— Ni siquiera tengo idea de adonde ir.

— Por casualidad, yo sí que lo sé. Junto al mar aún se pueden alquilar unas casitas. Os vais en el coche…

— ¿Qué significa «os»?

— ¿Qué te parece? ¿Acaso pensabas en la Santísima Trinidad? Capellán…

— Olaf, si no dejas de bromear…

— Está bien, ya lo sé. Querrías hacer feliz a todo el mundo: a mí, a ella, al tal Saúl o Seon…

No, es imposible. Hal, iremos juntos en el coche, pero yo no iré más lejos de Houl, pues allí tomaré un ulder.

— Vaya, vaya — dije —, qué bonitas vacaciones te he organizado.

— Si yo no me quejo, tú tampoco has de hacerlo. Quizá saque algo de todo esto. Y ahora, basta. Vamos.

El desayuno transcurrió en un ambiente singular. Olaf habló más que de costumbre, pero más bien al aire. Eri y yo apenas pronunciamos una palabra. Entonces el robot blanco trajo un glider, con el cual Olaf se fue a Klavestra a recoger el coche. Se le ocurrió en el último momento. Al cabo de una hora el coche ya estaba en el jardín; puse en él todo mi equipaje y Eri también se llevó sus cosas — no todas, según me pareció, pero no hice ninguna pregunta-; en realidad, no nos hablábamos. Y en el día soleado, que ya empezaba a ser caluroso, fuimos primero a Houl — que estaba algo apartado de la carretera —, donde Olaf se apeó; hasta que nos encontramos en el coche no nos explicó que ya había alquilado una casita para nosotros.

No hubo una despedida en toda regla.

— Escucha — le dije —, si algún día te escribo…, ¿vendrás?

— Claro. Te enviaré mi dirección.

— Escribe a la lista de Correos de Houl — observé. Me alargó su mano endurecida. ¿Cuántas manos como ésta quedarían en toda la Tierra?

La estreché hasta que me crujieron los huesos. Sin volverme, volví al coche. Viajamos apenas una hora; Olaf me había indicado dónde estaba la casa. Era pequeña — cuatro habitaciones, sin piscina, pero junto a la playa y al mar —. Cuando pasamos por un trecho más elevado, bordeado de casitas policromas que estaban diseminadas por las colinas, vimos el océano desde la carretera. Ya antes de verlo habíamos oído su distante y sordo rumor.

De vez en cuando, miraba a Eri. Callada, muy erguida, no volvía la cabeza para contemplar el paisaje. La casita — nuestra casita — era azul con un tejado color naranja. Cuando me pasé la lengua por los labios, noté sabor a sal. La carretera describió una curva y siguió paralela a la línea de la playa. El océano, con olas que parecían inmóviles desde lejos, mezclaba su voz con el ruido del potente motor.

La casita era una de las últimas. Un pequeño jardín, con arbustos grises por la sal, mostraba las huellas de una reciente tormenta. Las olas debían de haber llegado hasta la valla; aquí y allí se veían aún conchas vacías. El techo inclinado se elevaba en la parte delantera, formando una especie de ala muy caprichosa, que daba mucha sombra. La casita vecina asomaba detrás de una duna grande y de escasa vegetación, a unos seiscientos pasos de distancia. Abajo, en la playa en forma de media luna, se veían diminutas siluetas humanas.

Abrí la portezuela del coche.

— Eri…

Se apeó en silencio. Si pudiera adivinar qué pasaba tras su frente un poco arrugada.

Caminó a mi lado hacia la puerta.

— No, así no — dije —. No puedes cruzar por tu pie el umbral ¿sabes?

— ¿Por qué?

La levanté.

— Abre — pedí. Tocó la placa con los dedos y la puerta se abrió. Crucé el umbral llevándola en brazos, y entonces la dejé resbalar hasta el suelo —. Es una costumbre. Trae… suerte.

Primero fue a recorrer todas las habitaciones. La cocina estaba atrás; era automática y tenía un robot, pero no un robot verdadero, sino un muñeco eléctrico para la limpieza.

También podía servir las comidas. Obedecía órdenes, pero sólo hablaba un par de palabras.

— Eri — dije —, ¿quieres ir a la playa?

Negó con la cabeza. Nos hallábamos en medio de la habitación de mayor tamaño: blanca y dorada.

— ¿Qué quieres? Tal vez…

Antes de que terminara la frase, el mismo movimiento de cabeza. Vi lo que significaba.

Pero la suerte estaba echada y había que seguir jugando.

— Traeré las cosas — dije. Esperé por si decía algo, pero se sentó en uno de los sillones verdes como la hierba y comprendí que no quería decir nada. Este primer día fue espantoso. Eri no hizo nada demostrativo, ni siquiera me evitó intencionadamente e incluso intentó estudiar un poco después de la comida, cuando le pedí que me dejara permanecer en su habitación para poder contemplarla.

Le prometí no decir una sola palabra y no estorbarla. Pero después de un cuarto de hora (¡tan rápida fue mi intuición!) comprendí que mi presencia le pesaba como una piedra. La línea de su espalda, sus gestos pequeños y precavidos y su disimulada tensión me lo revelaron. Por lo tanto, salí corriendo, cubierto de sudor, y empecé a pasear arriba y abajo de mi habitación.

Aún no la conocía, aunque ya sabía que no era una chica tonta, sino tal vez todo lo contrario. En la situación recién creada, esto podía ser tanto una ventaja como un inconveniente. Ventaja: si no lo comprendía, por lo menos podía pensar quién era yo y no ver en mí a un bárbaro ni a un salvaje.

Inconveniente: si esto era cierto, entonces carecía de valor el consejo que me diera Olaf en el último momento. Me citó un aforismo del Libro Hon, que yo también conocía: «Para que la mujer sea como una llama, el hombre ha de ser como el hielo.» Así pues, veía mi única posibilidad en la noche, no en el día. No me gustaba esto y me atormentaba de forma horrible pensarlo. Pero comprendía que en el breve tiempo de que disponía, no lograría ningún contacto por medio de las palabras. Dijera lo que dijese; todo quedaría sin efecto, porque no llegaría hasta sus motivos, hasta su corto y bien justificado arranque de cólera cuando empezó a gritar: «¡…no lo quiero, no lo quiero!». También el hecho de que entonces pudiera dominarse tan pronto me parecía una mala señal.

Al atardecer sintió miedo. Traté de ser más sereno que el agua y más bajo que una brizna de hierba, como Woow, ese pequeño piloto que sabía callar más tiempo que nadie; era capaz, sin decir una palabra, de expresar con claridad lo que quería y también hacerlo.

Después de la cena — no comió nada, lo cual provocó gran alarma en mí — sentí que me Dominaba la ira, hasta el punto de que muchas veces casi la odié por culpa de mi propio tormento. Y la terrible injusticia de este sentimiento no hacía más que incrementarlo.

Nuestra primera noche verdadera, cuando, todavía muy enardecida, se durmió en mis brazos y su respiración jadeante se fue serenando con suspiros cada vez más débiles, me sentí seguro de haber vencido. Ella había luchado sin cesar, no conmigo, sino con su propio cuerpo, que ahora yo empezaba a conocer. Desde las finas uñas, dedos diminutos, palmas de las manos, pies, fui abriendo y despertando a la vida con mis besos cada una de sus pequeñas partes y curvas, penetrándolas con.mi aliento, a pesar de ella misma, con infinita paciencia y lentitud, para que las transiciones fueran apenas perceptibles.

Y cuando sentí una protesta creciente, como la muerte, me aparté, empecé a susurrarle palabras pueriles, dementes, sin sentido, callé de nuevo y sólo la acaricié, la asalté durante horas con las caricias, hasta que sentí cómo se abría, cómo su rigidez se convertía en el temblor de la última resistencia… y entonces tembló de otra manera, ya vencida, pero yo seguía esperando, sin hablar, ya que esto estaba más allá de todas las palabras. En la oscuridad sostuve sus hombros esbeltos y su pecho, el izquierdo, porque allí latía el corazón, más de prisa, cada vez más de prisa… Respiraba con fuerza, después con desesperación, y entonces — ocurrió; ni siquiera fue deseo, sino la gracia de la extinción y la fusión, una tormenta más allá de nuestros cuerpos, para que en esta violencia se fundieran en uno solo. Nuestros alientos jadeantes, nuestros ardores terminaron en un desmayo; ella gritó una vez, débilmente, con voz alta e infantil, y me abrazó.


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