– En ningún teatro -dijo Norma-. Fue en el parque Güell. Ya éramos novios. Estábamos hablando del patriotismo de mis padres, de cómo me habían educado en el amor a Cataluña y a la senyera, y de repente me besó en la boca. Fue un beso larguísimo, y mientras duró, sin despegar en ningún momento su boca de la mía, me recitó el Cant espiritual de Maragall. Era capaz de recitar las obras completas de mossén Cinto mientras besaba.
– ¡Hija, qué asco! -dijo Mireia.
– Babas y poesía patriótica -dijo Ribas-. A Norma siempre le gustó ese cóctel.
La cabeza rizada del limpiabotas oscilaba delante de las rodillas de Norma con una cadencia dulce y furtiva. Norma observó las manos de seda amarilla afanándose con sus zapatos. Viendo a este murciano tuerto y renegrido echado a sus pies, agobiado por una vida oscura y un trabajo oscuro, sintió de pronto un fuerte impulso de acariciar sus cabellos. La voz de Mireia, a su lado, la volvió en sí.
– Cuando Norma le conoció, tocaba el violín en una orquesta, ¿verdad, Norma?
– Ninguna orquesta -intervino Georgina-. Había trabajado desde muy jovencito en las varietés, recitaba poesías de Rafael de León con acompañamiento musical… Figúrate.
– Era un mangante -dijo Totón.
Arrodillado, la nuca sobre los hombros como si no tuviera cuello, Marés consideró desdeñosamente el hecho de que hablaran de él como si ya estuviera muerto.
Norma notaba los embates del cepillo en la puntera del zapato, golpeando sin ritmo. Volvió a mirar la cabeza de ensortijados cabellos que rozaba sus rodillas, y se oyó decir:
– ¿Por qué no hablamos de otra cosa?
Cuando se abría la puerta de la calle entraba la algarabía de las Ramblas con su incesante desfile de antifaces y máscaras. Delante del Liceo, una muchacha con trenzas y falda agitanada tocaba el violín con una senyera sobre los hombros, y un borracho con una botella en la mano daba vueltas en torno a ella.
Desde hacía un rato, Ribas observaba el quehacer torpe y soterrado del limpiabotas. Le dio a Totón con el codo.
– ¿Tú crees que ésa es manera de darle al cepillo? -dijo en voz baja.
– Qué más quieres, con un solo ojo…
– El otro pie, zeñora, tenga la bondad -ronroneó el limpiabotas sin alzar la vista.
Norma quitó el pie del soporte y puso el otro, sin apartar los ojos de la soberbia cabeza rendida ante su rodilla de puta parisina. Notó las manos apresuradas del limpiabotas sobando los tobillos y el empeine del pie, y notó un repentino calor en la pierna y acto seguido en la cara interna del muslo, subiendo, y después un escalofrío en las corvas. Se miró el zapato verde recién lustrado pero lo vio igual de deslucido que antes. En este momento Georgina, a su lado, la cogía suavemente del codo:
– Me han dicho que si le vieras por la calle, no le reconocerías.
– Ni ganas.
– Todos hemos cambiado -dijo Mireia.
– Será que no representa la edad que tiene. -Norma se quedó pensativa y añadió-: Nunca ha representado lo que realmente es, ese hombre.
– Le han visto por ahí hecho un paria, un vagabundo, tirado en las escaleras del metro con un cartel que dice tengo hambre y estoy solo en el mundo, o algo así.
– Han pasado muchos años de lo nuestro, y no tengo el menor interés en volver a verle -dijo Norma-. Aunque, si supiera en qué esquina para, me gustaría echarle una ojeada desde lejos…
– A mí también me han llegado noticias -dijo Ribas-. Parece que toca la flauta con los pies y rasca una botella de anís del Mono con una cuchara…
El detalle estremeció a Norma.
– No dices más que burradas, Eudald.
Ribas hizo un gesto de impotencia y comentó dirigiéndose a Tassis y a Totón:
– Norma nunca se enteró de nada respecto a ese pobre huerfanito. Jamás supo quién era, de dónde provenía ni qué intenciones llevaba. El amor es ciego, realmente.
– Se encaró con Norma sonriendo y pellizcó amistosamente su barbilla, y ella hizo un gesto esquivo-. ¿Sabías que era hijo de una artista de varietés medio chalada?
– ¿Y qué?
– Te estás pasando, Eudald -dijo Mireia.
– Cuando nos conocimos, su madre ya había muerto -dijo Norma, evitando todo el tiempo que sus ojos se encontraran con los de Ribas-. Y en todo caso, él no me lo contó así…
– Bueno, tampoco es para avergonzarse -dijo Mireia, y rodeó los hombros de Norma con su brazo como si quisiera protegerla de los sarcasmos de Ribas-. Yo lo único que sé es que cuando le dejaste estaba loco por ti.
