Era un autómata; vi a través del cristal su corazón de transistores.

Me alejé de los sumisos brazos de escarabajo, cargados de bocados exquisitos que opté por despreciar. Abandoné la gruta artificial con los dientes apretados, como si acabara de sufrir una humillación incomprensible. Crucé la terraza, entre las mesas en forma de: S, bajo las avenidas de farolillos sombreadas por el polvo ligero de las luciérnagas moribundas, negras y doradas.

Junto a la orilla, rodeada de plantas amarillentas como piedras humedecidas por la niebla, sentí por fin el aire puro, fresco y verdadero. Cerca de mí había una mesa desocupada. Me senté, incómodo, ¡ de espaldas a la gente. Contemplé la noche. Abajo la oscuridad se ensanchaba, inesperada y sin forma.; Sólo en la lejanía, a mucha distancia, ardían en los bordes unas luces finas, oscilantes e inseguras, como | si no fueran eléctricas. Y aún más lejos se elevaban j en el cielo espadas de luz, frías y delgadas; no sabía . si eran casas o una especie de mástiles. Las habría tomado por haces de reflectores si no hubieran estado cubiertas por una delicada red — tal sería el aspecto de un gigantesco cilindro de cristal con la parte inferior hundida en la tierra, lleno de lentes ya cóncavas, ya convexas —. Tenían que ser increíblemente altos; a su alrededor había una lluvia de luces temblorosas, envueltas por una guirnalda de reflejos anaranjados y casi blancos. Esto era todo, así se veía la ciudad; traté de encontrar calles, de adivinarlas, pero la oscura y muerta superficie de allí abajo se extendía por doquier, sin que la iluminara ninguna chispa.

— ¿Kol…? — oí, y no por primera vez, aunque al principio no me había dado por aludido. Antes de que pudiera volverme del todo, el asiento lo hizo por mí. Ante mí se encontraba una muchacha de unos veinte años, vestida con algo azul claro, muy ceñido. Los hombros y el pecho se perdían entre unas plumas azul oscuro, que hacia abajo eran cada vez más transparentes. Su hermoso y esbelto vientre era como una escultura de metal animado. En las orejas llevaba algo luminoso, tan grande que no dejaba ver el pabellón del oído. Sus labios pequeños, abiertos en una sonrisa insegura, estaban pintados, los agujeros de la nariz eran rojos por dentro; ya había observado que la mayoría de mujeres se pintaban así.

Agarró con ambas manos el respaldo del asiento que había frente a mí y preguntó:

— ¿Cómo te va, kol?

Se sentó.

Tuve la impresión de que estaba algo bebida.

— Esto es aburrido — comentó momentos después —, ¿no crees? ¿Nos vamos, kol?

— Yo no soy kol… — contesté.

Apoyó los codos en la mesa y movió la mano que sostenía una copa a medio llenar. El extremo de una cadenita de oro que llevaba en el dedo estaba sumergido en el líquido. Se inclinó más hacia delante. Sentí su aliento. Si estaba bebida, no era de alcohol.

— ¿Qué dices? — replicó —. Lo eres, tienes que serlo. Todo el mundo es un kol. ¿Qué te parece? ¿Nos vamos?

Si al menos pudiera saber qué significaba esto.

— Bueno — dije.

Se levantó. Yo también me levanté de aquel asiento horriblemente bajo.

— ¿Cómo lo haces? — interrogó.

— ¿Qué?

Me miró los pies.

— Pensé que estabas de puntillas…

Sonreí sin decir nada. Se acercó, me tomó del brazo y volvió a asombrarse.

— ¿Qué tienes ahí?

— ¿Dónde, aquí? Nada.

— Pues cantas — afirmó, tirando ligeramente de mí. Caminamos entre las mesas, y yo reflexioné sobre lo que podría significar «cantas»…, ¿tal vez «mientes»?

Me llevó hasta una pared de un dorado oscuro, donde refulgía un signo parecido a una caja de violín. Al acercarnos, la pared se abrió. Sentí una ráfaga de aire caliente.

La estrecha y plateada escalera discurría hacia abajo. Nos detuvimos. Ella no me llegaba ni al hombro. Tenía una cabeza pequeña, cabellos negros con reflejos azulados y un perfil quizá demasiado enérgico, pero era bonita. Sólo esas ventanas de la nariz de color escarlata…

Su mano esbelta me agarraba con fuerza, y sus uñas verdes se hundían en la lana gruesa de mi jersey. Sonreí involuntariamente, con las comisuras de los labios, al pensar que mi chaqueta había estado en todas partes y casi nunca la habían tocado unos dedos de mujer.

