La muchacha le hizo pasar a la misma salita que la otra vez. El sol encendía los vitrales, pero en la estancia predominaba la penumbra. El viejo parquet crujía tan agradablemente bajo sus pies, y ese crujido le traía tan gratísimos recuerdos, que prefirió no sentarse. Mientras esperaba hojeó los cuadernos escolares. Eran tres, con las cubiertas grises bastante sobadas y las páginas pautadas llenas de una caligrafía neurótica, pero perfectamente legible. «Menos mal que Marés tiene buena letra», se dijo.

Lo mismo que la otra vez, Norma Valentí le recibió con una chispa de curiosidad en los ojos y una falacia en el trato: no le interesaba tanto lo que traía aquí al personaje como el personaje mismo. Llevaba un ceñido pantalón blanco que realzaba su hermoso trasero y una blusa floreada, iba descalza y un poco despeinada y exhibía un aire juvenil y desmañanado. No apartaba los ojos del charnego tuerto y arrogante y a ratos parecía estar conteniendo la risa.

– Lo leeré esta misma noche -dijo después de agradecer los cuadernos-. Tengo una gran curiosidad… ¿Me trata bien?

– Habla de uzté fabulozamente, con gran sentimiento y doló. Al perderla a uzté, perdió la razón… Pero más que nada, en esos papeles recuerda su infancia.

– Me contó muy poco de su vida. Me casé con un desconocido. Siéntese, por favor.

– ¿Qué le gustaría a uzté saber? -Se sentó muy tieso en la butaca, ladeando un poco la cabeza para verla con el ojo destapado-. Lo sé too sobre este infeliz.

Norma se sentó en el diván replegando las piernas y aceptó el cigarrillo que él le ofrecía.

– Gracias. Por ejemplo, ¿era de verdad huérfano? ¿O es que no quería hablar de sus padres?

– Su madre le daba al morapio una cosa mala, zeñora Norma. Padre no tenía. Mejor dicho, no quería que se supiera que era hijo de un ilusionista.

– ¡Un ilusionista! ¡Qué bonito!

– De bonito, res, maca -se le escapó. ¡Cuidado, imbécil!, se dijo con la voz neutra, y de pronto no supo a quién pertenecía esa voz y se desconcertó, sufrió un amago de vértigo: la memoria del yo se le quedó escindida, en tierra de nadie, durante unos segundos angustiosos.

Ajena al desliz, Norma encendió el cigarrillo con la cerilla de él y luego dijo, pensativa:

– Ya que lo menciona… Ahora veo que, en cierto sentido, Joan heredó muchas cosas de ese… ilusionista.

– Huy, no lo sabe uzté bien. El Juanito Marés que uzté conoció era un cuento chino, un camelo, un personaje fabulozo inventado por un muchacho soñador de la calle Verdi. Un delirio personal del propio Marés.

– Puede ser. Pero el amor que sentía por mí era auténtico. Lo fue desde el primer día.

– Digo. Pero era un desgraciao…

– ¿Era? Habla usted de él como si hubiera muerto.

– Siento como que ha muerto, zeñora. Me da mucha pena, pero las fatigas que está pasando, él se las buscó. Este muchacho era algo así como el timo de la estampita, y ahora lo está pagando. Yo me considero su mejor amigo, el único que le comprende, pero de verdá que no sé cómo ayudarle. Cada día que pasa nos entendemos peor. Yo soy un echao palante, y él es un saborío. -Ladeó la cabeza con cierta coquetería y se ajustó el parche del ojo, luego comprobó la posición de la cinta en la nuca y añadió-: ¿Uzté cree que es normal eso de darle al acordeón en la calle, un día y otro día, y asín hasta que se muera? Compartimos unos recuerdos, eso es to lo que nos une. ¡Hay que ver cómo se ha echao a perder ese muchacho! ¡Un catalán tan guapo, inteligente y cultivao!

– Sí, pero… se tomaba demasiado en serio.

– Hoy es un pingajo en una esquina, una calamidad.

– ¡Qué exagerado es usted! Pero me gusta oírle hablar de Joan, resulta muy divertido -entonó Norma, y con la mano se rascó el empeine del pie. Llevaba las uñas de las manos y de los pies pintadas con esmalte blanco transparente-. ¿Le apetece tomar algo?

– Pues una copita de jerez no vendría mal.

Norma llamó a la doncella y pidió el jerez y dos copas. Después guardó silencio un rato. Ovillada en el diván, abrazada a sus rodillas, miraba al murciano como hipnotizada.

– Hay algo en usted que me tiene intrigada -dijo finalmente-. Creo que, en el fondo, usted no aprecia a Joan.

