— Sí. ¿Ya te has despertado?

— Hace mucho rato. ¿Qué has hecho?

— Te he visto. En el real.

— ¿Ah, sí? — dijo solamente, pero en su voz oí algo parecido a la satisfacción, como si pensara: «Ahora es mío.» — No — repliqué.

— ¿Qué quiere decir no?

— Eres una gran actriz, pero yo soy algo muy distinto de lo que crees.

— ¿No me lo ha parecido ya esta noche?

Interrumpió la frase. En su voz sonaba el regocijo, y de pronto volvió el sentido del ridículo. Apenas pude dominarlo: un cuáquero de las estrellas, que ya había caído una vez, desesperado, severo, casto.

— No — repuse, sobreponiéndome —, no te lo ha parecido. Y me voy de viaje.

— ¿Para siempre?

Le divertía esta conversación.

— Oye… — empecé, y no supe cómo continuar. Durante unos momentos sólo oí su respiración.

— Di, ¿qué más? — preguntó.

— No lo sé — y rectificando en seguida-: Nada. Me voy ahora mismo. Esto no tiene sentido.

— Claro que no tiene sentido — admitió —, y precisamente por esto puede ser maravilloso.

¿Qué has visto? ¿Los verdaderos?

— No. La novia. Escucha…

— Eso es un desastre completo. Ya no soy capaz de verlo. Lo peor que he hecho en mi vida.

Ve a ver Los verdaderos, o no, será mejor que vuelvas esta noche; te lo proyectaré. No, no, hoy no puedo. Ven mañana.

— Aen, no iré. Me voy de verdad…

— No me llames Aen, llámame «chica» — pidió.

— Chica, ¡vete al diablo! — exclamé.

Colgué el auricular, me sentí terriblemente avergonzado, lo descolgué, volví a colgarlo y salí corriendo de la habitación, como si alguien me persiguiera. Bajé al vestíbulo y allí me enteré de que el ulder se hallaba en el tejado, así que subí hasta arriba. En el tejado había un jardín con un restaurante y un aeródromo. En realidad un aeródromo restaurante, una combinación de niveles, andenes voladores y ventanas invisibles; ni en un año podría encontrar allí mi ulder. Pero me condujeron hasta él casi de la mano. Era más reducido de lo que creía. Pregunté cuánto duraría el vuelo, ya que me apetecía leer.

— Alrededor de doce minutos.

No valía la pena abrir un libro. El interior del ulder recordaba hasta cierto punto un cohete experimental, Termo-Fax, que había conducido una vez, pero con más comodidades. Sin embargo, cuando la puerta se cerró tras el robot, que me deseó cortésmente un buen viaje, las paredes se hicieron transparentes, y como ocupaba el primero de los cuatro asientos — los otros estaban vacíos —, tuve la impresión de que volaba en una silla dentro de un gran recipiente de cristal.

Muy gracioso, pero esto no tenía nada en común con un cohete o un avión; más bien con una alfombra voladora. Al principio, el extraño avión se elevó verticalmente, sin la menor vibración, silbó durante largo rato y después, como obedeciendo una orden, voló en línea recta. De nuevo ocurrió lo mismo que ya observara antes: la aceleración no iba acompañada de un incremento de la inercia. Es difícil decir qué clase de sensación me dominó, pues en el caso de que hubieran sabido independizar la aceleración de la inercia, todos los problemas, tormentos, hibernaciones, pruebas, selecciones de nuestro viaje habrían sido completamente superfluos, por lo que podía sentirme como el conquistador de una cumbre del Himalaya que tras las indescriptibles dificultades del ascenso comprobara de improviso que allí arriba había un hotel lleno de excursionistas porque durante sus esfuerzos solitarios habían construido un funicular en la otra ladera. El hecho de que si me hubiera quedado en la Tierra no habría conocido este misterioso descubrimiento no me consoló en absoluto, sino mucho más la idea de que el nuevo invento quizá no habría podido aplicarse en la navegación cósmica.

Naturalmente, esto era prueba del más puro egoísmo, y yo era consciente de ello; pero el shock era demasiado grande para que pudiera sentir verdadero entusiasmo.

Entretanto, el ulder volaba sin ruido. Miré hacia abajo: estábamos dejando atrás la terminal, que quedaba rezagada como una fortaleza de hielo; sobre los pisos superiores, invisibles desde la ciudad, estaban las negras piqueras de los cohetes. Entonces volamos muy cerca de la casa aguja, la que tenía franjas plateadas y negras; sobrepasaba la altitud de mi vuelo. Desde la tierra no podía apreciarse su altura. Era como un puente que unía la ciudad con el cielo, y las «estanterías» que sobresalían de ella rebosaban de ulders y otros grandes vehículos. En estos lugares de aterrizaje, las personas se antojaban semillas de amapola sobre una bandeja de plata.

Volamos sobre colonias de casas blancas y azules, sobre jardines; las carreteras eran cada vez más anchas y los carriles policromos; los colores dominantes eran el rosa pálido y el ocre. Un mar de casas se extendía hasta el horizonte, dividido de vez en cuando por franjas verdes. Tuve miedo de que continuara así hasta Klavestra. Pero el ulder aumentó la velocidad, las casas se desintegraron, se desintegraron en los jardines y en su lugar aparecieron curvas y rectas gigantescas de los caminos que discurrían por diversos niveles, se juntaban, se cruzaban, desaparecían bajo tierra, se precipitaban en forma de estrella unos contra otros y fluían por la superficie lisa y verdegrís, iluminada por el sol del mediodía, por la que pululaban los gliders. Luego, entre cuadriláteros de árboles, se vieron enormes edificios con tejados que parecían espejos convexos; en sus centros brillaba un resplandor rojizo. Un poco más allá las carreteras se separaron y ahora el verdor lo dominaba todo, interrumpido de vez en cuando por un cuadrado de otras plantas — rojas, azules —, que no podían ser flores, ya que los colores eran demasiado intensos. «El doctor Juffon estaría orgulloso de mí — pensé —. El tercer día y ya… Y qué comienzo. Nada de conquistas corrientes.

Una actriz famosa, conocida en todo el mundo. No sentía mucho miedo, y si lo tuvo, fue un miedo que le causó placer. Ojalá todo siguiera igual. Pero ¿por qué me habló de la proximidad? ¿Es éste el aspecto de la proximidad? Y de qué forma tan heroica salté a la catarata. Un gorila de nobles sentimientos. Pero de ello le ha resarcido ampliamente una belleza ante la cual se inclina la multitud: ¡cuan noble había sido también esto por parte de ella!» Me ardía el rostro. «Eres un estúpido — me dije a mí mismo con indulgencia —. ¿Qué más quieres? ¿Una mujer? Ahora ya tenías una mujer. Tenías todo cuanto se puede tener aquí, además del ofrecimiento de entrar en el real. Ahora tendrás una casa, pasearás por el jardín, leerás libros, contemplarás las estrellas y repetirás con serena modestia: he estado allí. He ido y he vuelto. Y eres tan afortunado que incluso las leyes de la física han trabajado para ti: aún tienes media vida por delante, y ¿qué aspecto tiene Roemer ahora, un siglo más viejo que tú?» El ulder empezó a bajar, se oyó un silbido, la comarca, llena de carreteras blancas y azules que brillaban como pintadas con esmalte, se acercaba a mí. Grandes estanques y pequeñas piscinas cuadradas enviaban hacia arriba los destellos del sol. Las casitas, colocadas sobre las cumbres planas de las colinas, fueron ganando tamaño y claridad. En el horizonte, azul como el aire, había una cordillera de cimas blanquecinas. Vi asimismo caminos de grava, parterres de flores, arriates, el frío verdor del agua en un marco de cemento, senderos en los jardines, arbustos, un tejado blanco; todo esto giró lentamente, me rodeó, se inmovilizó y me admitió en su seno.


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