– Me parece que vais a tener que iros a vuestro dormitorio, necesitáis cambiaros de pantalones -añadió sin dejar de reírse.

En ese preciso instante nos dimos cuenta los dos de que los habíamos manchado. La excitación había sido tan intensa que casi sin percatarnos, sin ser conscientes por extraño que parezca, nos habíamos corrido. Llenos de vergüenza, y procurando que no nos viera nadie, fuimos a hacer lo que nos había aconsejado Fernandito. Aquella noche apenas dormí, y cuando por fin lo hice mis sueños estuvieron poblados por seres mitad mujer mitad demonio que hacían conmigo las mismas cosas que las mujeres de las fotografías hacían con sus acompañantes. Cuando me desperté pude observar que había vuelto a manchar mis calzoncillos y lo mismo le había ocurrido a Garrido, según me confesó cuando nos encontramos en el comedor a la hora del desayuno.

La semana siguiente nos la pasamos los dos solos, cuchicheando entre nosotros y sin hacer caso de nuestros compañeros pero evitando, sobre todo, coincidir con Fernandito, cosa que a él no le afectaba para nada. No vino en nuestra búsqueda ni nos hizo ningún comentario sobre lo sucedido. Hasta que transcurridos siete días fuimos nosotros quienes nos acercamos a él, serviles y claudicantes. Fernandito no se extrañó ni nos hizo ningún comentario, parecía como si nos hubiera estado esperando.

– Fernandito -le dijo Garrido cuando nos quedamos los tres a solas-, nos gustaría ver otra vez las fotos.

– Ya me lo imaginaba, son buenas, ¿verdad? -respondió sonriente-. Por mí no hay ningún problema, pero hay que tener mucho cuidado, no sea que alguien nos descubra, así que esperad a que sea la hora de acostarse, y entonces venid a mi habitación, os estaré esperando.

Durante toda la tarde estuvimos intranquilos, deseando que el reloj avanzara a una velocidad mucho mayor de la acostumbrada y por fin, cuando ya todo el mundo se dirigió a su dormitorio, nosotros, sin perder apenas un segundo, nos dirigimos a la habitación de Fernandito. Nuestro anfitrión nos estaba esperando, envuelto en un batín, y con un fajo de fotografías escondidas en el interior del libro de religión, como si deliberadamente quisiera unir el sacrilegio al pecado.

– Habéis sido muy puntuales -nos comentó con una ironía que no estábamos en situación de apreciar-, pero no conviene precipitarse, no vaya a ocurrir lo del otro día. Estas cosas hay que tomárselas con calma, necesitan cierta preparación.

– ¿De qué estás hablando, qué preparación se necesita para ver unas fotografías de mujeres desnudas y gente haciendo porquerías? -replicó hoscamente Garrido, que oscilaba entre el deseo de ver de nuevo las fotos y el resentimiento hacia el protagonismo que estaba teniendo Fernandito.

– Pues claro que hace falta preparación, cómo se ve que no sabéis nada de estas cosas. ¿No recordáis lo que os pasó la otra vez? ¿Queréis que se repita?

– No, claro que no -respondí yo sin esperar a que Garrido hablara.

– Entonces hacedme caso a mí, que entiendo de estas cosas. Lo primero que tenéis que hacer es desnudaros.

– Ni hablar, eso nunca -contestó Garrido.

– En ese caso lo mejor es que os larguéis de aquí.

– Bueno, bueno, no es para tanto -dije yo conciliador-. Estoy dispuesto a desnudarme si tú también lo haces. Al fin y al cabo más de una vez nos hemos bañado desnudos en el río.

Como respuesta a mis palabras Fernandito se despojó del batín y se quedó como Dios le había traído al mundo, sólo que más desarrollado en ciertas partes. Con mucha vergüenza pero decididos a hacer todo aquello que nos ordenara, Garrido y yo también nos quitamos la ropa. Cuando estuvimos los tres totalmente desnudos, nuestro anfitrión extendió una manta sobre el suelo y nos dijo que nos sentáramos en ella. Así lo hicimos y empezó lo que Fernandito denominó nuestra iniciación. No era la primera vez que yo me masturbaba, y supongo que tampoco lo era para Garrido, pero Fernandito nos abrió también un nuevo mundo en ese aspecto. Con tranquilidad, con premiosidad incluso, nos fue explicando cómo hacerlo, deteniéndonos a descansar en los momentos álgidos para que durara más la erección, masajeándonos de un modo desconocido para nosotros que hasta aquella vez siempre lo habíamos hecho de un modo brusco y rápido, con el objeto de acabar cuanto antes. Según Fernandito, en cambio, esas cosas había que hacerlas muy lentamente, para que nos proporcionaran más placer y durante más tiempo. Y, desde luego, no le faltaba razón. No sólo nos enseñó a masturbarnos sino a hacérnoslo los unos a los otros, acariciándonos y toqueteándonos los órganos genitales. Yo no sabía entonces si lo que estábamos haciendo en aquella habitación era lo que los curas consideraban el nefasto pecado de Sodoma, pero me imaginaba que era algo muy gordo, un verdadero pecado mortal. Hubo un momento -creo que lo hizo a posta- en el que Fernandito comentó que si nos moríamos en ese instante iríamos derechos al infierno, y esas palabras, en lugar de retraernos, nos excitaron mucho más y nos obligaron a continuar la sesión hasta que, ya desfallecidos, volvimos a nuestro dormitorio poco antes de que saliera el sol.

