Acompañado de Felipe -a quien había puesto en antecedentes de su conversación con el capellán-, y provistos de dos grandes palas, las sombras blanca y gris de los dos intrusos se deslizaron rápidamente entre las tumbas rumbo a su objetivo. Nadie les vio. Desprovistos de antorchas o de cualquier luz que pudiera delatarles, Jean de Avallon y su escudero no tardaron en plantarse frente a la tabla de madera que señalaba que lo que buscaban estaba allí, enterrado. Escrita en grandes letras de tiza, su inscripción era apenas visible bajo el tenue brillo de la luna menguante.

P. Blanchefort

magister comiciani [19]

– Aquí es -susurró Jean cuando sus ojos pudieron leerla-. Procedamos.

El primer golpe sonó seco. La punta metálica de su zapa se clavó en el terreno dejando un mordisco oscuro bajo sus botas. Uno tras otro, acompasados como las ruedas dentadas de un puente levadizo, sus garfios de hierro fueron destapando la fosa en la que esperaban encontrar el cadáver de Pierre de Blanchefort. Sólo cuando al sexto o séptimo golpe de pala la herramienta de Felipe se negó a avanzar tierra adentro, tuvieron la desagradable certeza de haber alcanzado lo que buscaban.

El olor a tierra removida y a sudor frío se confundieron en ese momento. De rodillas, fueron repasando con las manos los contornos del bulto que acababan de tocar. Despejaron sus bordes tratando de no tocarlo demasiado, y cuando creyeron haberlo dejado al raso, se levantaron para contemplarlo mejor.

Allí estaba. Recién envuelto en un saco de tela rústica, el bulto de un hombre se adivinaba claramente. Con destreza, Felipe y Jean introdujeron de nuevo sus brazos por la parte anterior y posterior del cuerpo. Lo hicieron hasta el fondo, hasta sacar las manos por el lado opuesto, y tiraron de él con fuerza para depositarlo a un lado de la fosa poco profunda en la que había sido enterrado.

El saco estaba atado con cuatro tiras de cuerdas, que Felipe cortó con la navaja que llevaba encima. Tras deshacerlos con su filo, buscó afanosamente la abertura del envase y, con aquella misma hoja, rasgó de arriba abajo la tela. Aquello siseó como una serpiente.

– ¿Qué pensáis encontrar, señor? -preguntó el escudero antes de separar la tela del saco y mostrar su macabro contenido.

– Respuestas.

– ¿Lo abro entonces?

Jean asintió.

Felipe se santiguó antes de colocar sus manos a ambos lados de la tela rasgada y tirar de ellos con toda su fuerza. El efecto fue inmediato: un olor nauseabundo impregnó el ambiente dando paso a una visión espantosa. Con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza cubierta por una capucha, el cadáver de Pierre de Blanchefort parecía esculpido en mármol. El escudero, inclinado sobre el fardo funerario, lo vio muy de cerca: sus manos níveas, sus uñas amoratadas y de bordes sucios, el rígido pecho del difunto… De no ser por el fétido hedor que desprendía, casi hubiera podido jurar que Pierre de Blanchefort sólo dormía.

El difunto vestía una túnica de lana marrón, coronada por una capucha que le cubría el rostro y un cierre con botones de hueso. Un cinturón de cuero con una hermosa hebilla brillante cerraba el conjunto, y sobre éste, las manos céreas de Pierre de Blanchefort, cruzadas sobre el pecho, sostenían algo metálico y grande que apretaba contra el tórax.

– ¿Qué es eso? -murmuró De Avallon en cuanto sus ojos se acostumbraron a los contornos del fardo funerario y comenzó a distinguir sus detalles.

– ¿Esto, señor?

Felipe tocó uno de los bordes del objeto, que parecía un grueso medallón de cobre. El caballero asintió.

– Tráemelo -dijo.

Haciendo de tripas corazón, Felipe acercó sus manos hasta el cuerpo y asiendo una esquina de aquello, que le pareció frío y liso, tiró con fuerza. El cadáver se sacudió. No es que Felipe fuera un hombre asustadizo, o le preocupara lo que su señor pensara de él, pero sentir que aquel cuerpo se estremecía bajo sus manos le hizo soltar una risilla nerviosa.

