– Eso es cierto, padre Markus -corroboró el dominico-, y yo soy testigo.
Markus volvió a sonreírles venenosamente.
– Sin embargo, tuvieron que inclinarse ante mis órdenes, ¿eh? Bien, si quieren quejarse, redacten un informe por triplicado y mándenlo a Nuevo Vaticano. A mí me importa un bledo.
El vehículo se detuvo y cesó el susurro de la arena sobre la carrocería. Los viajeros examinaron el exterior por una portilla.
Se hallaban resguardados en la zona de aire en calma tras el obstáculo. Como siempre, Casanova se sorprendió al ver caer las partículas de polvo del cielo, reflejándose en los haces de luz de los faros. A pesar de la baja gravedad marciana, los granos de polvo se posaban con la rapidez de un puñado de perdigones. Era debido a la tenue atmósfera, que impedía que las partículas más gruesas se mantuvieran suspendidas.
Al anochecer, la temperatura exterior bajó a ciento cincuenta grados bajo cero. Las rocas se cubrieron de una fina escarcha. La atmósfera marciana es seca en términos absolutos, pero el intenso frío hacía que la misma estuviera al borde de la saturación. Un pequeño descenso de temperatura bastaba para que el escaso vapor de agua se sublimase en hielo, sin pasar por el estado líquido. Al amanecer, el calor del sol lo evaporaría, y la escarcha desaparecería como por ensalmo.
Casanova se puso un traje espacial y salió con una pala y un cubo. Recogió una buena cantidad de escarcha mezclada con tierra; una vez dentro del todo terreno, bastaría con calentarla un poco para obtener agua.
A menudo le gustaba considerarse a sí mismo, y al resto de los colonos marcianos, como beduinos del siglo XXI. Aprovechaban los magros recursos del planeta en beneficio de la vida humana. En sus viajes extraían agua de la atmósfera o del permafrost. En caso de necesidad, podían extraer oxígeno calentando la roca para descomponer los peróxidos, tan abundantes en el suelo marciano… y que daban lugar a extrañas reacciones químicas, que habían desconcertado un siglo antes a los expertos de la NASA, en tiempos del Proyecto Viking.
Casanova se apoyó en la pala, observando aquel extraño entorno.
La visibilidad era tan reducida como antes. El polvo suspendido en el aire tenía ahora un color blanco amarillento a la luz; los granos actuaban como núcleos de condensación del hielo. Las rocas se encontraban cubiertas de escarcha. A la luz de los faros, las partículas de polvo brillaban como finísimos copos de nieve.
Tras la cena, el mezquino temperamento del padre Markus pareció suavizarse.
En realidad, apenas había probado bocado; eso sí, bebiendo en abundancia el seudocoñac marciano.
Más tarde, y después de la cuarta copa de mejunje etílico, el jesuíta estuvo más hablador. A una pregunta de Álvarez respondió:
– ¿Que qué eshpero encontrar? ¡Oh, sanc-ta sim-pli-plici-tas! -dijo con lengua estropajosa por el alcohol-. ¡Arqueología, muchacho! Ar. Que. O. Lo. Gí. A.
Dio puñetazos en la mesa a cada sílaba.
Casanova sonrió. La dipsomanía/de Markus era casi legendaria.
– ¿En Marte? -dijo Kramer con cinismo-. Esto es absurdo, padre. Jamás ha habido vida aquí. Este planeta está tan seco como… un hueso.
Recién pronunciado, se dio cuenta de lo poco adecuado de su metáfora. Huesos significan vida. Markus también se dio cuenta, a juzgar por su sonrisa burlona.
– Seamos realistas -insistió-. Llevamos veinte años aquí, ni la CEMM, a la que pertenece nuestro amigo Santiago Casanova, ni nadie, ha encontrado jamás pruebas de que alguna vez hubiera vida en Marte. ¿Qué le hace pensar que ahora va a ser diferente?
– Porque ahora eshtoy yo aquí. -El padre Markus se señaló con el pulgar-. Yo eshploré las ruinas de los sabeos y las culturas preishlámicas de Arabia.
»Y -exclamó con pendenciera arrogancia- deshcubrí los oh-orrp-rígenes del culto de Yahveh…
Sus labios se curvaron en un gesto que podía ser tanto una sonrisa como una mueca de desprecio.
– ¿Les sorprende? Encontré pruebas de que Yahveh era adorado como dios del trueno entre los ca-aaaa-naneos m-me-ridionales, mucho antes de Abraham. Su culto comprendía ritos que luego se prohibieron en el Levítico. Mis descrubi… descur-bi… des-cubri-mientos arrojan lush sobre los ooorígenes del j-judaísmo y sus creencias religiosas anteriores a la ca-uuutividad de Ba-bi-lonia y aun a la eshistencia de la Bibblia…
– Pero ¿qué relación puede tener todo eso con Marte…? -preguntó el dominico.
– Más de lo que ibaginan… -Y dejó pasar un largo y enigmático silencio.
Después añadió con aire soñador:
– Shí, estoy acoshtumbrado a trabajar en un entorno hostil. ¡En el centro mismo de Islam! Mis inveshtigaciones sobre el origen preisláaa-mi-co de ciertas Su-u-u-ras del Corán me atrajeron también el odio de los mu-sul-ma-nesh.
– Padre Markus -dijo Casanova con sosiego-, pronto descubrirá que Marte es un entorno infinitamente más hostil que todo cuanto haya conocido en su vida.
El padre Markus dejó su copa sobre la mesa, fulminando a sus compañeros con la vista. Hubo un tenso silencio. Markus se encogió de hombros.
