7.

Naturalmente, obedecí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Llegué a Milán pasada la noche de Reyes. Era una de esas mañanas de sábado en las que el brillo de la nieve te ciega y el aire limpio enfría sin piedad tus entrañas. Había cabalgado sin descanso para llegar a mi destino, durmiendo tres y cuatro horas en posadas nauseabundas, entumecido y húmedo a causa de un viaje de tres jornadas en mitad del invierno más crudo que era capaz de recordar. Pero nada de eso importaba. Milán, la capital de la Lombardía, la sede de intrigas palaciegas y disputas territoriales con Francia y los condados vecinos sobre la que tanto había estudiado, descansaba ya a los pies de mi montura.

El lugar era impresionante. La ciudad de los Sforza, la más grande al sur de los Alpes, ocupaba el doble de extensión que Roma; ocho grandes puertas flanqueaban una muralla impenetrable que rodeaba una urbe de planta redonda que vista desde el cielo debía de recordar el escudo de un guerrero gigantesco. Sin embargo, no fueron sus defensas lo que me sobrecogió: aquél era un burgo nuevo, limpio, que transmitía una intensa sensación de orden. Los ciudadanos no orinaban en cada esquina, como en Roma, ni las prostitutas asaltaban a los viandantes ofreciéndose. Allí cada rincón, cada casa, cada edificio público parecían pensados para una función suprema. Incluso su orgullosa catedral, de aspecto frágil y esquelético, opuesta en todo a las macizas moles del Mediodía italiano, derramaba sus benéficas influencias sobre el valle. Vista desde las colinas, Milán parecía el último rincón del mundo en el que pudieran arraigar el desorden y el pecado.

Un trecho antes de llegar a Porta Ticinese, el más noble de los accesos de este burgo, un amable mercader se ofreció a acompañarme hasta la torre de Filarete, la entrada principal a la fortaleza del Moro. Situado en uno de los extremos del escudo urbano, el castillo de los Sforza parecía una réplica en miniatura de las enormes murallas de la ciudad. El mercader se rió al ver mi cara de asombro. Dijo que era curtidor en Cremona, un buen católico que me acompañaría gustoso hasta el interior de la fortaleza a cambio de mi bendición para él y su familia. Acepté el trato.

El buen hombre me dejó frente al castillo del dux justo a la hora nona. Aquel lugar era aún más magnífico de lo que había supuesto. Banderolas con la terrible insignia de los Sforza -una especie de serpiente gigante devorando a un desgraciado- caían desde las almenas. Cintas de color azul ondeaban al viento, al tiempo que media docena de enormes chimeneas, clavadas en algún lugar del interior de la fortaleza, exhalaban grandes bocanadas de un humo negro y espeso. La entrada de Filarete constaba de un amenazador rastrillo y dos compuertas remachadas de bronce, plegadas sobre sí mismas. No menos de quince hombres la vigilaban, cardando con picas los sacos de cereal que los carromatos querían dejar cerca de las cocinas.

Uno de aquellos uniformados me señaló el camino. Debía dirigirme al extremo oeste de la torre, ya dentro de la fortaleza, y preguntar por el área de recepción de visitas y el «despacho de luto» que se había habilitado para recibir a las delegaciones que acudirían a los funerales por donna Beatrice. Mi cicerone de Cremona ya me había advertido que toda la ciudad se pararía cuando llegara aquel momento. Y, de hecho, para esa hora no había demasiada actividad. Me sorprendió que el secretario del Moro, un espigado cortesano de rostro inexpresivo, apenas tardara en recibirme. El servidor se disculpó por no poder conducir a este siervo de Dios hasta su señor. Aun así, examinó mi carta de presentación con aire escéptico, comprobó que el sello pontificio era auténtico y me la devolvió acompañada de un gesto de desolación.

– Lo lamento, padre Leyre -Marchesino Stanga, así se llamaba, se deshizo en un torrente de disculpas-. Debe entender que mi señor no reciba a nadie tras la muerte de su esposa. Supongo que os hacéis cargo del difícil momento que atravesamos y de la necesidad que tiene el dux de estar a solas.

– Claro -asentí con fingida cortesía.

– No obstante -añadió-, cuando pase el duelo, le haré llegar la noticia de su presencia en la ciudad.

