Cuando se encendieron otra vez, vi la entrada. La crucé bajo una cortina de aire caliente.
Dentro había dos de los coches sin ruedas, lucían algunas lámparas, y entre ellas gesticulaban muy animadamente tres hombres, como si se pelearan. Me acerqué a ellos.
— Hola.
Ni siquiera me miraron. Continuaron hablando, tan de prisa que no entendí casi nada.
«Pues bien, resuella, pues bien, resuella», piaba el más bajo, que era barrigudo. En la cabeza llevaba una gorra alta.
— Señores, estoy buscando un hotel. ¿Hay por aquí…?
No me hicieron el menor caso, como si no existiera. Me encolericé. Sin añadir nada más, me planté entre ellos. El siguiente — vi un brillo mortecino en el blanco de sus ojos y sus labios en movimiento — ceceó: «¿Qué? ¿Que resuelle? ¡Resuella tú!» Exactamente como si me hablase a mí.
— ¿Por qué se hacen los sordos? — pregunté. De pronto sonó donde yo estaba, como si saliera de mí, de mi pecho, un grito estridente. «¡Me las pagarás! ¡ Y en seguida!» Retrocedí de un salto, y el dueño de aquella voz, el gordo de la gorra, se adelantó. Quise agarrarle por el hombro, pero mis dedos le atravesaron y se cerraron en el aire. Me quedé como alelado, y ellos continuaron hablando. De pronto me pareció que alguien me contemplaba desde la oscuridad que reinaba más arriba de los coches; me acerqué al límite de la luz y vi manchas pálidas, rostros; por lo visto arriba había una especie de terraza.
Deslumbrado, no veía muy bien, pero lo suficiente para comprender el espantoso ridículo en que me había puesto.
Eché a correr como si me persiguieran. La calle siguiente ascendía hacia arriba y terminaba en la cinta rodante. Esperaba que tal vez hubiera allí un infor, y subí por la dorada escalera automática. Llegué a una plaza en cuyo centro había una columna alta y transparente, como de cristal, y algo bailaba en su interior: formas de color púrpura, marrón y lila, que no me recordaban nada; abstracciones vivientes y al mismo tiempo extraordinarias esculturas.
Los colores cambiaban alternativamente, se concentraban, se convertían en una forma cómica; estas transformaciones, aunque carentes de rostros, cabezas, brazos o piernas, tenían una expresión completamente humana. Al poco rato comprendí que el lila se parecía a un fanfarrón — presumido, orgulloso y cobarde a la vez-; cuando se desintegró en un millón de burbujas danzantes, el color pasó al azul. El azul era angelical, modesto, recogido, pero con hipocresía, como si alardeara de sí mismo. No $é el rato que pasé contemplando aquel espectáculo. Jamás había visto nada semejante. Yo era el único espectador; el tráfico de los vehículos negros se intensificó. Ni siquiera sabía si estaban ocupados o vacíos, porque no tenían ventanas. De la plaza redonda se bifurcaban seis calles, unas hacia arriba, otras hacia abajo, y sus perspectivas, con un mosaico de luces de colores, se extendían a lo largo de varios kilómetros. No se veía un infor por ninguna parte. Me sentía ya bastante cansado, y no sólo físicamente; me parecía que no me quedaban fuerzas para más impresiones. Perdí varias veces el sentido de la orientación, aunque no llegué a notar somnolencia; e ignoro cuándo o cómo fui a parar a la gran avenida. En la esquina espacié mis pasos, levanté la cabeza y vi en las nubes el reflejo de la ciudad. Titubeé, porque tenía la sensación de encontrarme bajo tierra. Después seguí andando en un mar de luces inquietas y escaparates carentes de cristales, entre maniquíes que gesticulaban, giraban como peonzas, realizaban enérgicos ejercicios gimnásticos, tendían la mano hacia relucientes objetos e hinchaban algo; no les dirigí una sola mirada. A lo lejos paseaban dos personas; no estaba seguro de que no fueran muñecos, por lo que no quise correr tras ellos. Las casas se separaban y vi una gran inscripción: PARK TERMINAL, y una flecha luminosa de color verde.