Por un pasillo abovedado que respiraba luces — del rosa al carmín y del carmín al rosa —, llegamos a la calle. Es decir, yo creí que era la calle, pero la oscuridad circundante se aclaraba cada vez más como en un repentino amanecer. En la lejanía se veían pasar siluetas largas y aplanadas, como coches. Pero yo ya sabía que no había coches. Tenía que ser otra cosa. De haber estado solo, habría podido seguir esta calle hasta una avenida más ancha; a lo lejos brillaban las letras AL CENTRO. Sin embargo, esto no significaba probablemente el centro de la ciudad. Me dejé llevar. Fuera cual fuese el fin de esta aventura, por fin había encontrado una guía, y pensé en el pobre diablo que, tres horas después de mi llegada, seguía buscándome por esta ciudad-estación, preguntando en todos los infors.

Pasamos por delante de locales ya casi vacíos y de escaparates donde grupos de maniquíes representaban siempre la misma escena. Me habría gustado detenerme para ver qué hacían, pero la muchacha caminaba de prisa, taconeando, hasta que vio un rostro de neón, de mejillas rojas y palpitantes, que se lamía los labios con una lengua cómicamente larga; entonces exclamó:

— ¡Oh, bones! ¿Quieres un bon?

— ¿Y tú? — pregunté.

— Claro que sí.

Entramos en una sala pequeña y luminosa. En lugar de techo tenía largas hileras de llamas, que parecían de gas: desde arriba nos alcanzó de repente una oleada de calor; seguramente era gas. En las paredes había pequeñas concavidades con pupitres; cuando nos acercamos a una de ellas, surgieron de ambos lados unos asientos. Parecían salir de la pared, al principio incompletos, como capullos, que después se abrían en el aire, tomaban forma y se inmovilizaban. Nos sentamos el uno frente al otro; la muchacha golpeó con dos dedos la superficie de metal de la mesa y de la pared saltó una pequeña mano metálica; soltó ante cada uno de nosotros un plato de postre y, en dos rapidísimos movimientos, los llenó de una masa blanca, que a su vez fue cubierta por una espuma marrón; entonces los platos también se oscurecieron. La muchacha enrolló el plato, que en realidad no lo era, y empezó a comer como si se tratara de un pastel.

— Ah — dijo con la boca llena —, no sabía que estaba tan hambrienta.

Hice lo mismo que ella. El sabor del bon no me recordaba nada de lo que había comido en mi vida. Al morder, era crujiente como una galleta, pero en seguida se deshacía y derretía en la lengua; la masa marrón de que estaba relleno era muy picante. Pensé que no me costaría acostumbrarme a los bones.

— ¿Quieres más? — pregunté cuando hubo terminado. Ella sonrió y negó con la cabeza. Al salir, metió un momento las manos en un pequeño nicho embaldosado que despedía vapor.

La imité. Un viento cosquilleante me rodeó los dedos; cuando retiré las manos, estaban secas y limpias.

Entonces subimos por una escalera automática. Yo ignoraba si aún continuábamos en la estación, pero me avergonzaba preguntarlo. Me condujo hasta una pequeña cabina practicada en la pared; no estaba muy iluminada y tuve la impresión de que encima pasaban trenes, ya que el suelo temblaba. Durante una décima de segundo reinó la oscuridad, algo respiró profundamente bajo nuestros pies, como si un monstruo metálico vaciara sus pulmones, y entonces volvió a haber luz y la muchacha empujó la puerta.

Era realmente una calle. Estábamos completamente solos. Al borde de ambas aceras crecían pequeños arbustos podados; un poco más lejos había una apretada hilera de vehículos negros y aplanados. Un hombre salió de la sombra y se metió en uno de ellos; no le vi abrir ninguna puerta, desapareció simplemente y, sin embargo, el vehículo partió a tal velocidad, que el hombre debía ir casi echado en el asiento. No vi ninguna casa, sólo una carretera lisa, cubierta de franjas de metal mate; en los cruces temblaban luces rojas y anaranjadas, que pendían sobre el empedrado y recordaban un poco los modelos de reflectores del tiempo de la guerra.


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