Me hubiera gustado poder mirar a los ojos al Moro y deducir, como en tantos interrogatorios que había presenciado, si ocultaban o no las siniestras sombras de la herejía o del crimen. Pero aquel funcionario vestido con tocado grana guarnecido de pieles y jubón de terciopelo, que hablaba con aires de mezquina superioridad, estaba decidido a impedírmelo:

– Tampoco podemos daros cobijo, como es nuestra costumbre -dijo con sequedad-. El castillo está cerrado y no recibimos huéspedes. Os ruego, padre, que recéis por el alma de donna Beatrice y que regreséis pasados los funerales. Entonces os atenderemos como merecéis.

– Requiescat in pace -murmuré mientras me santiguaba-. Así lo haré. También rezaré por vos.

Tuve una sensación extraña. Sin posibilidad de instalarme cerca del duque y su familia, chasqueado en mi propósito de deambular con más o menos libertad por su castillo, mis primeras pesquisas se demorarían. Debía conseguir un alojamiento discreto que me garantizara cierto ambiente de estudio. Con los documentos de Torriani quemando en mi bolsa, iba a necesitar calma, tres platos de comida caliente al día y una buena dosis de suerte para lograr descifrar su secreto. No era sensato que un monje buscara posada entre los laicos, así que mis opciones pronto se redujeron a dos: o me afincaba en el veterano convento de San Eustorgio o en el novísimo de Santa María delle Grazie, donde la posibilidad de cruzarme con el Agorero excitaba mi imaginación. Después, con el techo resuelto, tiempo tendría de sumergirme en la clave que el maestro Torriani me había entregado en Betania.

Reconozco que la Divina Providencia hizo un trabajo ejemplar. San Eustorgio se reveló pronto como la peor de las opciones. Situado muy cerca de la catedral, junto al mercado de abastos, acostumbraba a estar lleno de curiosos que no tardarían en preguntarse qué clase de asunto retenía allí a un inquisidor romano. Aunque su situación me daría cierta perspectiva sobre las actividades del Agorero, ahorrándome el riesgo de encontrármelo cara a cara sin saber de quién se trataba, también sabía que me ofrecía más inconvenientes que ventajas.

En cuanto a la otra alternativa, la de Santa María delle Grazie, además de ser el presunto refugio de mi objetivo sólo presentaba otro pequeño pero superable defecto: allí era donde iban a celebrarse las multitudinarias exequias de donna Beatrice. Su iglesia, reformada hacía poco por Bramante, estaba a punto de convertirse en el centro de todas las miradas.

A cambio, Santa María disponía de cuanto podía necesitar. Su bien surtida biblioteca, emplazada en la segunda planta de uno de los edificios que daban al que allí llamaban Claustro de los Muertos, custodiaba obras de Suetonio, Filóstrato, Plotino, Jenofonte y hasta algunos de los libros del propio Platón importados en tiempos de Cosme el Viejo. Se encontraba cerca de la fortaleza del dux y no demasiado lejos de la Porta Vercellina. Gozaba de excelente cocina, un extraordinario horno de repostería, pozo, huerto, sastrería y hospital. Y por si fuera poco, todas aquellas ventajas palidecían frente a una sola: si el maestro Torriani no se engañaba, tal vez el Agorero podría presentárseme en sus pasillos, sin necesidad de resolver acertijo alguno. Fui un ingenuo.

Menos en ese aspecto concreto, la Providencia hizo bien su trabajo: en Santa María quedaba una celda disponible que se me asignó de inmediato. Se trataba de un cuartucho de tres pasos por dos, un camastro de tablas sin colchón y una mesa pequeña situada bajo un pobre ventanuco que daba a la calle que llamaban Magenta. Los frailes no hicieron preguntas. Revisaron mis credenciales con la misma mirada de desconfianza del secretario Stanga, pero se relajaron en cuanto les aseguré que había acudido a su casa en busca de serenidad para mi atribulado espíritu. «Hasta un inquisidor necesita recogimiento», les expliqué. Y lo entendieron. Sólo me impusieron una condición. El sacristán, un fraile de ojos saltones y acento extraño, me lo advirtió muy severo:

– Nunca entréis sin permiso en el refectorio. El maestro Leonardo no quiere que nadie interrumpa su trabajo y el abad desea complacerlo en todo. ¿Lo habéis entendido?

Asentí.


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