«¿Por qué no me dejan en paz?», pensé, y empecé a exigir del coche sus últimas fuerzas, sus últimas reservas. Como si no supiera que el glider podía alcanzar el doble de mi velocidad. Y así corrimos en plena marcha, entre las colinas llenas de luces, y el penetrante silbido del viento que cortaban nuestros vehículos dejaba ya percibir el rumor creciente, gigantesco y como surgido de profundidades insondables del océano Pacífico.
«Sigue conduciendo — pensé —, conduce tranquilo. Tú no sabes lo que yo sé. Me persigues, me olfateas, no me dejas en paz… ¡Estupendo! Pero yo correré más que tú, saltaré ante tus mismas narices antes de que tengas tiempo de parpadear; hagas lo que hagas, no te servirá de nada, pues el glider no puede salirse de la carretera. De este modo, hasta en el último segundo podré tener la conciencia tranquila. Fabuloso.» Pasé por delante de la casita donde habíamos vivido; sus tres ventanas iluminadas me dijeron al pasar que no hay ningún sufrimiento que no pueda incrementarse. Y entonces llegué al trecho de la carretera que seguía paralelo al océano. Ante mi alarma, ahora el glider aumentó de pronto la velocidad y quiso adelantarme. Le corté brutalmente el paso, girando hacia la izquierda. El se quedó atrás, y continuamos maniobrando de esta manera; cada vez que intentaba adelantarme, le cerraba el paso ocupando el lado izquierdo de la carretera; creo que fueron cinco veces.
De repente, aunque yo no le dejaba sitio, empezó a adelantarme; mi coche estuvo a punto de rozar la negra y reluciente superficie del proyectil sin ventanas y al parecer sin conductor; en ese momento supe seguro que sólo podía ser Olaf, ya que nadie más se atrevería a hacer algo semejante. Pero yo no podía matar a Olaf; eso sí que no podía hacerlo. Así pues, le cedí el paso, y pensé que ahora sería él quien me lo cerrara. Pero sólo se mantuvo a unos quince metros de mi radiador. «Bueno — pensé —, no importa.» Y empecé a conducir más lentamente, con la débil esperanza de que él se alejara.
Pero no era su intención alejarse; aminoró asimismo la marcha.
Aún faltaba un kilómetro para la última curva junto a las rocas, cuando el glider disminuyó todavía más la marcha; ahora conducía por el centro, a fin de que yo no pudiera adelantarle. Pensé: «¡Tal vez ahora lo logre, ahora mismo!» Pero no había ninguna roca, sólo la arena de la playa, y el coche se habría encallado en la arena al cabo de cien metros, sin llegar siquiera al océano; no era cuestión de hacer semejante tontería. No tenía más remedio que seguir adelante.
El glider iba ahora con mayor lentitud, y observé que iba a detenerse; su carrocería negra brillaba a la luz de las señales del freno como salpicada de sangre. Intenté adelantarle con un giro repentino, pero me cerró el paso. El era más rápido y flexible que yo; al fin y al cabo, era conducido por otra máquina. La máquina siempre tiene un reflejo más rápido. Pisé el freno; demasiado tarde. Un ruido espantoso, una masa negra apretada contra el parabrisas; fui proyectado hacia delante y perdí el conocimiento.
Abrí los ojos como después de un sueño; soñaba que estaba nadando. Algo frío y húmedo me pasó por la cara, sentí manos que me sacudían, y oí una voz.
— Olaf — murmuré —, Olaf, ¿por qué? ¿Por qué?
— ¡Hal!
Me estremecí; me apoyé sobre el codo y vi el rostro de ella muy junto al mío. Cuando me senté, tan confuso que no podía pensar, ella se deslizó lentamente sobre mis rodillas, sus hombros temblaban convulsivamente, y yo aún no podía creerlo. Mi cabeza parecía tener proporciones gigantescas y estar hecha de algodón.
— Eri — dije con labios entumecidos, grandes, pesados, y como muy distantes de mí —, Eri, ¿eres tú… o…?
De pronto me volvieron las fuerzas, la agarré por los hombros, la levanté, me levanté yo de un salto, nos tambaleamos los dos y caímos sobre la arena blanda y todavía caliente. Besé su cara húmeda y salada y lloré por primera vez en mi vida, y ella también lloró. Durante mucho rato no pronunciamos una sola palabra, y poco a poco fuimos cogiendo miedo — no sé de qué —, y ella me miró con ojos muy abiertos.
