— ¿Quieres decir si Gimma está aquí? No, no está aquí; ayer se fue a Europa.

— ¿Trabajas?

— Sí.

Siguió un breve silencio. Yo no sabía cómo reaccionaría a lo que iba a decirle… Antes quería saber su opinión sobre las cosas que habíamos observado en este mundo nuevo. Como le conocía bien, no esperaba ningún sentimentalismo. Siempre guardaba para sí la mayor parte de sus opiniones.

— ¿Hace tiempo que estás aquí?

— Bregg — me interpeló, impasible —, dudo de que esto te interese. Te estás yendo por las ramas.

— Es posible — asentí —. ¿Quieres decir que debo ir al grano?

Sentí de nuevo la misma discrepancia, algo entre la excitación y la timidez, lo mismo que siempre me había separado de él… y también a los demás. Nunca supe con seguridad si bromeaba, se burlaba o hablaba en serio; por mucha serenidad y atención que mostrara a su interlocutor, nunca fue totalmente transparente.

— No — repuso —. Quizá más tarde. ¿De dónde vienes?

— De Houl.

— ¿Directamente de allí?

— Sí… ¿Por qué lo preguntas?

— Bien — dijo, como si no hubiera oído mis últimas palabras. Me miró fijamente durante unos cinco segundos, como si quisiera asegurarse de mi presencia; su mirada carecía totalmente de expresión… Pero ahora yo ya había adivinado que había ocurrido algo; sólo ignoraba si él me lo diría. Su conducta no había sido nunca fácil de prever. Medité sobre la mejor manera de empezar, y entretanto él me contempló con atención creciente, como si me hubiera presentado a él en una forma completamente desconocida, — ¿Qué hace Vabach? — pregunté cuando esta contemplación muda se prolongó más de lo debido.

— Se ha ido con Gimma.

Mi pregunta no se refería a esto, y él lo sabía; pero al fin y al cabo yo no había venido a preguntar por Vabach. Otro silencio. Empecé a arrepentirme de mi decisión.

— Tengo entendido que te has casado — dijo de pronto, como a la ligera.

— En efecto — contesté, quizá con sequedad excesiva.

— Lo celebro por ti.

Traté por todos los medios de encontrar otro tema. Pero no se me ocurrió nada aparte de Olaf, y todavía no quería preguntarle acerca de él. Temía la sonrisa de Thurber; aún recordaba que era capaz de desesperar con ella a Gimma, y no sólo a él; pero se limitó a enarcar las cejas y preguntar:

— ¿Qué planes tienes?

— Ninguno — repuse, fiel a la verdad.

— ¿Y hay algo que te gustaría hacer?

— Sí, pero no cualquier cosa.

— ¿No has hecho nada hasta ahora?

Ahora sí que me enrojecí. La ira me dominaba.

— Se puede decir que no. Thurber…, yo… no he venido para hablar de mis asuntos. * — Ya lo sé — replicó con calma —. Staave, ¿no?

— Sí.

— Había cierto riesgo en esto — dijo, apartándose un poco de la mesa. La silla giró, obediente, en mi dirección —. Óswamm esperaba lo peor, sobre todo cuando Staave tiró su hipangog… Por otra parte, tú no utilizaste el tuyo, ¿verdad?

— Óswamm — repetí —, ¿qué Óswamm? ¿El de ADAPT?

— Sí. Staave era el que más le preocupaba. Después yo le saqué de su error.

— ¿Qué error?

— Gimma respondió por vosotros dos… — terminó Thurber su frase, como si no me hubiera oído.

— ¿Qué? — grité, levantándome de mi asiento —. ¿Gimma?

— Naturalmente, él no sabía nada — prosiguió Thurber —. Y así me lo dijo.

— ¡ Entonces por qué respondió por nosotros, diablos! — exclamé, excitado por sus palabras.

— Creyó que era su deber — explicó Thurber sucintamente —. El jefe de la expedición debía conocer a su gente.

— Tonterías.

— Sólo repito lo que dijo a Oswamm.

— ¿Ah, sí? — repliqué —. Y el tal Oswamm…, ¿de qué tenía miedo? ¿De que nos rebeláramos, o qué?

— ¿Nunca tuviste deseos de hacerlo? — inquirió Thurber, sereno.

Reflexionó honestamente.

— No — dije por fin-; en serio, nunca.

— ¿Y dejarás betrizar a tus hijos?

— ¿Y tú? — pregunté lentamente.

Sonrió por primera vez, con un temblor de sus labios exangües, pero no dijo nada.

— Escucha, Thurber, ¿te acuerdas todavía de aquella tarde que siguió al último vuelo de reconocimiento sobre Beta… cuando te dije…?

