– Os lo aclararemos, descuidad. Pero antes contestadnos a algo más…

Agradecí volver a escuchar el tono sereno del prior, que retrocedió un par de pasos para examinar La Última Cena en su totalidad.

– ¿Sabéis, con sólo verla, qué es exactamente lo que representa esta escena?

Su énfasis me hizo recelar.

– Decídmelo vos, padre.

– Está bien. Al parecer, se trata del momento descrito por el Evangelio de Juan en el que Jesús anuncia a los discípulos que uno de ellos va a traicionarlo. El Moro y Leonardo eligieron el pasaje con sumo cuidado.

– «Amen dico vobis quam unum vestrum me traditus est» (Juan 13.) -recité de memoria.

– «Uno de vosotros me traicionará.» Exacto.

– ¿Y qué veis de raro en ello?

– Dos cosas -aclaró-: primero que, a diferencia de las Últimas Cenas clásicas, no escogiera el momento de la institución dé la eucaristía para este mural, y segundo… -dudó-, aquí el traidor no parece Judas…

– ¿Ah no?

– Mirad el mural, cielo santo -apremió Benedetto-. Sólo me queda un ojo, pero veo claramente que el que quiere traicionar a Cristo, incluso el que quiere matarlo, es san Pedro.

– ¿Pedro? ¿San Pedro, decís?

– Sí, Simón Pedro. Ese de ahí -insistió el tuerto, señalándomelo entre la docena de rostros-. ¿No veis cómo esconde una daga a su espalda y se prepara para agredir a Cristo? ¿No veis cómo amenaza a Juan colocándole la mano en el cuello?

El anciano susurraba sus acusaciones con vehemencia, como si llevara tiempo examinando en secreto la disposición de aquellas figuras y hubiera alcanzado conclusiones que se escapaban al común de los mortales. El prior, a su lado, asentía con algún recelo:

– ¿Y qué me decís, precisamente, de ese apóstol Juan? -Su énfasis me alertó-. ¿Habéis visto cómo lo ha pintado? Imberbe, con manos finas y cuidadas, con rostro de Madonna. ¡Si parece una mujer!

Sacudí la cabeza, incrédulo. El rostro de Juan no estaba terminado. Sólo se intuía el boceto de unos rasgos dulces, redondeados, casi de adolescente.

– ¿Una mujer? ¿Estáis seguro? En la cena de los Evangelios no se sentó ninguna a la mesa…

– Veo que empezáis a comprender -respondió Bandello más sereno-. Por eso urge resolver este acertijo. La obra de Leonardo encierra demasiados equívocos. Demasiadas alusiones veladas. Sabe Dios cuánto me placen los enigmas, el arte de esconder información en lugares reales o pintados, pero éste se me escapa.

Noté cómo el prior se contenía.

– Claro que -añadió sin esperar respuesta-, todavía es pronto para que apreciéis todos los matices del problema. Volved aquí cuando queráis. Aprovechad las ausencias del pintor para ello. Sentaos a admirar su mural y tratad de descifrarlo por partes, tal como nosotros hemos hecho. En unos días os invadirá la misma desazón que nos domina. Este mural os obsesionará.

Y diciendo esto, el prior hurgó entre su manojo de llaves buscando la adecuada. Una grande y pesada, de hierro, con tres guardas en forma de cruz latina.

– Quedáosla. Existen sólo tres copias. Una la tiene Leonardo, y a menudo la presta a sus aprendices. Otra la guardo yo, y la tercera la tenéis ahora en vuestras manos. Y disponed de Benedetto o de mí si precisáis cualquier aclaración.

– Sin duda -añadió el tuerto-, os seremos de más ayuda que el bibliotecario.

– ¿Puedo preguntaros qué esperáis de este inquisidor que ahora está a vuestro servicio?

– Que encontréis una interpretación total y convincente para la Cena. Que identifiquéis, si existe, ese libro en el que dijo haberse basado. Que determinéis si es o no un texto herético como aquel Apocalipsis Nova, y de serlo, que lo detengáis.

– A cambio -sonrió el prior, os ayudaremos con vuestro enigma. Que, por cierto, todavía no nos habéis dicho cuál es.

– Busco al hombre que escribió estos versos. Y diciendo eso, les tendí una copia de «Oculos ejus dinumera…


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