– Di que sí, chica -entonó Georgina con su fonética nasal-. Nunca vi a nadie tan enamorado.
– Conste que me caía bien -afirmó Ribas-. Aunque siempre estaba representando alguna farsa… Ahora resulta que ese amor contrariado le ha llevado a la mendicidad. ¡Vaya por Dios! ¡Pobre infeliz!
Al limpiabotas fulero se le cayó el cepillo al suelo y pareció aturullarse. Norma notó que le manoseaba el pie. El hombre cogió la gamuza con ambas manos y empezó a frotar la puntera del zapato con gestos inseguros y desmañados. La gamuza se deslizaba hacia el empeine del pie, y los vigorosos frotamientos en la piel, apenas atenuados por la media, acaloraban a Norma.
– Tenga cuidado, le está sacando brillo a mi pie.
Ribas, que ya había constatado la impericia del limpia, dijo:
– ¿Es usted nuevo en el oficio, camarada?
Marés carraspeó, la cabeza siempre gacha, y habló con la voz ronca, infectada de parásitos y de flemas:
– No me regañe uzté, no m'atosigue, zeñó, que hago lo que puedo. Y uzté perdone, zeñora. -Lanzó a Norma una rápida mirada con el ojo destapado y volvió a inclinar la cabeza-. Pero es que me s'han torcío las cosas y estoy mu malamente de dinero y m'he tenío qu'espabilar con el betún y el cepillo… Yo no había cepillao un zapato en mi vida. No lo tengo entoavía mu por la mano, pero le juro a uzté que estos zapatitos se los voy a dejar como los chorros del oro. Digo, unos zapatos verdes tan requetebonitos. Y si no le gusta cómo quedan, pues me da uzté la voluntá y aquí no ha pasao na…
Norma le escuchaba con la boca ligeramente entreabierta y el labio superior perlado de sudor. No podía apartar los ojos de la nuca del limpiabotas, allí donde el pelo ensortijado era ceñido por la cinta negra de goma elástica que sujetaba el parche sobre el ojo. Volvió a sentir la araña del escalofrío subiendo por la tibia hendidura de sus muslos apretados.
– No se apure usted -dijo-. Lo está haciendo muy bien, y además no tenemos prisa.
Pidió a Ribas que le llenara otra vez la copa, mientras Mireia volvía al tema de Joan Marés y su triste caída en el arroyo y la mendicidad. Teniendo en cuenta lo enamorado que estuvo, costaba entender que se hubiera esfumado tan radicalmente y que nunca más se pusiera en contacto con Norma.
– Lo intentó hace tiempo, pero yo nunca quise volver a verle -dijo Norma-. Y hablando de otra cosa. ¿Cuándo vendrás a recogerme a la oficina para comer juntas?
– Pero ¿dónde está esa oficina?
– Con su permizo -dijo el limpiabotas-. E zólo un momento…
Impunemente, porque nadie estaba pendiente de él, había descalzado a Norma de un pie, y, para no ensuciarle más la media, frotaba el zapato sujetándolo en el aire con la mano. Tampoco mediante ese sistema mostraba más oficio. Norma apoyó el pie liberado del zapato en el soporte de la caja de betún y desperezó los dedos. A través de la trama negra de la media, él pudo observar la laca roja de las uñas de los dedos. La visión de la diminuta uña del sonrosado dedo meñique, pueril y dormido bajo la gasa negra, le enterneció súbitamente de tal modo, haciéndole evocar delicias domésticas que en su momento no supo valorar, que sintió ganas de reclinar la cabeza en las rodillas de Norma y echarse a llorar. Abrumado ahora bajo el peso de la impostura, oía hablar a Norma de su trabajo para el Departamento de Cultura de la Generalitat, un estudio sobre lengua e inmigración en Cataluña que realizaba la Dirección General de Política Lingüística, y su voz era dulce y nasal y le hizo pensar en el sol sobre las flores, en el zumbido del verano sobre el vasto jardín descuidado de Villa Valentí… Por las mañanas, según ahora le explicaba a Mireia, Norma solía acudir a las oficinas del Palau Marc de la calle Mallorca, donde a veces le divertía atender por teléfono las consultas de los charnegos sobre la actual Campaña de Normalización Lingüística. Volvió a calzar el pie, sobándolo cuanto pudo, y lo acomodó nuevamente en el soporte. En este momento, viéndole quieto, Ribas se inclinó sobre el oído de Norma y le dijo: