– No parece que desvaríes, no señor. Si lo que dices es cierto acabas de prestar un gran servicio a tu país. Se nota que eres un digno hijo de tu padre -añadió el sargento, convencido de que lo que le contaba Garrido no era ninguna historieta, sino la pura verdad, y decidido a compartir de algún modo su gloria-. Tendremos que hablar con ese sacerdote.

– Seguro que usted es capaz de obligarle a confesar su traición -comentó sonriente Garrido.

– No lo dudes ni por un momento, chaval, no lo dudes.

De ese modo, lo que yo creía que era una encerrona, el acudir al puesto de la Guardia Civil, se había convertido en un hecho triunfal. Cuando el sargento Ramos acudió a detener al padre Arizmendi, nosotros íbamos a su lado, y cuando el director del colegio empezó a recriminarnos por nuestra indisciplina y nuestra actitud salvaje y violenta, el propio sargento habló en nuestro nombre, tildándonos de patriotas de cuerpo entero, que pese a lo corto de nuestra edad acabábamos de realizar un impagable servicio al Estado. En los ojos de todos los sacerdotes presentes pudimos observar una mezcla de temor y sorpresa que nos llenó de regocijo. Según parece, ninguno de los sacerdotes sabía que el libro aquel -yo lo supe mucho más tarde pero para entonces la cosa ya no tenía remedio- era el primer libro escrito en vascuence por un sacerdote vasco-francés en el siglo XVI, y si alguno lo sabía, se lo calló cobarde o prudentemente.

Aquella noche Garrido yo nos convertimos en los héroes de nuestros compañeros. La mayor admiración era para Garrido, por descubrir al traidor y conseguir que la Guardia Civil le detuviera, pero la patada que yo había dado al padre Arizmendi también despertaba envidia y elogios. Más de cincuenta veces tuve que explicar cómo lo hice, con aparato mímico incluido, y a más de uno, al imaginarse el gesto de dolor del padre Arizmendi, se le saltaron las lágrimas de la risa.

Tres días después tuvimos noticias del detenido. Nos las comunicó el propio director en el patio, a donde nos obligaron a ir en medio de las clases, hecho insólito ya que no recordaba yo ninguna otra ocasión en la que se hubieran interrumpido. El padre Arizmendi se había colgado de una viga que había en el calabozo del cuartelillo.

– Junto al nefasto pecado de la traición a la patria -dijo enfático el director-, vuestro antiguo profesor cometió el más nefando crimen que se puede cometer, la más grave ofensa a Dios pensable, el darse muerte por su propia mano. Quiera Dios que en el último momento se haya arrepentido, porque si no el alma de nuestro her… -titubeó pero no se atrevió a llamarle hermano-, de vuestro antiguo profesor, estará ardiendo en el infierno. Es un hecho triste pero podéis aprender algo de ello. Quien se aparta del camino recto tarde o temprano acaba mal, ya que si la justicia humana no le descubre, no podrá evitar dar cuentas ante el Juez Supremo.

Aunque debido a su suicidio no se le podía enterrar en lugar sagrado, quizá por caridad o por exigencia del sargento, los hermanos del colegio se hicieron cargo del cuerpo y durante un día le velaron en la capilla, intentando compensar con sus oraciones sus horribles pecados. Garrido y yo no pudimos resistir la tentación morbosa de echar una mirada a su cadáver, orgullosos de nuestra actuación y sin ningún remordimiento por sus consecuencias. Esta vez no sentí miedo, sino una alegría feroz y salvaje. Ahí estaba el enemigo de la patria, muerto, como mi tío, por sus pecados. Todavía recuerdo su cara. Después, a lo largo de mi vida, he visto muchos cadáveres de gente que se había ahorcado y puedo asegurar que la tumefacción que se observaba en el rostro del padre Arizmendi no había sido causada por ningún ahorcamiento.


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