La habitación era pequeña y limpia. El viejo empapelado de las paredes aguantaba bien. Una cama, un armario, un lavabo empotrado en la pared, dos sillas, un perchero de pie.
– Antes tenía algunos estudiantes -prosiguió la vieja-, pero cuando abrieron la residencia de la Travessera, todos se fueron… ¿Y tú qué has hecho tantos años en Alemania? ¿Has ganado mucho dinero?
– Tengo algunos ahorrillos.
– Cuando murió tu padre y tu pobre madre regresó a Granada, estuve a punto de coger a mi nieta y marcharme yo también. Cuanto más vieja me hago, más encuentro a faltar el pueblo.
– ¿La muchacha que me atendió es su nieta?
– Hija de Concha. ¿Te acuerdas de mi hija Concha? Se casó y murió de parto. Su marido se fue con otra a los seis meses dejándome a la niña, y no hemos vuelto a verle. Aquí no hemos vivido más que desgracias, hijo.
– ¿Es ciega de nacimiento?
– No. De que tenía trece años. Tuvo una bajada de calcio o no sé qué, estuvo en coma quince días y se quedó ciega. Pero no veas, se desenvuelve en la casa mejor que yo. Le gusta mucho la televisión… Se llama Carmen. Si quieres verla contenta, dile que es bonita. Eso y las películas, lo que más le gusta. -No paraba la vieja de hacer cosas: arreglarse la horquilla del pelo, alisar la colcha de la cama, abrir el armario ropero, pasar un paño por la mesilla de noche-. Estoy muy preocupada con esa niña. Es algo que me angustia. Yo soy toda la familia que le queda, y cuando yo falte, ¿quién se ocupará de ella? Es una chica muy buena, pero necesita mimos, mucha compañía. -Algo enturbió sus ojos, suspiró-. No sé por qué te cuento todo eso…
– Porque uzté e mu güeña, zeñora Lola, y porque yo soy su amigo.
– Veo que no te han cambiado tanto en Alemania, aún tienes aquel acento que te trajiste del pueblo. ¿Y en qué trabajabas, en Alemania?
– Vendedor de persianas venecianas.
– ¿Y no te has sentido muy solo todos estos años?
Vio asomar una repentina tristeza en los ojos de la mujer, y de repente se sintió vulnerable, indefenso.
– Sí, la verdad es que sí.
– ¿Qué te pasó en el ojo?
– Un accidente laboral…
La señora Lola suspiró y dio por terminado su examen de la habitación.
– En fin, olvidemos las penas. ¿Te gusta el cuarto? Te haremos una rebaja porque eres tú… ¿Te quedas a cenar?
– Otro día. Ahora me voy. He estao viviendo en casa de un amigo y tengo que ir a recoger algunas cosillas. A lo mejor no vuelvo hasta mañana.
– Como quieras. Estás en tu casa, hijo.
Ahora, apoyando ambas manos y la barbilla en el palo de la fregona, la vieja le miraba con alegría sincera, y admiraba su traje de americana cruzada y su apostura, su bigote y su parche negro en el ojo, sonriendo complacida. Y él se le acercó, le puso las manos en los hombros y la besó en la frente. Gracias, zeñora Lola, dijo. Como siempre, no tardaría ni diez minutos en arrepentirse de esa debilidad. Tú a lo tuyo y corta el rollo, se dijo mientras bajaba animosamente las escaleras, estas cosas sólo las haría el pelma de Marés.
8
No vio a la muchacha ciega en recepción. En una salita contigua, un televisor emitía destellos en la penumbra. Marés se asomó. Era una película antigua, una familiar sinfonía de grises: mujeres con ceñidos vestidos de lame rodeaban a un hombre con smoking, elegante y parlanchín, en un cabaret fúlgido y espejeante. Sentada en una mecedora con la cabeza erguida, las rodillas juntas y las manos yertas en el regazo, Carmen recibía la luz parpadeante del televisor y prestaba toda su atención a los diálogos del film. A su lado, en una butaca profunda, un viejo liaba un cigarrillo con parsimonia.
– ¿Qué hacen ahora, señor Tomás? ¿Dónde están? -preguntó la muchacha volviendo un poco la cara hacia el viejo.
– Están en una fiesta -dijo el señor Tomás con desgana, y siguió liando el cigarrillo-. Eso parece.
– Pero ¿él qué hace? ¿Con quién está?
