«TERRIBILIS EST LOCUS ISTE» [13]
Chartres, 1128
Tres años después de lo ocurrido en Jerusalén
Todo era tal como se lo habían descrito. El Eure, un río lento y cristalino, lamía el canal de piedra por el que había sido desviado, aparentemente ajeno al trajín de peregrinos que daban vida al sinfín de posadas y casas de comida del lugar. Al este, justo después de atravesar la Puerta de Guillaume, un magnífico puente cruzaba aquellas aguas serenas, desembocando frente a l’Hopitot, el albergue de dos pisos construido por los benedictinos para dar techo y sustento a cuantos religiosos de su orden recalaran allí. Y sobre aquel conjunto, cubriendo buena parte del horizonte visible de la ciudad, la colina. Un cerro majestuoso, sitiado por un mar de pequeñas casas dispuestas en una meticulosa sucesión de círculos concéntricos, entretejidos alrededor del macizo santuario donde se custodiaban las reliquias de san Lubino.
No necesitaron preguntar. La única calle adoquinada de la ciudad debía llevarles, por fuerza, hasta el lugar al que se dirigían.
Aquella era una jornada normal en Chartres. El mercado de ganado de los miércoles estaba atestado de visitantes de todo el Beauce, que se aprovisionaban allí de cuanto necesitaban para la temporada de invierno. La fiesta de la natividad de Nuestro Señor estaba cerca. Cabras, ovejas, alguna que otra vaca, así como asnos y gorrinos en abundancia, se amontonaban detrás de empalizadas de madera improvisadas sobre el empedrado de la plaza mayor. El bullicio era ensordecedor, y un agrio olor a excrementos inundaba el corazón de la villa.
Jean de Avallon hizo caso omiso a la chusma. Seguido de cerca por Felipe, su jovencísimo escudero cargado con el yelmo, la cota de armas, el espaldarcete y las botas de hierro de su señor, se abrió paso entre los comerciantes e invitó al séquito que custodiaba a que avanzase hasta su posición. Se trataba de un reducido grupo de cinco monjes blancos, salidos de la abadía de Claraval hacía justo una semana, y cuya pulcritud contrastaba con el sucio ambiente que les rodeaba.
Frente a ellos, uno de complexión frágil y muy delgado, rostro afilado, barba escueta y ojos saltones, atendió de inmediato a las señas del caballero. Dio un par de zancadas por delante del grupo, y descubriendo su cabeza rapada sobre la marcha, se dirigió al caballero con cierta solemnidad.
– Habéis cumplido bien vuestro trabajo, Jean de Avallon -dijo-. Que la infinita gratitud de Nuestro Señor Jesucristo se extienda sobre vos.
– No he hecho más que servir a mi voto de obediencia, padre Bernardo -respondió éste, vigilando de reojo a la plebe que empezaba a arremolinarse en torno a ellos-. Decidme ahora qué misión deseáis encomendarme y gustoso me entregaré a ella.
– Con sentir cerca la protección de vuestras armas será suficiente -dijo el monje-. Chartres es un lugar de fe, que no precisará de vuestra espada tanto como de vuestra inteligencia.
Sin pretenderlo, Bernardo de Fontaine, abad del próspero monasterio cisterciense de Claraval, hizo recordar al caballero el verdadero propósito de aquel viaje. En realidad no habían tomado la pesada ruta hacia Auxerre y Orléans sólo para visitar al obispo Bertrand. El abad, un hombre de una inteligencia aguda y un sentido de la devoción fuera de lo común, deseaba confirmar si aquella colina era el lugar que llevaba meses buscando. Desde que llegara a su convento el caballero de Avallon, Bernardo no había dejado de pensar en los extraños episodios que habían vivido el conde Hugo y sus hombres, y en cómo podría llegar a controlar la inmensa fuente de poder que parecían haber localizado en Tierra Santa. ¿El Diablo? «Tal vez», se respondía. El hombre cuyo lema era su célebre Regnum Dei intra nos est (el reino de Dios está dentro de nosotros) creía que el Diablo también lo estaba y que, por tanto, los sucesos vividos en Jerusalén -tan externos, tan objetivos- debían de tener una explicación forzosamente «exterior».
Pero había algo que le preocupaba más aún: saber que estaba ya venciendo el tiempo para traerse desde Jerusalén la «llave» de la Scala Dei que, si Jean de Avallon no había equivocado su descripción, había aparecido hacía poco en el subsuelo de La Roca. Y lo que era más difícil: debía determinar dónde haría reposar aquella reliquia. ¿Sería Chartres el lugar buscado?
Tal como esperaba, en la iglesia abacial del burgo un pequeño comité de recepción aguardaba la entrada del famoso Bernardo. Al frente se encontraba el obispo Bertrand, un varón de buena panza y cabellos cuidadosamente recortados, que vestía una fina capa roja trenzada de filigranas doradas. Junto a él, varios «monjes negros» de Cluny, todos de muy sano aspecto, observaban con desconfianza a aquel «hatajo de místicos muertos de hambre».
Las presentaciones duraron lo justo. Tras encontrarse las dos delegaciones bajo el pórtico norte de la iglesia -uno decorado con toscas imágenes de los doce apóstoles repasadas con pinturas de vivos colores-, sus dos dignatarios se dieron un beso en la mejilla y penetraron en el interior del templo para deliberar a solas. A ninguno de los dos les interesaba enzarzarse en la eterna discusión de Iglesia pobre o Iglesia rica, así que, camuflados por las penumbras del templo, se dejaron llevar por la complicidad a la que éstas invitaban.