– Lo lamento, tovarishi. -Suspiró con teatralidad-. Todos debemos cumblir nuestros deberes para mayor gloria del Al-tí-si-mo. Cada uno debe arrastrar su crush, como hiszo el Señor. Ahora les ha tocado a ustedes la crush de estar a mis órdenes.
Bostezó con no menor teatralidad y se dirigió, tambaleante, a su litera en la parte posterior.
– De momento me voy a dormir. Hagan el favor de abagar la lush al shalir.
Álvarez, un tanto molesto por la escena, se disculpó y se fue a dormir también. Durante un instante el padre Enrique y Casanova se miraron en silencio.
– Ese hombre está completamente loco -musitó al fin el dominico.
– Relájese -dijo Casanova, en voz baja y con una sonrisa tranquilizadora-, ahora ya no corremos ningún peligro.
– No me gustan este tipo de situaciones. Casanova le dirigió una larga y pensativa mirada. Una vez mas consideró que las órdenes religiosas tenían demasiado Poder en aquel planeta. Habían sido la cabeza de playa de la colonización, habían luchado por domar aquel mundo en los lempos realmente duros; ahora no iban a hacerse a un lado discretamente. Las continuas disputas entre las diferentes órdenes eran un síntoma de la lucha por el poder librada entre los religiosos de Marte.
– Son inevitables -dijo Casanova.
– Lo que no impide que sigan sin gustarme -insistió el dominico con tozudez.
Una semana más tarde, cesó la tormenta y reanudaron la marcha. Tres semanas más tarde, llegaron a Elysium sin más incidentes. Y cuatro semanas más tarde, el padre Markus exclamaba triunfal:
– ¡¡¡Schliemann, te he superado!!!
2029 d.C.
El ultraligero zumbaba a baja altura, sobre la pista de suelo batido. El piloto, un barbudo monje franciscano, puso proa al viento y redujo gas gradualmente. El liviano aparato descendió, tocó tierra, se alzó medio metro y volvió a tocar tierra, bamboleándose sobre su tren de aterrizaje triciclo debido al terreno mal nivelado. Finalmente rodó con lentitud hacia una especie de granero que hacía las veces de hangar, y se detuvo.
El franciscano cortó el encendido y bajó con torpeza del aparato. Era demasiado grande y robusto para aquel avioncito, pero se las arreglaba lo mejor que podía. Se pasó la mano por la frente limpiándose el sudor, y despegó su suéter marrón de lana de su espalda.
Hacía un calor endiablado en aquel sitio, el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt. Aquel había sido el escenario de la sangrienta guerra entre Uzbekistán y Kazakistán, a finales del siglo pasado. Las nucleotácticas habían alterado el clima de aquella región, secando el pequeño mar interior y condenando a la muerte por hambre al noventa por ciento de sus primitivos ocupantes.
El suelo arenoso parecía formado por trozos de vidrio triturado y estaba demasiado cálido. Los granos de sal se introducían en sus sandalias, haciéndole penoso el caminar.
Cinco hombres que se hallaban sentados a la sombra del edificio corrieron a su encuentro.
Los colonos se inclinaron con respeto.
– Bienvenido, Reverendo Padre -dijo el de más edad.
El franciscano los observó. Eran individuos musculosos, de piel curtida y renegrida por la vida al aire libre y el trabajo duro. Vestían saharianas y pantalones cortos de tela recia, muy gastados y remendados. Se cubrían con anchos sombreros; ropas baratas y prácticas, enviadas desde Europa por la Velwaltungsstab. El franciscano pudo ver con claridad el emblema rojo en cada una de las solapas.
– Llamadme sólo hermano. Soy un monje, no un sacerdote. Hermano Álvaro Corella -señaló su escapulario, donde aparecía su foto bajo una cruz, y más abajo: «Corella; O.F.M.», en caracteres latinos y cirílicos.
Les sonrió, para suavizar la sequedad de sus palabras, y tendió la mano al hombre mayor que le había saludado. El hombre dudó; por un momento el franciscano temió que se la besaría. Pero se limitó a cogerla sin apretar, como si fuera quebradiza.
– ¿Podéis conducirme hasta lo que habéis hallado? -Fray Álvaro contuvo la tentación de levantar un pie del suelo ardiente.
– Desde luego, rev… hermano Álvaro. No está muy lejos… hacia allí.
Señaló hacia el sureste con un dedo de uña enlutada.
El franciscano fue conducido hasta la parte trasera del hangar, donde les esperaba una vieja furgoneta de fabricación japonesa.
El monje caminó pesadamente tras los colonos; además de la gruesa y cortante sal, el suelo se hallaba sembrado de guijarros y grava, con aristas no menos cortantes.
El hombre mayor le recordaba al franciscano la famosa estatuilla egipcia llamada Cheik-el-Beled («el alcalde del pueblo»).
Probablemente son egipcios, pensó. Descendientes de los cristianos coptos expulsados por el Quinto Jihad. Y ahora emigrantes forzosos en esta región dejada de la mano de Dios.
El problema era que la Velwaltungsstab no podía dejar aquel pasillo de acceso a Europa despoblado. Aquellos hombres trabajaban duramente intentando recuperar la habitabilidad del lugar, pero a la vista de los resultados, fray Álvaro opinaba que aquel trabajo podía ser más duro que la terraformación de Marte.
Fray Álvaro era meteorólogo, y trabajaba también en aquel proyecto, desde el instituto de Nueva Buhara; la única cosa que merecía el nombre de ciudad en aquel olvidado rincón del mundo.