— Eri — repetí —, Eri, Eri…
No sabía nada más. Me eché en la arena, muy débil de pronto, y ella se asustó; trató de levantarme, pero no tenía suficiente fuerza para hacerlo.
— No, Eri — murmuré —, no me ha pasado nada… Es sólo…
— ¡ Hal! Entonces, habla, ¡habla!
— ¿Qué quieres que diga…, Eri…?
Mi voz la calmó un poco. Se fue corriendo y en seguida volvió con un recipiente plano; me mojó el rostro de agua — era salada —, claro, era agua de mar. «Yo quería beber mucha», me pasó por la mente, y parpadeé. Recuperé el dominio de mí mismo, me senté y moví la cabeza.
Ni siquiera una herida; los cabellos habían amortiguado el golpe; sólo tenía un chichón como una naranja, un poco de piel levantada, en las orejas aún notaba un zumbido, pero ya me sentía bien. Por lo menos, sentado. En cuanto traté de levantarme, las piernas no quisieron obedecerme.
Ella se arrodilló junto a mí y me miró con los brazos caídos.
— ¿Eres tú? ¿De verdad? — pregunté. Ahora empecé a comprenderlo; me volví y, en medio de un terrible mareo provocado por este movimiento de cabeza, vi a la luz de la luna nueva, a pocos metros de distancia, dos siluetas negras al borde de la carretera, una empotrada en la otra. Me falló la voz cuando dirigí la mirada hacia ella.
— Hal…
— Dime.
— Trata de levantarte…, te ayudaré…
— ¿Levantarme?
Mi cerebro aún no parecía funcionar bien. Comprendía y no comprendía lo ocurrido. ¿Era Eri la que conducía el glider? Imposible.
— ¿Dónde está Olaf? — pregunté.
— ¿Olaf? Lo ignore.
— ¿Cómo…? ¿No estaba aquí?
— No.
— ¿Tú sola?
Asintió. Y de pronto me sobrecogió un temor horrible, espantoso.
— ¡Cómo pudiste! ¡Cómo pudiste!
Su rostro temblaba, su boca también; no era capaz de pronunciar una sola palabra.
— Era… preciso…
Volvió a llorar. Muy lentamente, fue tranquilizándose. Me tocó la cara, la frente, y yo seguía repitiendo:
— En…, ¿eres tú?
Delirio de la fiebre. Entonces, muy despacio, me levanté, ella me ayudó como pudo.
Llegamos a la carretera. Allí vi el estado en que había quedado el coche: el radiador, toda la parte delantera parecía un acordeón. En cambio el glider apenas había sufrido daños — ahora comprendí su superioridad —, a excepción de una pequeña abolladura en el 'lado del choque; nada más.
Eri me ayudó a subir, dio marcha atrás hasta que el coche, con un prolongado chirrido de hojalata, cayó a la cuneta, y nos alejamos. Volvíamos a la casa. Yo callaba, las luces pasaban de largo. La cabeza me colgaba sobre el hombro, cada vez más grande y pesada. Nos apeamos ante la casita. Las ventanas seguían iluminadas, como si nosotros aún estuviésemos dentro. Me ayudó a entrar. Me eché en la cama. Ella fue hacia la mesa, la rodeó y se dirigió a la puerta. Me incorporé con fuerza.
— ¿Te marchas?
Corrió hacia mí, se arrodilló junto a la cama y dijo con la cabeza:
— No.
— ¿No?
— No.
— ¿Y no te marcharás nunca?
— Nunca, La abracé. Ella puso la mejilla contra mi cara, y ahora me abandonó todo: los últimos vestigios de mi testarudez, cólera y demencia de las últimas horas, el temor, la desesperación. Me quedé vacío, como muerto; sólo apretándola contra mí, cada vez más fuerte, como si hubiera recuperado las fuerzas. Reinaba el silencio, la luz resplandecía en el tapizado dorado de la habitación. En algún lugar de la lejanía, casi como en otro mundo, al otro lado de la ventana abierta, rumoreaba el océano Pacífico.
Puede parecer extraño, pero no hablamos ni aquel atardecer ni aquella noche una sola palabra. Nada. Sólo al día siguiente, ya tarde, me enteré de cómo había ocurrido: cuando yo me fui en el coche, ella adivinó para qué y me siguió poco después; estaba asustada, no sabía qué debía hacer; primero pensó en llamar al robot blanco, pero comprendió que esto no serviría de nada. Tampoco «él» — nunca le llamaba de otro modo — podría ayudarla. Tal vez Olaf. Seguramente Olaf. Pero no sabía dónde buscarle, y además no había tiempo que perder.