Calló.
— ¿Por qué no contestas?
— Porque no comprendes nada. No sé cómo explicártelo. No quiere decir nada, ¿entiendes…?
— Ya. No quiere decir nada — repetí, levantándome. No podía seguir sentado allí, y casi salté… sin darme cuenta. Etta se estremeció —. Perdona — murmuré, y empecé a pasear por el cuarto. Tras la pantalla de cristal se veía un parque bajo el SD! matutino; por una avenida, entre árboles de hojas de un tono rosa pálido, paseaban tres muchachos en mangas de camisa, y las camisas brillaban como armaduras —. ¿Hay matrimonios?
— Naturalmente.
— ¡Entonces no entiendo nada! Explícame esto. Dime: ves a un hombre que te gasta, y, sin conocerle, inmediatamente…
— ¿Qué hay que explicar aquí? — interrumpió ella, enojada —. ¿De verdad en tu tiempo…, entonces…, una chica no podía llevar a un hombre a su habitación?
— Sí, claro que podía, y también con la idea de…, pero no a los cinco minutos de haberle visto…
— Entonces, ¿después de cuántos minutos?
La miré. La pregunta era completamente en serio. Claro, no podía saberlo; me limité a encogerme de hombros.
— No sólo se trataba de tiempo, sino que…, sino que primero tenía que ver algo en él, conocerle, amarle, y entonces iban a…
— Espera — me dijo —, por lo visto… No entiendes nada. Yo te he dado brit.
— ¿Qué es brit? Ah, esa leche… ¿Y jué?
Soltó una carcajada y se retorció de risa. Entonces se contuvo de repente, me miró y enrojeció como un tomate.
— Así que pensaste que yo…, pensaste que…, ¡ah, no…!
Me senté. Los dedos me temblaban, tenía que entretenerme con algo. Saqué del bolsillo un cigarrillo y lo encendí.
Ella abrió mucho los ojos.
— ¿Qué es eso?
— Un cigarrillo. ¿Acaso no fumas?
— Lo veo por primera vez; de modo que esto es un cigarrillo. ¿Cómo puedes inhalar así el humo? No, espera, lo otro es mucho más importante. El brit no es leche. Ignoro qué contiene, pero a un extraño se le da siempre brit.
— ¿A un hombre?
— Sí.
— ¿Por qué?
— Porque entonces se porta, tiene que portarse, bien. Mira, tal vez un biólogo podría explicártelo.
— Al diablo con el biólogo. ¿Quieres decir que el hombre que toma brit no puede hacer nada?
— Naturalmente.
— ¿Y si se niega a beber?
— ¿Cómo puede negarse?
Aquí terminó toda posibilidad de entendimiento.
— No puedes obligarle — aduje con paciencia.
— Sólo un loco no querría beber — repuso lentamente —. No he sabido nunca de un caso semejante.
— ¿Así que es una costumbre?
— No sé qué contestar a eso. ¿No es también una costumbre no ir desnudo por la calle?
— Sí. Bueno, en cierto modo. Uno puede desnudarse en la playa.
— ¿Quedarse desnudo? — inquirió con interés repentino.
— No, con un traje de baño; aunque en mi tiempo había semejantes grupos de personas. Se llamaban nudistas.
— No sé. No, es otra cosa. Yo creía que todos erais…
— No. ¿De modo que esta bebida es… como ir vestido? ¿Igual de necesario?
— Sí. Cuando… dos personas están juntas.
— Ya…, ¿y después?
— ¿Cómo, después?
— ¡La segunda vez!
Esta conversación era completamente idiota y me sentía incómodo manteniéndola, ¡pero de algo tenía que enterarme!
— ¿Después? Depende. A muchos se les da siempre brit.
— ¿Como si fueran calabazas?
— ¿Qué es eso?
— Nada. Y cuando una muchacha visita a alguien, ¿qué pasa?
— Entonces él lo bebe en su casa.
Me miró casi con compasión. Pero yo insistí:
— ¿Y si no tiene?
— ¿Brit? ¿Cómo no va a tenerlo?
— Pues porque se le haya terminado. O puede fingirlo.
De nuevo empezó a reír.
— Conque era eso…, ¿creías que guardo todas esas botellas en mi casa?
— ¿Ah, no? ¿Dónde, entonces?
— No tengo la menor idea de su procedencia. ¿Había en tu tiempo cañerías de agua?
— Sí — contesté de mal humor. Claro, también era posible que no las hubiera; quizá yo había subido al cohete directamente desde la selva. Estuve furioso unos momentos, pero me dominé en seguida; al fin y al cabo, no era culpa suya.
