El Doliente
"Ya vuelve Ruy Pérez", dijeron en un susurro los labios resecos del rey; y sus párpados cayeron de nuevo sobre las dilatadas pupilas. Horadando el espeso rumor de la aceña, le había llegado a los oídos desde el bosquecillo el son de una trompa de caza, insinuado apenas, luego ahogado en el agua. Aguardaba ahora el chapoteo de los caballos sobre el fango; enseguida, el ruido de sus cascos amortiguado por las hojas secas de la calzada; y, en fin, sus pisadas batiendo con tintineo metálico sobre las piedras del patio.
Inmóvil, retrepada la cabeza, brazos y piernas extendidos, el rey esperaba con paciencia infinita. Allá, el trajín de las cuadras, el chirriar de goznes y cerrojos, el confuso, irritado barullo de una disputa; y, por último, cada vez más cercanos en la escalera, los pasos de su montero. No bien lo tuvo ante sí, preguntóle don Enrique:
– ¿Me dirás, Ruy Pérez, qué le ha pasado a mi yegua alazana, que viene renqueando?
Sin darle respuesta, cerró calmosamente el montero la puerta de la cámara, y alzó ante el lecho de su señor una garza hermosa que había cobrado. Dejó caer luego el trofeo en una banqueta, y contestó:
– ¡Nada fue, señor! Se clavó una espina en la mano izquierda; ya el albéitar la está curando. Mas ¡qué pronto conoció mi señor que era su yegua!
– ¡Ah, Ruy Pérez, maldito! El día entero cabalgar y cabalgar. ¿Para qué?
Una débil llama de furor incorporó al rey en su catre: izado sobre un seco brazo cuyo codo se hincaba en el jergón, arqueó el torso e irguió la frente. Pero enseguida tuvo que desistir del esfuerzo: la cabeza se le desplomó de nuevo en el cabezal.
Entonces rebulló en su rincón el ama Estefanía González, que en toda la tarde no se había movido, y acudió a embozar a don Enrique. Sus manos ágiles arreglaron los pliegues de la frazada, el pelo húmedo en la frente ardorosa del enfermo. Este le mandó una sonrisa lastimera: "¡Viejecilla loca, madre Estefanía!" Y se quedó sosegado, mientras se retiraba a su sitio sin pronunciar palabra. Le bastaba al rey la presencia, la mera y muda presencia del ama Estefanía, cuyos pechos nutrieron su flaca infancia, para sentirse sostenido. Era algo como una renovación de las raíces de la vida, como el reflujo de aquellas oleadas calientes que, veintiún años atrás, enviaba a su cuerpecillo de recién nacido, con el golpe de la leche, el cuerpo recio de la mujerona. ¡Ay! ¿Quién, por aquel entonces, hubiera podido imaginarse lo que sobrevendría corridos breves años? Nunca se pudo averiguar en la Corte el maleficio; pero el caso es que, a un tiempo mismo, con diferencia de días, una calentura maligna calcinaba los huesos del rey niño, arruinando para siempre su salud, y la nodriza sufría un envejecimiento prematuro: la que era fresca y graciosa perdió de pronto la lozanía y el seso; consumiéronse los miembros, y comenzó a desvariar… Dicen que, al verla en tal miseria, su otro hijo -el verdadero, el hijo de la carne, aquel Enrique González que había crecido en los patios del castillo protegido de los extremos de la befa por el ceño del rey, siempre dispuesto a cubrir con su autoridad la indefensión de su hermano de leche-; dicen que este desdichado Enriquillo González se dio a reír con un raro júbilo cuando vio a su madre caída en la demencia, como si quisiera dar a entender que la recuperaba y se reunía con ella en esas tinieblas, después de haberse sentido descastado, privado de su natural alimento, relegado y preterido en beneficio del infante real. El infante, en cambio, había llorado en su cama, tapada la cabeza con el cobertor, durante horas enteras, en la congoja de sentirse abandonado por su aya, que se iba de sí cuando más falta le hacía… Pero hubo de resignarse, y pronto halló consuelo. Cierto que, enajenada, ya no era la misma, que ya no era apenas sombra de lo que había sido: ni gobernaba la casa, ni la animaba con sus decires como antes; pero siguiera estaba ahí, permanecía junto al doliente, quieta y silenciosa, haciéndole compañía. Y sólo cuando, alguna vez, prorrumpía en gritos inhumanos, era menester sacarla de la cámara y llevarla a encerrar en una torre. Pero esto acontecía muy de tarde en tarde, cada vez con menos frecuencia, y hasta parecía que ya por último el mal quisiera abandonarla…
Volvió, pues, la vieja a sentarse en su escabel, junto a la ventana, mientras que, por su parte, Ruy Pérez se dejaba también caer en el banco, apartando un poco la garza que le había ofrecido al rey. Estiró las fatigadas piernas y, tras una pausa, notificó a don Enrique:
– Señor, hoy he sabido algo que me da pesadumbre: Alonso Gómez, con toda su gente, ha entrado al servicio del obispo don Ildefonso.