Asintió con indiferencia. Y de improviso mi tranquilidad se esfumó.

— Entonces no te lo dije todo, ¿sabes? Estábamos allí juntos, pero no teníamos los mismos derechos. Yo os obedecía, a ti y a Gimma, porque quería hacerlo. Todos querían obedeceros, Venturi, Thomas, Ennesson y Arder, a quien Gimma no dio una pieza de repuesto porque la guardaba para una ocasión especial y mejor. Muy bien. Pero ¿con qué derecho me hablas ahora de este modo, como si hubieras estado todo el tiempo sentado en esa silla? Tú fuiste quien envió a Arder a Kerenea en nombre de la ciencia, Thurber, y yo le saqué de allí y volví con él en nombre de sus desgraciadas tripas. Y ahora resulta que el único válido ha sido el derecho de aquellos intestinos. Sólo éste sigue siendo importante; no el otro. Así que tal vez ahora tendría que ser yo quien te preguntase cómo te va y responder yo por ti, y no al revés.

¿Qué te parece? Sé muy bien qué te parece. Te has traído un montón de material, puedes atrincherarte detrás de él hasta el fin de tus días y sabes perfectamente que ninguno de estos supereducados te preguntará jamás: «¿Y cuanto ha costado este espectroanálisis? ¿Un hombre? ¿Dos hombres? ¿No cree usted, profesor Thurber, que ha sido un poco caro?» Ninguno te lo dirá porque no hay cuentas que saldar entre ellos y nosotros. Pero sí las hay con Venturi. Y con Arder y Ennesson. Y con Thomas. ¿Con qué pagarás ahora, Thurber? ¿Con la aclaración de Oswamm respecto a mí? ¿Y Gimma… con su fianza para mí y Olaf? Cuando te vi por primera vez, hacías lo mismo que hoy. Fue en Apprenous. Estabas sentado con tus papeles y mirabas como ahora; en una pausa entre cosas más importantes… en nombre de la ciencia…

Me levanté.

— Da las gracias a Gimma por haber intercedido tanto por nosotros…

Thurber también se levantó. Nos medimos con la mirada durante un segundo. Era más bajo que yo, pero no se notaba. Su estatura no tenía la menor importancia. Su mirada era la serenidad misma.

— ¿Me concedes ahora la palabra o ya estoy condenado? — preguntó.

Gruñí algo incomprensible.

— Entonces, siéntate — dijo y, sin esperar, se desplomó pesadamente en su asiento —. Así que has hecho algo — empezó en un tono como si hasta ahora sólo hubiéramos hablado del tiempo —.

Has leído, le has creído, y ahora te sientes traicionado y buscas a los culpables. Si esto fuera lo principal para ti, yo estaría dispuesto a cargar con la culpa. Pero no se trata de esto. ¿Starck te ha convencido… tras estos diez años? Bregg, yo ya sabía que eras un exaltado, pero nunca supuse que fueras tonto.

Se calló unos momentos. Y yo — cosa rara — sentí un gran alivio, y como un presagio de salvación. No tuve tiempo de pensar en mí mismo, pues él prosiguió:

— ¿Un contacto entre civilizaciones galácticas? ¿Quién te habló de ello? Ninguno de nosotros y ninguno de los clásicos, ni Merquier, ni Simoniadi, ni Rag Ngamieli, nadie; ninguna expedición contaba con este contacto, por lo cual toda esa charla sobre arqueólogos que dan vueltas por el espacio, y sobre ese correo eternamente retrasado de las galaxias, no es más que una refutación de tesis que nadie ha formulado. ¿Qué se puede obtener, pues, de las estrellas? ¿Y qué utilidad tuvo la expedición de Amundsen? ¿Y la de Andree? La única utilidad concreta resultó ser… una posibilidad probada. Probar que puede hacerse algo como esto. Dicho con más exactitud: que se trata de lo más difícil que se puede realizar en un momento determinado. No sé si nosotros lo conseguimos, Bregg. En realidad no lo sé. Pero estuvimos allí.

Guardé silencio. Thurber ya no me miraba. Con los puños agarraba el borde de la mesa.

— ¿Qué te ha demostrado Starck? ¿La inutilidad de la cosmodromía? ¡Como si no lo supiéramos nosotros mismos! ¿Y los polos? ¿Qué había en los polos? Los hombres que los conquistaron sabían muy bien que allí no había nada. ¿Y la Luna? ¿Qué buscaba el grupo de Ross en el cráter Erastrótenes? ¿Brillantes? ¿Y por qué Bant y Yegorin han atravesado el centro del disco de Mercurio? ¿Para adquirir un buen bronceado? ¿Y Keilen y Offshag? Lo único que sabían cuando volaron a la fría nube de Cerbero era que allí se puede perder la vida.


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