Aquella fue sólo la primera de muchas sesiones. Siempre que podíamos nos escapábamos hasta la habitación de Fernandito y repetíamos el ritual. Poco a poco nos fuimos despegando de los demás compañeros y sólo estábamos con Fernandito, cada vez más sometidos a él y más dispuestos a obedecerle. Todo con tal de que nos permitiera acceder a lo que él mismo llamaba el tesoro de las mil y una noches.

– ¿No estáis ya aburridos de hacer siempre lo mismo? -nos dijo un día al despedirnos de él tras haber pasado un rato en su habitación dedicándonos a lo que se había convertido en nuestro pasatiempo favorito.

– No, ¿por qué? -pregunté ingenuamente-, ¿no estarás pensando en que no volvamos a hacerlo nunca más? -añadí aterrado.

– No, claro que no, pero tenemos que hacer algo más. Esto está bien, pero hay cosas mejores. ¿No os gustaría hacer lo que está haciendo este hombre? -nos preguntó enseñándonos una de las fotografías en las que podía verse a un hombre penetrando a una mujer.

Garrido y yo nos miramos sin atrevernos a decir palabra alguna. Cuando habíamos llegado a lo que considerábamos la cima Fernandito nos retaba a seguir escalando. ¡Claro que nos gustaría, pero no merecía la pena soñar con imposibles! Además, se atrevió a decir por fin Garrido, para hacer esas cosas teníamos que esperar a estar casados.

– Seguís siendo unos pipiólos pese a mis enseñanzas -dijo Fernandito al escuchar esto último-, no hace falta estar casado para acostarse con una mujer. ¿No habéis oído hablar nunca de los prostíbulos, de las casas de putas?

Sí, por supuesto que habíamos oído hablar de los prostíbulos. Eran lugares a los que iban hombres viciosos y sinmoral, generalmente de clase baja, para acostarse con mujeres poco honradas a las que la gente llamaba putas, a cambio de dinero. Más o menos ésa era la idea y Fernandito asintió complacido al escuchar nuestra contestación.

– Veo que por lo menos sabéis lo que son, pero no hace falta ser un viejo verde para ir a una de ellas. Nosotros mismos podríamos ir en cualquier momento, ya casi tenemos bigote y, bien vestidos, podemos disimular nuestra edad y conseguir que nos dejen entrar. Lo único que tenemos que hacer es perder el miedo y animarnos. Claro que si no os atrevéis…

Acababa de tocar el punto flaco de Garrido. Mi orgulloso amigo había aceptado en los últimos tiempos estar por debajo de Fernandito pero nadie podía decirle que no era valiente. Si Fernandito era lo suficientemente atrevido como para irse de putas, él, Antonio Garrido, el hijo del coronel Garrido, no era ningún cobarde al que le asustaran las mujeres. Aunque pensaba que Fernandito no era capaz de hacer lo que decía, él estaba dispuesto a acompañarle. Así las cosas a mí no me quedaba dónde elegir. O seguía con ellos dos o me quedaba solo y con el rabo entre las piernas. No lo dudé ni un instante y dije, en voz bien alta para que no hubiera ningún equívoco, que podían contar conmigo.

Garrido tenía que haber sabido que Fernandito acostumbraba cumplir lo que prometía, y pocas semanas después nos dijo que el domingo siguiente nos íbamos a Madrid, para estrenarnos por fin en un prostíbulo que él conocía. Como se había disipado la euforia del primer momento empezamos a ponerle inconvenientes, pero pega que poníamos pega que Fernandito nos echaba por el suelo. Si le decíamos que la dirección del colegio no iba a permitirnos ausentarnos ese fin de semana, Fernandito decía que ya nos habían concedido el permiso. Un jefazo de Falange, amigo de su padre, había convencido al director de que nos diera permiso para asistir a un acto en homenaje a José Antonio Primo de Rivera que se celebraba en el Valle de los Caídos. Si le decíamos que no teníamos dónde alojarnos, Fernandito ya nos había conseguido acomodo en la casa del embajador del Paraguay, que era amigo de su padre. Y si le decíamos que esas mujeres cobraban mucho y nosotros no teníamos dinero, nos comentó sonriendo que a nosotros no nos iban a cobrar nada.

– Les gusta la carne tierna e inexperta y os lo harán gratis -nos dijo en tono paternal, con esa pizca de cinismo que le proporcionaba el haber andado por el mundo.

No hubo manera de negarse y ese fin de semana tomamos un autobús para dirigirnos a Madrid. Aunque no nos cabía el miedo en el cuerpo, el hecho de ir a Madrid, con absoluta libertad y sin nadie que nos mangoneara, nos producía una sensación de libertad y autosuficiencia que nos llenaba de orgullo. Además, cuando llegamos a la casa que poseía el embajador del Paraguay, que estaba situada en pleno barrio de Salamanca, nos enteramos de que la teníamos para nosotros solos y a nuestra entera disposición, ya que sus propietarios iban a estar fuera de Madrid durante algunos días. Era algo a lo que Fernandito parecía estar acostumbrado, pero para Garrido y para mí era todo un auténtico acontecimiento y, aunque estábamos nerviosos pensando en el motivo último de nuestro viaje a la capital, disfrutamos como unos salvajes.

Recién instalados, Garrido, que ansiaba volver a tomar la iniciativa, descubrió un repleto mueble bar y nos retó a que le acompañáramos en lo que él denominaba una gran «orgía alcohólica».

– Entre los legionarios es muy normal beber hasta caer rendidos al suelo, como señal de hombría. Y alguna vez, cuando mi padre estaba al mando de un tercio de la Legión, les acompañé en sus juergas, como uno más -nos dijo, en un intento de contrastar sus experiencias cuarteladas con las mundanas de Fernandito y conseguir, si no sobrepasarle, colocarse a su altura por lo menos.


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