— ¿Por qué?

— Es una era de bienestar que, traducido al idioma del erotismo, significa falta de consideración. Porque no se puede tener amor ni mujeres… por dinero. Las cuestiones materiales han dejado de existir.

— ¡Y a eso llama usted falta de consideración!

— Sí. Usted piensa seguramente, porque he hablado del amor mercenario, que se trata de prostitución clandestina o declarada. No. Esos tiempos ya han pasado. Antes la mujer era deslumbrada por el éxito. El hombre se imponía a ella por la cantidad de sus ingresos, su capacidad profesional, su posición en la sociedad. En una sociedad igualitaria esto ya no es posible. Salvo escasas excepciones. Si usted fuera realista, por ejemplo…

— Soy realista.

El médico sonrió.

— Ahora esta palabra tiene otro significado. Se refiere a un actor que trabaja en el real. ¿Ha estado ya en el real?

— No.

— Vaya a ver un par de melodramas y comprenderá los criterios actuales sobre la elección erótica. Lo más importante es la juventud. Por eso luchan tanto por ella. Las arrugas, las canas, sobre todo el encanecimiento prematuro despiertan sentimientos tales como hace unos siglos… la lepra.

— Pero ¿por qué?

— Le resultará difícil de comprender. Los argumentos de la razón son impotentes ante las costumbres establecidas. Usted ignora todavía que han desaparecido muchos elementos que antes eran decisivos en el erotismo. La naturaleza no admite lagunas: otros elementos tenían que venir a sustituirlos. Tomemos como ejemplo lo que usted conoce tan bien: el riesgo.

Ahora ya no existe, Bregg. El hombre no puede imponerse a la mujer por su bravura, mediante una acción intrépida. Y sin embargo, la literatura, el arte, toda la cultura ha vivido durante siglos de este tema: el amor enfrentado a las decisiones extremas. Orfeo fue hasta los infiernos a buscar a Eurídice. Otelo mató por amor. La tragedia de Romeo y Julieta… En la actualidad ya no hay tragedias. Ni siquiera una remota posibilidad de que las haya. Hemos eliminado el infierno de las pasiones, y el resultado ha sido que el cielo ha dejado de existir al mismo tiempo. Ahora todo es tibio, Bregg.

— ¿Tibio?

— Sí. ¿Sabe qué hace incluso el más desgraciado de los amantes? Se porta con sensatez.

Ninguna violencia, ninguna rivalidad…

— ¿Quiere…, quiere usted decir que todo esto… ha desaparecido? — pregunté. Por primera vez sentí un terror supersticioso hacia semejante mundo. El anciano médico guardó silencio —.

Doctor, no es posible. ¿Cómo… puede ser realmente así?

— Pues así es. Y usted debe aceptarlo, Bregg, como el aire, como el agua. He dicho que es difícil encontrar una mujer. Para toda la vida es casi imposible. El término medio de relaciones tiene una duración de siete años. Por otra parte, esto ya es un progreso. Hace medio siglo apenas llegaba a cuatro…

— Doctor, no quiero hacerle perder demasiado tiempo. ¿Qué me aconseja?

— Lo que ya le he dicho: recuperar el color de sus cabellos…, sí, ya sé que suena a algo trivial. Pero es importante. Me avergüenza tener que darle este consejo, pero no depende de mí. ¿Qué puedo hacer yo…?

— Se lo agradezco. De verdad. Y ahora una última pregunta: dígame, por favor, qué aspecto tengo…, con el telón de fondo de estas calles, a los ojos de los transeúntes… ¿Qué ven en mí?

— Bregg, usted es diferente. Para empezar, su complexión. Como la de los personajes de la Ilíada. Proporciones de la antigüedad…, esto puede ser incluso una ventaja, aunque supongo que sabe lo que ocurre a los que se diferencian demasiado de los demás.

— Sí, lo sé.

— Es un poco demasiado alto…, no recuerdo haber visto hombres así ni siquiera en mi juventud. Ahora tiene el aspecto de un hombre muy alto y mal vestido, pero no se trata del traje. Sus músculos son demasiado desarrollados. ¿Lo eran ya antes de su viaje?

— No, doctor. Es culpa de las dos g, ya sabe.

— Es posible…

— Siete años. Siete años de doble carga. Mis músculos tenían que agrandarse: los músculos del vientre y del pecho. También sé qué cuello tengo. De otro modo me habría ahogado como una rata. Trabajaban incluso mientras dormía, incluso durante la hibernación. Todo pesaba el doble. Esta es la razón.

