La condesa Crivelli, divertida, se levantó de su diván venteando la nube de perfume en la que nadaba por palacio. Majestuosa, se acercó a la espalda del pintor y dejó caer su mano delicada sobre sus hombros.

– Ya está bien de charla por hoy, maestro. Acabad el retrato cuanto antes y recibiréis el resto del pago. Os quedan al menos dos horas de luz antes de que caiga el sol. Aprovechadlas.

– Sí, señora.

Los zapatos de donna Lucrezia repiquetearon sobre el enlosado hasta apagarse. Elena no pestañeaba. Seguía allí delante, magnífica, con la piel sonrosada y limpia, y con el cuerpo recién rasurado por las asistentas de palacio. Cuando ya estaba segura de que su madre había desaparecido en sus aposentos, saltó sobre el diván.

– ¡Sí, sí, maestro! -Aplaudió, soltando el «Gólgota», que rodó hasta los pies de la lumbre-. ¡Eso! ¡Presentadme a Leonardo! ¡Presentádmelo!

Luini la contempló parapetado tras su lienzo.

– ¿De veras queréis conocerlo? -susurró tras dar un par de pinceladas más, cuando ya no pudo fingir indiferencia.

– ¡Claro que quiero! Vos mismo dijisteis antes que tal vez me revelaría a mí su secreto…

– Pues os lo advierto: tal vez no os guste nada lo que encontréis, Elena. Es un hombre de carácter fuerte. Parece distraído pero en realidad es capaz de contemplarlo todo con la precisión de un orfebre. Distingue el número de hojas de una flor con sólo verla de reojo, y se empeña en estudiar las minucias de todo, llevando a sus acompañantes a la desesperación.

La condesita no se desanimó:

– Eso me place, maestro. ¡Al fin un hombre detallista!

– Sí, sí, Elena. Pero a él las mujeres, la verdad os digo, no le gustan demasiado…

– ¡Oh! -un tono de desilusión se coló en su vocecita-. Esa parece ser la norma entre los pintores, ¿no es cierto, maestro?

El pintor se agazapó aún más tras el cuadro cuando la modelo se puso de pie mostrándose cuan hermosa era. Un calor repentino le subió por la cara, tiñéndole el rostro y secándole la garganta.

– ¿Por… por qué decís eso, Elena?

Ella se encaramó al sofá para verlo por encima del caballete. Su cuerpo tembló de satisfacción:

– Porque lleváis casi diez días retratándome desnuda, encerrados vos y yo en esta misma sala, y no habéis hecho ningún intente por aproximaros. Mis damas de compañía dicen que eso no es normal, y hasta se preguntan, las muy zorras, si no seréis un castratti.

Luini no supo qué responder. Levantó la mirada para encontrar la de su interlocutora y la halló a dos palmos de él, oliendo a esencia de nardo y con toda su piel palpitando. Nunca fue capaz de explicar qué sucedió después: la habitación comenzó a dar vueltas a su alrededor mientras una fuerza poderosa, extraña, que nacía de sus visceras, lo dominó por completo. Arrojó el pincel y la paleta a un lado y tiró de la condesita hacia él. El tacto con aquel cuerpo joven aguijoneó su entrepierna.

– ¿Sois… doncella? -titubeó.

Ella rió.

– No. Ya no.

Y descendiendo sobre él, lo besó con un ímpetu que no conocía.


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