– ¿Eh? ¿Cómo lo supiste? ¿Será cierta la noticia? -Conocía muy bien el rey que no podía dejar de serlo; más de una vez se había inquietado, durante los meses anteriores, por la dilatada ausencia de su vasallo, esquivo y huidizo, y si nunca había preguntado, era porque temía saber. Pero la desolación de su alma buscó todavía un apoyo en las dilaciones de la duda-: ¿Es cierta la noticia? -repitió con desmayo. Y luego, sin aguardar confirmación, su boca se amargó con el comentario-: ¡Dios me valga: otra deslealtad!
Pero el montero no le consintió escaparse en el alivio de la queja:
– Señor, a Alonso Gómez son ya los sueldos de tres años corridos los que se le están debiendo…
– También a ti, Ruy Pérez, también a ti se te deben tus sueldos, y aún no me has abandonado.
– Señor: si abandonáis a vuestra gente, siendo el rey ¿cómo pensáis que los vasallos no os abandonen?
Nada replicó don Enrique. En el silencio de la cámara se podía percibir su respiración ansiosa. Entornó los ojos, y ya quería refugiarse en el sueño cuando le volvió a acosar la voz áspera de su montero refunfuñando:
– No, no ha de faltarles cuidado a los halcones del rey de Castilla mientras Ruy Pérez tenga vida. Falta, sí, que el rey mismo no nos falte a nosotros…
Sintió poco después don Enrique el golpe de la puerta que se cerraba a espaldas del montero, las pisadas que se perdían escaleras abajo; y nada más. Pasó un rato. Comenzaba otra vez a quedarse traspuesto -los martillazos falsos de la herrería, el acre olor a pezuña cercaban sus adormilados sentidos- cuando un perro, saliendo de bajo su cama, se acercó a olisquear su mano que colgaba fuera de la sábana. Crispada al contacto húmedo del hocico, la mano del rey se levantó despacio para acariciar la cabeza del animal; pero tanteó en el aire sin tropezarla; el perro se había alejado ya para ir a olfatear la garza abandonada sobre el banco.
– ¡Ay! ¡Ay! Este mal, yo lo llevo prendido como se prende el alano a la oreja del jabalí, y no puedo arrancármelo del cuero… Y ¡qué duro es para un enfermo este invierno en tierras de Burgos! -consideraba a media voz don Enrique, haciendo queja de sus reflexiones-. Todo parece muerto; muerto y sepultado y olvidado para siempre. Y yo, ¡pobre de mí!, yo, el rey de Castilla, ¿habré de consumirme en esta cama de mis tormentos? Mis miembros están entumecidos… -prosiguió el lamento tras una pausa, dirigiendo ahora hacia Estefanía la quebrada voz-. Di, nodriza: ¿no me haría bien levantarme un rato, mudar de postura? -Y luego, impaciente-: ¡Dime, contesta! Nunca me resigno a creer que no me entiendas, quieta ahí como una piedra, como piedra astuta que mira sin decir nada…
Un leve rubor de ira coloreó por un momento las pálidas mejillas, para desvanecerse de inmediato. Apartando las cobijas, sin ayuda, con un tirón nervioso, se echó del lecho y, vacilante, fue a acomodarse en el gran sillón instalado junto a la ventana. Entonces sí acudió el aya a tenderle un manto sobre los hombros y a remeter luego sus bordes alrededor del cuerpo arrebujado.