– Gracias a Dios que habéis venido, fray Bernardo.
El rostro rosado del obispo perdió su falsa sonrisa nada más dar la espalda a su séquito.
– En verdad pensé que mis oraciones habían sido escuchadas cuando vuestro emisario nos anunció ayer que llegabais a la ciudad.
Fray Bernardo torció el gesto.
– ¿Y a qué se debe vuestra inquietud? No pensé que claudicarais tan pronto al ideal cisterciense.
– Oh, no, no -se apresuró a contestar el obispo-. Aunque no comulgue con vuestros ideales ascéticos reconozco que sus monjes tienen más experiencia en los asuntos del espíritu, y ahora me ocupa uno de éstos.
– Vos diréis.
– La semana pasada -se explicó Bertrand- desapareció en la cripta de Nuestra Señora, en esta misma iglesia, el maestro de obras que habíamos contratado para reformarla. Fue un suceso de lo más extraño. Al principio, creímos que había sido un secuestro, pero hace sólo dos días el desgraciado reapareció en el mismo lugar en que se esfumó, ¡cuando el templo estaba completamente cerrado!
– Así que regresó.
– Más o menos. Creemos que fue cosa demoniaca. ¿Qué si no?, pues de lo contrario no entiendo cómo el maestro pudo colarse en la cripta sin forzar la puerta de entrada. ¡Estaba intacta! Lo peor es que reapareció con las facultades completamente trastornadas, y apenas pudimos sacar nada en claro de su desaparición.
– ¿Trastornado decís?
El obispo alzó la vista a la bóveda de la iglesia, como si buscara argumentos más sólidos para su explicación.
– Bueno -dudó-, canturreaba necedades sobre un ángel que lo había llevado a las alturas, mostrándole, dijo, la pluralidad de las esferas del cielo. Afirmaba, muy seguro, que Dios había dispuesto las luminarias del cielo como si fueran cubos en una noria, todos atados entre sí, y que todo el mecanismo de esa rueda estaba gobernado gracias a su infinita sabiduría. Y farfulló algo sobre la voluntad de Dios de que lo que haya en el cielo sea imitado en la tierra por los hombres. ¿cornprendéis algo?
– ¿De veras dijo eso? -los ojos saltones de Bernardo brillaron de excitación-. ¿Y contó algo más?
– La verdad es que no. Unos calores extrañísimos, que no supimos atajar a tiempo, se apoderaron de él, y murió ayer por la tarde en medio de grandes delirios. Por fortuna, poco después recibíamos al legado anunciando vuestra llegada, y dimos gracias a Dios por enviarnos tan adecuado emisario para desvelar este misterio.
– Ya…
– Decidme, padre, ¿tiene algún sentido para vos lo que nos contó el cantero?
– Tal vez, eminencia -Bernardo juntó sus manos frente a la boca, en un gesto muy propio de él-. Conducidme a la cripta donde ocurrió lo que me relatáis. Si fue el Diablo o alguno de sus secuaces, a buen seguro que dejó allí sus infectas huellas.
– Seguidme.
El obispo Bertrand levantó ligeramente sus hábitos para caminar mejor, y tras rodear el altar principal, descorrió una tapa de madera bajo la que nacía un estrecho y húmedo tramo de escaleras. La cripta en la que desembocaba era un recinto que debía cubrir más o menos la mitad de la nave central; oscuro como boca de lobo, era de superficie amplia pero de escasa altura. Y al fondo, junto a un pozo y el arcón con las reliquias de san Lubino al lado del sagrario, una magnífica talla de la Virgen con el niño en su regazo presidía el lugar. Un velón enorme iluminaba la estancia sin demasiada generosidad.
– ¿Qué clase de obra pensabais hacer aquí, eminencia?
– Queríamos rebajar el suelo y hacer la cripta más cómoda. Colocar unas hileras de bancos y poder oficiar aquí ceremonias de bautismo, funerales… No obstante, el maestro convenció a nuestro capítulo para que derribáramos esta iglesia y comenzáramos otra nueva de acuerdo con un estilo innovador y poco realista, la verdad.
– Comprendo -asintió Bernardo-. ¿Y dónde decís exactamente que reapareció vuestro maestro de obras?
– Junto a Nuestra Señora, padre.
– Lo suponía.
– ¿De veras?
El abad se detuvo junto a una columna con el paso de la oración del huerto del viacrucis claveteada sobre ella. Miró de hito en hito a su anfitrión y, poniéndose en jarras, le espetó todo tieso:
– Obispo Bertrand, me sorprende vuestra falta de perspicacia. Todavía no me habéis preguntado qué es lo que me ha traído realmente a vuestro burgo. Apenas he llegado, me habéis enfrentado a un enigma que os preocupa, pero no habéis indagado nada en las causas reales de mi visita. Si con todo obráis de igual manera, jamás solventaréis casos como el que ahora os desvela…
El prelado enrojeció.
– Tenéis razón, padre. Os debo una excusa.
– No importa. Yo os lo diré: deseaba ver precisamente este lugar. Vos sabéis que llevo años defendiendo que el culto a Nuestra Señora merece un lugar que hasta ahora le ha sido negado. Nuestra Señora, como madre humana de Dios, es la intermediaria natural entre nosotros y el reino de los cielos, entre la Tierra y Nuestro Señor. Aquel que desee llegar a Dios lo hará más fácilmente a través de su madre piadosa que utilizando otros caminos. Los antiguos pobladores de este lugar, remotos antecesores de los primeros cristianos, ya sabían esto y elevaban sus plegarias a la Madre, ¡antes de que Dios la mandara al mundo!