Tenía miedo.
— ¿De qué?
— Lo ignoro. Hal, me parece que han hecho algo espantoso. Han matado en el ser humano…
al ser humano.
— Bueno, esto no se puede afirmar — observé, indeciso —. Al fin y al cabo…
— Espera. Es algo muy sencillo. El que mata está preparado a morir a su vez, ¿no?
Callé.
— Y por eso es en cierto modo necesario que puedas ponerlo todo en juego, todo. Nosotros podemos. Ellos no. Por eso nos tienen tanto miedo.
— ¿Las mujeres?
— No sólo las mujeres. Todos. Escucha, Hal.
Se sentó de repente.
— ¿Qué hay?
— ¿Tienes un hipnagog?
— Un hip… ¿Ese aparato que te instruye mientras duermes? Sí.
— ¿Lo has utilizado? — casi gritó.
— No… ¿Por qué?
— Estás de suerte. Tíralo a la piscina.
— ¿Por qué? ¿Qué es? ¿Lo has usado tú?
— No. Tuve una corazonada y lo escuché todo estando despierto, aunque las instrucciones de uso lo prohibían. ¡No tienes idea, muchacho!
Ahora fui yo quien se sentó.
— ¿Qué hay en su interior?
Me miró con cara de pocos amigos.
— Cosas dulzonas. Lo más empalagoso que puedas imaginarte. Que has de ser amable y bueno. Que has de aceptar cualquier ofensa, pues si alguien no comprende o no quiere ser amable contigo — una mujer, claro — ha de ser culpa tuya, no de ella. Que el equilibrio social, la estabilidad es el bien mayor, y así una y otra vez hasta llegar al centenar. Y la conclusión:
vivir tranquilamente, escribir las propias memorias, no para su publicación, sino para sí mismo, hacer deporte y continuar instruyéndose. Y escuchar a las personas mayores.
— Debe de ser una especie de sustituto de la betrización — murmuré.
— Claro. ¡Y había muchas cosas más! Que nunca hay que usar la fuerza o un tono agresivo hacia los demás y que sería más que una vergüenza, un crimen, pegar a alguien, ya que ello produce un terrible shock. Que nadie debe luchar, cualesquiera que sean las circunstancias, porque sólo luchan las bestias que…
— Espera un momento — le interrumpí —, ¿y en el caso de que una fiera se escape de una reserva…? Ah, claro, ya no existen fieras.
— No, fieras no — dijo —, pero, por si acaso, están los robots.
— ¿Qué dices? ¿Significa esto que es posible ordenarles que maten a alguien?
— Sí.
— ¿Quién te lo ha dicho?
— Nadie de manera concreta. Pero es lógico que estén preparados para todo; incluso un perro be-trizado puede volverse rabioso, ¿no?
— Pero…, pero esto es…, ¡espera! ¿Así que pueden matar? ¿Sólo dando una orden? ¿Acaso no es igual matar uno mismo que dar la orden de hacerlo?
— Para ellos no. Bueno, esto sólo ocurre en casos extremos. ¿Comprendes? Una catástrofe, una amenaza como la rabia. No ocurre normalmente. Y si nosotros…
— ¿Nosotros?
— Sí, si por ejemplo nosotros dos… intentáramos algo ya sabes…, serían los robots quienes se ocuparan de nosotros, no ellos. Ellos no pueden. Son buenos.
Callamos un rato. Su pecho, enrojecido por el sol y por la arena, parecía respirar a mayor velocidad.
— Hal, si lo hubiera sabido, si lo hubiera adivinado. Si lo hubiera… sabido…
— Basta.
—;Has tenido ya alguna experiencia?
— Sí.
— Entonces sabes a qué me refiero.
— Sí. Han sido dos. Una de ellas me invitó en seguida a su casa, en cuanto salí de la estación; es decir, no. Me perdí en aquella maldita estación. Pero después me invitó a su casa.
— ¿Sabía quién eras?
— Yo se lo dije. Al principio tuvo miedo; luego… pareció querer infundir valor, tal vez por compasión, no sé, pero acabó realmente asustada. Me fui al hotel. Al día siguiente me encontré con…, no lo adivinarías nunca: ¡Roemer!
— ¡No puede ser! ¿Cuántos años debe tener ahora? ¿Ciento setenta?
— No, era su hijo, pero también él debe de pasar bastante de los cien. Es una momia.
Espantoso. Hablé con él. ¿Y sabes una cosa? Nos envidia…
— Tiene razón sobrada para ello.
