, los picos de unas rocas negras. Un tiburón enorme subió de la tenebrosa hondura y nadó lento y majestuoso hacia el cristal. Lo seguía otro un poco menor.

De un lado, de una portilla que Pavlysh no veía, había aparecido Sandra. Vestía un ligero equipo de goma, aletas y grandes gafas. No veía los tiburones, y Pavlysh temió por ella. La joven nadó directamente hacia un tiburón.

— ¡Sandra! — gritó Pavlysh, precipitándose hacia el cristal.

El tiburón menor dio la vuelta con gracioso movimiento y se dirigió hacia Sandra. La elegancia de su movimiento denotaba una terrible fuerza primitiva.

— ¡Sandra!

— Tranquilízate — dijo Ierijonski, de cuya presencia Pavlysh se había olvidado por completo —. A mi también me da miedo a veces.

El tiburón y Sandra nadaban uno al lado del otro. Sandra decía algo al pez. Pavlysh habría jurado que le había visto abrir la boca. Luego Sandra ascendió un poco y se tendió en el lomo del tiburón, asiéndose a una aguda aleta, y el pez se deslizo inmediatamente a lo hondo. El otro escualo lo siguió.

Pavlysh se dio cuenta de que se hallaba en una postura incomoda, con la frente casi pegada al cristal. Se pasó la mano por la sien: se le había antojado que tenía el pelo revuelto. No era así. En fin de cuentas, todo lo que había visto era verosímil: allí amaestraban animales marinos.

Pavlysh no sabía cuanto tiempo había transcurrido ya. Se volvió para preguntar a Ierijonski que significaba todo aquello. Pero el médico no estaba allí.

Pavlysh recordó que no había convenido con Dimov el lugar en que deberían encontrarse…

Subió arriba en el ascensor y dio sin dificultad con la espaciosa sala de los retratos. Pero allí no había nadie. Entonces retornó a su cuarto, pues suponía que lo más fácil para Dimov sería buscarlo allí.

La pieza estaba también vacía. Pavlysh se acercó al retrato de Marina. Ella miraba por encima de su cabeza, como si viera detrás algo muy interesante. Se curvaban hacia arriba las comisuras de sus carnosos labios: aquello no era todavía una sonrisa, pero si su comienzo. Habían transcurrido ya más de cuarenta minutos, y Dimov no daba señales de vida. Pavlysh se llegó a la ventana. Tras ella soplaba el viento. La habitación estaba muy silenciosa: el cristal no dejaba pasar el ruido. En el pasillo reinaba también el silencio. Súbitamente se oyó un leve tecleo, como si al lado se hubiese despertado un diligente grillo. Pavlysh miro alrededor. En la punta opuesta del obrador de Van había una máquina de escribir. Funcionaba. El borde del papel apareció sobre el carro y sobresalió de el unos cuantos centímetros, dejando ver una línea ya impresa. La máquina emitió un chasquido, y la esquela, cortada, cayó en el receptor. Pavlysh creyó que tal vez fuera para el. Quizás Dimov lo estuviera buscando y lo citara de tal guisa. Se acerco a la maquina y recogió la nota.

«Van — decía —, ¿como se llama ese hombre que llego hace poco?

Si se llama Pavlysh, no le hables de mi. Marina».

Pavlysh quedó de una pieza, la esquela en la mano. Marina no quería verlo. ¿Estaría enfadada con él? Pero ¿por qué? ¿Cómo debería conducirse en adelante? Sabía que Marina estaba allí…

— Vaya, aquí esta — dijo Dimov —. Hizo bien en volver al cuarto. Lo encontré enseguida. ¿Qué, estuvo abajo?

— Si — respondió Pavlysh. Debía dejar la esquela en su sitio, y dio un paso hacia la máquina..

— ¿Ha sucedido algo? — preguntó Dimov —. ¿Está disgustado?

Pavlysh había tendido ya hacia la maquina la mano en que tenía la esquela, pero cambió de parecer. ¿Para qué ocultar nada? Pasó la esquela a Dimov.

— ¡Ah, es su correspondencia particular! — dijo, señalando con la cabeza hacia la máquina —. Usted tomó la nota casualmente porque la máquina empezó a funcionar y creyó que yo lo andaba buscando, ¿sí?

Pavlysh asintió con la cabeza.

— Y al leerla, claro; se disgustó. ¿A quién puede serle grato que no quieran verlo, aún si hay para ello fundamento bastante?

Dimov captó la mirada que Pavlysh había puesto en la foto con marco de negrita.

— ¿Se conocen ustedes?

— Sí.

— ¿Cuándo se conocieron? Créame, no lo pregunto por mera curiosidad. Si no es un secreto, quería saber como y cuando fue. Lo digo porque Marina es mi subordinada…

— No es ningún secreto — explico Pavlysh —. Hace medio año estuve en la Luna, en Lunaport. Precisamente entonces hubo allí un baile de máscaras. Y durante el conocí por pura casualidad, a Marina.

— Ahora todo esta claro.

— Nuestro conocimiento fue corto y extraño: Ella desapareció…

— No me lo cuente, lo sé todo. Todo.

Pavlysh se había sorprendido de su propio tono. Le pareció que había querido justificarse ante Dimov.

— ¿Sabía usted que ella estaría aquí?

— Me pidió que no la buscara.

A Pavlysh se le antojó ver unas chispas irónicas en los ojos de Dimov.

— ¿Cómo se enteró de que ella estaba en Proyecto?

— Yo hubiera venido aquí de todos modos. Spiro me pidió que trajera un carguero, y yo tenía tiempo disponible. Cuando el hablaba conmigo, de la saca del correo cayeron unas cartas. Vi en un sobre el nombre de Marina Kim. Y sentí interés… Por lo visto, debí preguntarle a usted por Marina nada más llegar, pero pensé que ella vendría a recoger la correspondencia y entonces podría verla… Además, no me consideraba con derecho a preguntar. Apenas si nos conocemos.

— La he visto hoy — dijo Dimov, colocando la nota en el receptor de la maquina —. Conversamos. Pero ella no me advirtió.

— Tiene derecho a no verme.

— Naturalmente, colega. Por otra parte, hoy no habría podido encontrarse con ella, ha volado al lugar en donde trabaja.

— ¿Queda eso muy lejos?

— No mucho. Quiere decirse que ella no desea verlo… Sí, para ello debe tener razones de peso. Y no tenemos derecho a despreciar el deseo de una mujer, sea cual fuera la causa. Incluso si es un capricho, ¿cierto?

— Estoy de acuerdo con usted.

— Magnifico. Mire, hablemos de la Estación. Como biólogo, le interesará familiarizarse con ella. Seguro que ya tiene alguna pregunta que hacer.

Era evidente que Dimov no quería seguir hablando de Marina.


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