– Le quiero como a un hermano. Pero me jode ver cómo se está matando.

– Me he preguntado muchas veces qué hizo cuando yo le dejé, cómo se las apañó… Bueno, de qué vivía.

– No le gusta hablar de eso. Según Cuxot, su compañero de fatigas, se puso a hacer reparaciones eléctricas por su cuenta.

– Lo que no me explico es esa caída vertiginosa en la mendicidad, en el arroyo… Quiero decir -añadió Norma, un poco asombrada de sus propias palabras-que no entiendo por qué se vio de la noche a la mañana convertido en un pobre músico callejero.

– Ni él mismo sabe explicarlo. Dice que una mañana, después de levantarse de la cama, en Walden 7, se miraba en el espejo del cuarto de baño, y que el espejo lo atrapó. Eso dice él. Que no podía escapar de allí, del espejo, por más que intentara mover las piernas: como si las tuviera atornillás al piso, oiga. Y dice que estuvo allí mirándose dos horas y media, y que después se vistió con ropas viejas y se puso un par de zapatos destrozados, se compró un acordeón de segunda mano y fue a sentarse en las escaleras del metro, extendió ante él una hoja de periódico y se puso a tocar. Así fue como empezó. ¿Uzté lo entiende? Menda tampoco.

Norma admitió que, en efecto, tenía que haberle pasado algo raro. Una fuerte depresión, seguramente. La doncella trajo el jerez y Norma le sirvió una copa al charnego y luego se sirvió ella, mientras le pedía, un poco excitada, que le contara más cosas de Joan, por favor. Fue complacida durante media hora y tuvo la sensación de que Faneca hablaba de su amigo como si de un fantasma se tratara, una máscara, un impostor. Envuelto en el humo de su cigarrillo, distante y sarcástico, el charnego evocó el barrio y la casa de Marés, la madre alcohólica y sus amigotes de la farándula, el padre desconocido que al parecer no era otro que el Mago Fu-Ching, la niñez rapiñosa y ventrílocua y contorsionista y las actuaciones de El Torero Enmascarado en las varietés del cine Selecto en los años cuarenta, un número de rapsoda que hacía Marés de niño y que consistía en recitar pasodobles y cuplés vestido de torero y con antifaz, tuvo bastante éxito. Y también evocó las fantasías de niños que urdieron juntos, las áureas cúpulas de Villa Valentí y el gran eucalipto del jardín y la verja interminable y las locas carreras con el patín de cojinetes a bolas, la Araña-Que -Fuma y el pequeño teatro de la parroquia, luego las agrupaciones de aficionados de Gràcia, el Orfeó Gracienc y La Violeta, los primeros papeles de galán, la muerte de su madre, el encuentro con Norma en la sala de actos de los Amigos de la Unesco… Hablaba del pasado de Marés con despego, sin afectación alguna, como si se tratara de un hombre al que había estado muy unido alguna vez pero con el que ahora ya no tenía nada que ver.

– Usted es su mejor amigo, no hay duda -admitió Norma.

– Lo fui.

– Si no lo fuera, no sabría tantas cosas de él. -Esperó otro rato, observándole atentamente, y cuando iba a añadir algo él se levantó y dio unos pasos por la salita cojeando levemente, erguido, una mano en el bolsillo y en la otra la copa de jerez, dejándose mirar. Finalmente Norma dijo-: ¿Qué es eso de El Torero Enmascarado?

– Cuando Marés tenía catorce años ya sabía tocar el acordeón y recitaba poesías

– contó él-. Todo lo aprendió de un artista de varietés, un jotero retirado que estuvo viviendo un par de años con su madre y que tuvo por nombre artístico El Maño de los Pies de Oro. El chico había trabajado en el garaje del señor Prats y luego con un electricista, pero lo había dejado y soñaba con dedicarse a algo grande. Por mediación del jotero, que estaba relacionado con el mundo de las variedades, Marés estuvo actuando algunas semanas en los cines Selecto y Moderno, que ofrecían espectáculo al concluir la proyección de películas. Aparecía en los carteles como El Torero Enmascarado y ocultaba su identidad bajo el antifaz, pero en seguida supimos que era él, dijo Faneca. En escena lucía un traje de luces y tocaba el acordeón y recitaba poesías y letras de pasodobles. El chaval gustó mucho, pero hizo una carrera efímera: su madre y el jotero tuvieron la peregrina idea de incluir en su repertorio poesías en catalán y sardanas, y eso propició el fracaso. Un día, en el cine Selecto de la calle Major de Gràcia, el niño torero fue abucheado y su orgullo quedó tan maltrecho que no quiso volver a salir a escena vestido de luces.


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