La escalera automática empezaba en un pasaje entre las casas y se introducía repentinamente en un túnel plateado. Una especie de pulso dorado palpitaba en las paredes del túnel, como si bajo su máscara de mercurio fluyese realmente un metal precioso; sentí un aliento cálido, todo se extinguió; me encontraba en un pabellón acristalado. Tenía forma de concha, el techo arrugado emitía un verde apenas perceptible, que era la luz de venas muy finas, como la luminiscencia de una única hoja trémula y ampliada. Detrás de ellas había oscuridad y letras diminutas que se deslizaban por el suelo: PARK TERMINAL…, PARK TERMINAL.
Salí. Era realmente un parque. Los árboles susurraban con un sonido prolongado, invisibles en la oscuridad. No sentí nada de viento, que debía soplar mucho más arriba; las voces solemnes y regulares de los árboles me rodeaban como una cúpula invisible. Por primera vez me sentí solo, pero no como entre la muchedumbre; me agradaba. Sin embargo, en el parque debía de haber mucha gente; escuché murmullos, en numerosas ocasiones brilló la mancha de una cara y una vez incluso rocé a alguien al pasar. Las copas de los árboles estaban entrelazadas, por lo que las estrellas sólo podían verse en sus huecos. Recordé que había subido para llegar a este parque; ya en la plaza de los colores danzantes había tenido un cielo sobre mi cabeza, aunque nublado. ¿Cómo era posible, entonces, que ahora, un piso más arriba, viera un cielo estrellado? No podía explicármelo.
Los árboles se iluminaron, y aun antes de verla, sentí el olor del agua, el olor del pantano, del cenagal y de hojas mojadas; me quedé inmóvil.
La arboleda rodeaba el lago como una corona oscura. Oí el susurro de los juncos y la crin vegetal; y muy lejos, en la otra orilla, se levantaba como un gigante un macizo de rocas traslúcidas, una montaña medio transparente sobre los planos de la noche. Una luz fantasmal llegaba de los peñascos cortados a pico, muy pálida, azulada; bastiones sobre bastiones de cristal semejante a estaño congelado, abismos…, y aquel coloso rutilante e inverosímil proyectaba su largo y pálido reflejo en las negras aguas del lago.
Permanecí inmóvil extasiado, mientras el viento traía fluidos y tenues sonidos musicales.
Pero al forzar la vista, vislumbré en el gigante pisos y terrazas, y en ese momento comprendí que por segunda vez volvía a tener delante la estación, la gigantesca terminal. Por ella me había extraviado el día anterior y tal vez ahora la miraba desde el fondo del oscuro espacio que tanto me había asombrado, en el mismo sitio donde conociera a Nais.
¿Era todavía arquitectura o ya una ingeniería de las montañas? Debían haber comprendido que al traspasar ciertos límites es preciso renunciar a la simetría, a la forma proporcionada y sólo se puede aprender de lo gigantesco; ¡dóciles alumnos de los planetas!
Seguí la orilla del lago. El coloso casi parecía guiarme con su vuelo inmóvil y centelleante. Sí, desde luego era osado planear semejante estructura y darle el horror de un abismo y la brutalidad y aspereza de las simas y las altas cumbres sin caer en una imitación mecánica, sin perder algo, sin falsear. Volví al muro de árboles. El azul pálido de la terminal se iba ennegreciendo y aún aparecía entre las ramas, pero en seguida quedó oculto tras la espesura. Aparté con ambas manos las zarzas cimbreantes, las espinas se clavaban en mi chaqueta de lana y me arañaban los pantalones, y un rocío sacudido desde arriba cayó como una lluvia sobre mi rostro.
Me metí un par de hojas en la boca y las mastiqué; eran jóvenes, amargas, y por primera vez desde mi regreso pensé que ya no quería, ni buscaba, ni necesitaba nada más, era suficiente caminar a ciegas por la oscuridad de esta susurrante espesura. ¿Fue así como lo había imaginado durante diez años?
Los arbustos se dividieron. Una avenida pequeña y tortuosa. Diminutos guijarros crujían bajo mis pies, despidiendo una luz débil; me gustaba más la oscuridad. Seguí andando, precisamente hacia donde se dibujaba, bajo una estructura pétrea y redonda, una silueta humana. No sabía la procedencia de la luz que la rodeaba. El lugar estaba desierto, con bancos todo alrededor, sillones pequeños, una mesa volcada y una arena más profunda y densa en la que se hundían mis piernas, y cuyo calor sentía pese al frescor de la noche.