— En tal caso, ya sabías el camino que sigue el agua antes de…
— Ya entiendo, no hace falta que termines la frase ¿De modo que se trata de una medida de precaución tan importante? ¡Muy cómico!
— No me lo parece en absoluto — replicó —. ¿Qué es eso tan blanco que llevas debajo de la chaqueta de lana?
— Una camisa.
— ¿Qué es eso?
— ¿No has visto nunca una camisa? Es ropa blanca, de nylon.
Me subí la manga y se la enseñé.
— Interesante — opinó.
— Otra costumbre — repliqué, desorientado. De hecho, en el ADAPT me habían aconsejado que no me vistiera como cien años atrás, pero yo no hice caso. Era preciso reconocer que tenían razón: para mí el brit era lo mismo que para ella una camisa. Al fin y al cabo, nadie obligaba a la gente a llevar camisa y, sin embargo, todos la llevaban. Con el brit pasaba lo mismo —. ¿Cuánto dura el efecto del brit? — quise saber.
Se ruborizó un poco.
— ¿Tanta prisa tienes? Aún no lo sabemos seguro.
— No he dicho nada malo — me defendí —. Sólo quería saber… ¿Por qué me miras así? ¿Qué tienes? ¡Nais!
Se levantó con lentitud. Se quedó detrás del respaldo.
— ¿Cuánto tiempo has dicho? ¿Ciento veinte años?
— Ciento veintisiete. ¿Por qué?
— ¿Fuiste…, fuiste… betrizado?
— ¿Qué es eso?
— ¿Lo fuiste o no?
— No tengo la menor idea de qué es eso. Nais…, ¿qué tienes?
— No, seguro que no — dijo en un susurro —. De otro modo lo sabrías…
Quise acercarme a ella. Levantó los dos brazos.
— ¡ No te acerques! ¡No! ¡ No! ¡Te lo ruego!
Retrocedió hasta la pared.
— Tú misma has dicho que el brit…, ya me siento. Mira, ya estoy sentado, tranquilízate.
¿Qué es esta historia del be…? ¿Cómo era?
— No lo sé con exactitud. Pero se betriza a todo el mundo. En seguida después del nacimiento.
— ¿Cómo?
— Se les inyecta algo en la sangre.
— ¿A todos?
— Sí. Porque…, sin eso, el brit… no produce efecto alguno. ¡No te muevas!
— No seas ridícula. — Apagué el cigarrillo —. No soy una fiera salvaje… No te enfades, pero me parece que aquí estáis todos un poco locos. Este brit… es como querer esposar a toda la humanidad sólo porque tal vez uno de sus miembros puede ser un ladrón. Hay que tener un poco de confianza…
— Tú sí que estás loco. — Parecía algo más repuesta, pero no se sentó —. ¿Por qué, entonces, te ha indignado tanto que reciba a extraños en mi habitación?
— Esa es otra cosa muy diferente.
— No veo la diferencia. ¿Así que es seguro que no te betrizaron?
— Seguro que no.
— ¿Y ahora? ¿Después de tu regreso?
— No tengo idea. Me pusieron diversas inyecciones. ¿Por qué es tan importante?
— Lo es. Inyecciones, ¿eh? Me alegro. — Se sentó.
— He de pedirte algo — dije tan serenamente como pude —. Tienes que explicarme…
— ¿Qué?
— Tu miedo. ¿Temías que me lanzara sobre ti, o qué? ¡Esto no tiene sentido!
— No. Pensándolo racionalmente, no. Pero ha sido muy fuerte, ¿sabes? Como un shock.
Nunca había visto un hombre que no…
— ¿Acaso se nota?
— Ya lo creo que se nota. ¡Y cómo!
— Dímelo. ¿Corno?
Guardó silencio.
— Nais…
— Pero…
— ¿Qué pasa?
— Tengo miedo…
— ¿De decirlo?
— Sí.
— Pero ¿por qué?
— Lo comprenderías si te lo dijera. Porque, verás, el brit no puede betrizarte. El brit sólo tiene… un efecto secundario. Se trata de otra cosa. — Palideció y sus labios temblaron.
«¡Vaya mundo! — pensé —. ¡Vaya mundo éste!» — No puedo. Tengo un miedo espantoso.
— ¿De mí?
— Sí.
— Te juro…
— No, no… Te creo, pero… No. ¡No puedes comprenderlo!
— ¿Por qué no me lo explicas?
Algo en mi voz debió ayudarla a vencer su temor. Su rostro se serenó. Vi en sus ojos la magnitud del esfuerzo.