— ¿Y los otros…? Perdone la pregunta, pero mi curiosidad profesional me impulsa a formularla… No ha habido jamás una expedición tan larga, ¿sabe?

— Cómo no voy a saberlo. ¿Los otros? Olaf casi tanto como yo. Esto depende del esqueleto; yo siempre fui más ancho. Arder era más alto que yo, medía más de dos metros. Vaya con Arder… ¿Qué decía? Los otros…, bueno, yo era el más joven y tenía mayor facultad de adaptación. Al menos, así lo afirmaba Venturi… ¿Conoce usted los trabajos de Janssen?

— ¿Si los conozco? Para nosotros ya son clásicos, Bregg.

— ¿Ah, sí? Es gracioso, era un doctor pequeño y vivaz… Con él resistí setenta y nueve g durante un segundo y medio, ¿sabe?

— ¡ Qué me dice!

Sonreí.

— Lo tengo por escrito. De eso hace ciento treinta años; ahora cuarenta ya son demasiados para mí.

— Bregg, ¡ahora nadie aguanta más de veinte!

— ¿Por qué? ¿Tal vez a causa de la betrización?.

Calló. Tuve la impresión de que sabía algo que no quería decirme. Me levanté.

— Bregg — me interpeló —, ya que hablamos de esto: ¡tenga cuidado!

— ¿De qué?

— De usted mismo y de los demás. El progreso nunca llega de balde. Nos hemos librado de mil peligros y conflictos, pero hubo que pagar por ello. La sociedad se ha ablandado. Y usted es… puede ser… duro. ¿Me comprende?

— Sí, le comprendo — repuse y pensé en el hombre que reía en el restaurante y que enmudeció cuando me acerqué a él —. Doctor — dije de repente —, por la noche encontré un león.

Mejor dicho, dos leones. ¿Por qué no me hicieron nada?

— Ya no hay fieras, Bregg… La betrización… ¿Los vio durante la noche? ¿Y qué hizo?

— Les acaricié el cuello — expliqué, y le. enseñé cómo lo hice —. Pero la comparación con la Ilíada ha sido una exageración, doctor. Pasé mucho miedo. ¿Qué le debo?

— Ni se le ocurra pensar en ello. Y si alguna vez tiene deseos de volver…

— Gracias.

— Pero no lo aplace demasiado — dijo casi para su coleto, cuando yo ya salía. Hasta que llegué a la escalera no comprendí el significado: tenía casi noventa años.

Volví al hotel. En el vestíbulo había una peluquería. Naturalmente, el peluquero era un robot. Me hice cortar el pelo. Me había crecido demasiado, sobre todo detrás de las orejas. En las sienes era donde tenía más canas. Cuando terminó, tuve la impresión de que mi aspecto era menos salvaje. Me preguntó con voz melodiosa si quería oscurecerme el cabello.

— No.

— ¿Aprex?

— ¿Qué es eso?

— Contra las arrugas.

Vacilé. Me sentí absolutamente imbécil, pero tal vez el médico tenía razón.

— Bueno — accedí por fin. Me cubrió todo el rostro con una capa de una jalea de olor penetrante, que se endureció como una máscara. Permanecí bajo las toallas, contento de que ahora mi rostro fuera invisible.

Entonces subí al piso superior. En la habitación ya estaban los paquetes de ropa líquida; me quité el traje y fui al cuarto de baño. Allí había un espejo.

Sí. Verdaderamente, podía asustar. No sabía que tuviera el aspecto de un luchador de feria.

Potentes músculos pectorales, un torso decididamente atlético. Cuando levanté el brazo y se hinchó el músculo del pecho, vi mi cicatriz, del ancho de una mano. Quise ver también la cicatriz que tenía bajo el omoplato, por la que me llamaban afortunado, ya que si la astilla se hubiese introducido sólo tres centímetros más a la izquierda, me habría destrozado la columna vertebral. Me golpeé con el puño el vientre plano como una tabla.

— Eres un animal — interpelé al espejo. Ansiaba darme un baño, une verdadero y no en un viento de ozono, y me alegré al pensar en la piscina de la villa. Quería ponerme alguna de las prendas nuevas, pero no podía separarme de mis viejos pantalones, así que me puse la chaqueta blanca, aunque la mía negra, de codos desfilachados, me gustaba mucho más, y bajé al restaurante.


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