Mal que bien, gruñendo, porque su interés por la película era nulo, el viejo atendía a lo que pasaba en la pantalla e iba contestando a las preguntas de ella. Era un hombrecillo rechoncho y pulcro, de canoso pelo de cepillo y ojos saltones. Marés permaneció un rato en el umbral y pudo observar cómo se las apañaba para contarle a la ciega determinadas escenas de mucho movimiento. En cierto momento, la muchacha adivinó una presencia a su espalda e irguió aún más la cabeza. Pero la voz metálica del protagonista parecía tenerla subyugada y no dejó que nada distrajera su atención. Por su parte, el señor Tomás no terminaba de liar su cigarrillo. Marés tuvo de pronto la agradable sensación de que en esta casa el tiempo se había parado.
– ¿Cómo es, qué aspecto tiene? -dijo la muchacha con una tímida sonrisa-. ¿Cómo es ese hombre, señor Tomás?
El viejo contestó con evasivas, enfurruñado, y balbuceó unas palabras, «buen mozo, simpático», atento al cigarrillo que no acertaba a liar con manos temblorosas.
El impostor Faneca recostó el hombro en la puerta de la salita y dijo, suavizando el acento andaluz:
– Es un hombre de unos treinta y cinco años, moreno, con bigote y hoyuelos en las mejillas. Es muy elegante. Sonríe por un lado de la boca con aire socarrón y levanta la ceja al mirar a las mujeres. Lleva un parche negro en el ojo derecho y es muy guapo. Las mujeres que le hacen la rosca son fascinantes, pero ninguna es tan bonita como tú, niña…
Carmen dejó pasar unos segundos y luego dijo, sin volver la cabeza:
– Gracias, señor. -Y siguió escuchando la película.
Faneca sonrió a su propio fantasma y dio media vuelta, dirigiéndose a la calle.
9
Abandonó la pensión con una sensación de aturdimiento. En la calle, bajando, sintió de pronto que perdía pie. Si no me paro me voy a marear, voy a perder el sentido, se dijo: deberías correr a casa y rescatar a ese imbécil de Marés del fondo del espejo. Sus últimas noches en Walden 7 habían sido desoladoras, preñadas de insomnio y de sirenas de ambulancia, presagios de soledad y de muerte.
Cogió un taxi y media hora después estaba en casa. En la cocina encontró una nota de la mujer de la limpieza recordándole que comprara un limpiacristales y una fregona. Se quitó la americana y el parche del ojo, pero no abrió el párpado durante mucho rato. Un solo ojo le bastaba para medir su desventura. Conectó el televisor y daban la misma película que Carmen escuchaba en la pensión: él conduce un veloz descapotable con los cabellos al viento, ella le echa los brazos al cuello y le besa, él cierra los ojos durante el beso, con grave riesgo de estrellar el automóvil: es una cosa tan frágil la felicidad. ¿Quién le contaría eso a la ciega, quién se lo haría ver?
Sentía calor y abrió la ventana a la noche clara y estrellada. Abajo, invisible y tensa, la gran red recogía en silencio las losetas que se desprendían del edificio, ya casi despellejado. Brillaban a lo lejos las luces de Esplugues, la autopista parecía desierta. Remotas y borrosas chimeneas, altísimas, humeaban en las afueras de la ciudad, la noche sudaba los sempiternos afanes del día y no corría el aire, no había modo de salirse de uno mismo y tomarse un respiro. Solamente el falsario ojo verde parecía capaz de acuchillar la noche, desentrañar su falacia. La máscara y la amnesia, ése es el camino… Marés sintió que sobre él se cernían nuevamente la desesperación y la soledad.
Preparó un puré instantáneo y un filete a la plancha y, mientras cenaba, hizo sus cálculos: Norma podía muy bien no presentarse nunca en la pensión -tal vez ya no estaba para aventuras, había cumplido los treinta y ocho, tal vez los charnegos irredentos ya no la enloquecían como antes y se conformaba con su actual amante, ese papanatas monolingüe- o podía presentarse en una semana, o en un par de días, quién sabe; en cualquier caso, tenía que estar preparado. Vamos a suponer que necesito un mes, tanto si me salgo con la mía como si no. A ochocientas pesetas por día significa un gasto mensual de casi veinticinco mil. Eso contando sólo el dormir en la pensión, había que añadir gastos de comidas, taxis y copas… No parecía excesivo. Contaba con sus ahorros, pero, además, si ese cabrón de Marés se avenía a darle al acordeón cada día, cubría gastos de sobra.