— No lo comprende. Bueno, nos separamos. Entonces conocí a una actriz. Aquí se llaman realistas. Estaba encantada conmigo: ¡un auténtico pitecántropo! Fui a su casa y me quedé hasta el día siguiente. Era un auténtico palacio. Los muebles se abrían como una flor, las paredes se deslizaban, las camas adivinaban todos los deseos y pensamientos… En fin, lo tenía todo.
— Hum… ¿Y ésta no tenía miedo?
— No. Bueno, también lo tenía, pero bebió algo, no sé qué, tal vez una especie de droga. Se llamaba Perto, o algo similar.
— ¿Perto?
— Sí. ¿Sabes qué es? ¿Lo has probado?
— No — repuso —, no lo he probado. Pero es así como se llama el preparado que anula…
— ¿Anula? ¿La betrización? ¡ Imposible!
— Por lo menos, esto es lo que me dijo aquel hombre.
— ¿Quién?
— No puedo decírtelo. Le di mi palabra de honor.
— Está bien. Pero por eso…, por eso ella…
Me levanté de un salto.
— Siéntate.
Me senté.
— ¿Y tú? — pregunté —. No he hecho más que hablar de mí mismo…
— ¿Yo? Nada. Es decir…, nada me ha salido bien. Nada… — repitió una vez más.
Guardé silencio.
— ¿Cómo se llama este lugar?
— Klavestra. Pero la ciudad está a unos kilómetros de aquí. Escucha, hagamos una visita.
Tengo que llevar a reparar el coche. Y a la vuelta podemos correr a campo traviesa. ¿Qué te parece?
— Hal — dijo lentamente —, viejo alazán…
— ¿Qué?
Sus ojos sonreían.
— ¿Quieres echar al demonio con un poco de atletismo ligero? Un asno, eso es lo que eres.
— Asno o alazán, tienes que decidirte — repliqué —. ¿Y qué hay de malo en ello?
— Que no saldrá bien. ¿Te has acercado demasiado a alguien?
— ¿Cómo… si le he ofendido? No. ¿Por qué?
— Si te has excedido, si le has tocado, o puesto las manos encima.
— No hubo motivo. ¿Por qué?
— Es algo que no te aconsejaría.
— Dime por qué.
— Porque equivale más o menos a dar una bofetada a tu ama de cría. ¿Comprendes?
— Más o menos. ¿Es que la has armado en alguna parte?
Intenté ocultar mi asombro. A bordo, Olaf era uno de los hombres más dueños de sí mismos.
— Sí. Y me convertí en un completo idiota. Ocurrió el primer día. O, mejor dicho, la primera noche. No sabía salir de la oficina de Correos; no tiene puertas, sólo esos inventos giratorios… ¿Los has visto?
— ¿Puertas giratorias?
— Qué sé yo. Supongo que deben de tener algo que ver con esa gravitación recién inventada. En suma: di vueltas como una peonza, y un tipo que iba con una muchacha me señaló con el dedo y empezó a reír…
De repente sentí que me tiraba la piel de las mejillas.
— Ama de cría o no — comenté —, espero que no vuelva a reírse de esta forma.
— No. Le rompí la clavícula.
— ¿Y no te hicieron nada?
— No, porque salí en seguida de aquel invento y era él quien me había provocado; yo no le golpeé sin motivo, Hal. Me limité a preguntarle qué era lo que encontraba tan gracioso, yo había llegado hacía poco a la Tierra, y entonces aquel tipo volvió a reírse y dijo, señalando hacia arriba con el dedo: «Ah, vienes de ese circo de monos…» — ¿Circo de monos?
— Sí, y entonces…
— Espera. ¿A qué se refería con «circo de monos»?
— No tengo idea. Tal vez había oído decir que a los astronautas se les mete en una máquina centrífuga. No lo sé, ya que no hablé más con él… Bueno, permitieron que me marchase, pero desde entonces el ADAPT de la Luna tiene que adiestrar mejor a los que vuelven.
— ¿Ha de volver alguien más?
— Sí. El grupo Simonadi, dentro de dieciocho años.
— En tal caso, disponemos de bastante tiempo.
— De mucho tiempo.
— Desde luego, hay que reconocer que son mansos — dije —. Le rompiste la clavícula y te dejaron escapar…
— Me parece que se debió a esta cuestión del circo — observó —. Ya sabes… Bueno, ya conoces sus sentimientos respecto a nosotros. Porque tontos no lo son. Y se habría producido un escándalo. Creo, Hal, que no sabes nada de nada.