Cuando finalmente tuvo el medallón entre las manos y se cercioró de que no era nada que hubiera visto antes, lo tendió a su señor. Parecía un amuleto, una máquina con ruedas dentadas tal vez, y mostraba ciertas filigranas a su alrededor absolutamente incomprensibles.

Mirándolo mejor, se trataba de dos circunferencias planas de cobre unidas por un mismo eje. La mayor, con un borde más grueso lleno de símbolos en bajorrelieve que se deslizaron suavemente bajo los dedos de Jean de Avallon, oscilaba con facilidad en ambos sentidos. La menor, clavada en el centro de la primera, permitía giros excéntricos sobre el plano de la circunferencia mayor.

– ¿Qué es, señor?

Jean de Avallon guardó silencio un instante antes de responder.

– Creo que es un astrolabio.

– ¿Un astrolabio?

– Se trata de un ingenio árabe que vi manejar por primera vez en Jerusalén. Sólo tuve uno en las manos durante todo el tiempo que estuve allí, y sé que lo usaban los astrónomos musulmanes para determinar la posición de las estrellas con respecto a la esfera terrestre.

– ¿Y para qué lo querría un maestro de obras?

– No, Felipe -le atajó-. La pregunta es: ¿para qué lo querría un charpentier ?

– ¿Vos lo sabéis?

Jean, sacudiéndose el polvo de su hábito de franela, sonrió. Era la primera vez que lo hacía desde que entraran en el cementerio y sus dientes brillaron en la oscuridad.

– ¡Creo que acabo de comprenderlo! -exclamó-. Está delante de nuestras narices: Jesús de Nazaret fue un charpentier, hijo de carpintero y carpintero él mismo durante su adolescencia, ¡y nació en una gruta marcada por una estrella!

– Explicaos, señor.

– Es fácil: aquel que se considere heredero de su saber, los nuevos charpentiers, utilizarán el astrolabio para marcar las nuevas «grutas» sobre las que construir sus templos. ¿No lo comprendéis? ¡Pierre de Blanchefort vino a Chartres a estudiar la cripta de la iglesia abacial! ¡Una gruta! Y utilizó el astrolabio para guiarse por las estrellas para llegar aquí.

– No entiendo.

Felipe trató de aclararse las ideas, pero su señor le atajó en seco.

– Pronto lo comprenderéis -dijo-. Debemos explicarle esto al abad cuanto antes.

Con el astrolabio en la mano, Jean de Avallon echó un último vistazo a los despojos que tenían a sus pies. No parecía haberse inhumado el cuerpo con ninguna otra pertenencia. Eso, ciertamente, era raro. Ni una cuerda o compás, ni siquiera una maza o un cincel. En aquella tumba no había ni rastro de herramientas propias de un constructor. Sea como fuere, lo cierto es que daba la impresión de que aquel enterramiento había sido provisional, como si sus sepultureros pretendieran desenterrarlo rápidamente y trasladar los restos a otro lugar en cuanto fuera posible. ¿Iban a ser otros charpentiers quienes se harían cargo de ello? Y si así fuera, ¿no sería un buen camino para resolver esta muerte aguardar a su llegada y preguntarles qué enemigo podría haber deseado la muerte de uno de los suyos?

Conmovido por lo implacable que es la Dama de la Guadaña, por lo rápido que la carne se convierte en polvo, Jean de Avallon se santiguó antes de retirar la capucha al difunto. Quería ver la cara de aquel que pretendía reformar Chartres con un instrumento tan peculiar.

Felipe fue el primero en saltar.

– ¡Santo Dios! -gritó asustado-. ¡Mirad, señor! ¡Le falta…!

El caballero, atónito, volvió a persignarse. Aunque creía haber descubierto las piezas de un enigma que placería escuchar a fray Bernardo, nunca se hubiera imaginado aquello.

– Sí -murmuró-. Le falta la cabeza. -Y añadió-: Este hombre no ha muerto de fiebres. Ha sido ajusticiado.

[19] Del latín, «maestro cantero».



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