– Me arropas, me envuelves como a una criatura. Eso sabes hacerlo. Eso es lo que de ti resta, nodriza; y eso es también, ¡ay!, lo que resta de mí.
Se sumió la voz del rey entre los ruidos fatigosos que salían de su pecho. A poco, también comenzó a apagarse su agitación y quedó en fin sosegado, perdida la vista en la ventana. Desde su asiento divisaba el patio solitario, confinado por un recio muro sobre cuyo borde asomaban sus ramas una hilera de chopos, desnudos de follaje. Arriba, el cielo cerrado. Y al fondo, en un rincón del patio, una tabla que se pudría en la humedad… Cansado, recogió don Enrique los distraídos ojos y dejó caer la mirada sobre sus flacas manos, acostadas en el regazo. "Hoy Ruy Pérez me ha traído una garza -barajaba, indolente, su pensamiento-; una espléndida garza: ahí está. ¡Garza real!… ¿Qué día será hoy? El día se acaba; ya cae la tarde; cae."
En esto, la bien conocida risa de su hermano de leche, la risa del Enrique González, estalló fuera y atrajo de nuevo hacia el patio la atención del rey. Helo ahí, chanceando con un mozo de cuadra. El mozo llevaba un saco al hombro, y Enrique González le ha tirado del brazo hasta hacerle perder el equilibrio. Y mientras el hombre, rehaciéndose, blasfema e intenta limpiarse el barro de la mano sobre la pelambrera del idiota, éste alza en sus brazos fornidos el saco: fuerzas le sobran para echárselo a la espalda y, así cargado, correr hacia el establo, ante el mozo de cuadra que, medio furioso medio divertido, sigue su contoneo. Uno tras otro, han desaparecido ambos por la puerta del fondo, y ya no queda en el desierto patio sino la fila de pisadas, interrumpida por el resbalón fangoso en un remolino de huellas. Don Enrique se ha quedado pensando en ese muchachote que tiene su misma edad, pero que ha crecido tanto, tanto, y cuyas manos enormes nunca cesan de moverse y agarrarlo todo. "Vedlo ahí, en la nieve y en el frío -cavila-, rebosante de energías; de aquí a poco rato saldrá para echar sus reteles en las acequias, y volverá muy ufano con las manazas enrojecidas por los alfilerazos del hielo, y llena de cangrejos la alforja; se sentará junto a la chimenea, los hervirá en un pote; no entenderá las pullas de los mozos y, sin responderles, seguirá chupando sus cangrejos hasta que, por último, quiera tumbarse a dormir en un rincón de la cocina. Y dentro de diez, de veinte, de treinta años seguirá, haciendo lo mismo. Lo mismo que hoy, resonarán entonces sus risotadas en el patio. Hasta que Dios lo disponga… ¿Y yo?, ¿cuándo seré llamado al seno de Dios? Pues yo, ¿qué hago yo? Dar vueltas en esa cama y darle vueltas en el magín a las cosas que no tienen compostura. Así, hasta que Dios quiera. ¿No valdría más?… "
Exasperado, prendió el cordón de la campanilla y lo sacudió con estrépito; luego, caídas las manos y la vista clavada en la puerta, se quedó aguardando. Pasos ligeros en la escalera anunciaron la llegada de un paje.