Capítulo diez

El director de la sucursal cumplió con lo prometido y a los dos días el padre Vázquez tenía en su poder una fotografía borrosa, pero suficientemente visible, de la mujer que había cobrado el talón. Esa cara de mujer, tan normal como la había descrito el propio director, no le decía nada, no era conocida para él. Ni para el resto de profesores y sacerdotes del colegio, a los que se la mostró. Nadie reconocía esos rasgos tan ordinarios en el sentido corriente del término, ya que de lo que no cabía duda era de que se trataba de una mujer guapa, pero ¿tanto como para hacer perder la cabeza al padre Gajate?, se preguntaba el sacerdote reconvertido en policía. Quizá sí, donde menos se espera puede aparecer una vampiresa, y cuando hay sexo por medio los resultados pueden ser impredecibles, se contestaba con cierto escepticismo hijo de su anterior trabajo. Tal vez por ese camino podría conseguir algo, tal vez alguna experiencia habida en el seminario pudiera ser la clave. Para él había sido fácil, porque ingre-só ya cincuentón, pero comprendía que el ambiente cerrado y casi claustrofóbico así como misógino que se respiraba en ciertos seminarios podía marcar la personalidad del futuro sacerdote si éste no era muy maduro y estable. Posiblemente exploraría ese camino si seguía bloqueado pero antes de hacerlo intentaría agotar otras posibilidades. La más inmediata, una visita que tenía pendiente. Había concertado una entrevista con Irene Vidal, la donante de los cien millones.

El padre Vázquez se había creado un estereotipo de la mujer que no tenía nada que ver con la realidad. En primer lugar, no era una anciana, como había pensado al principio, ni respondía a la idea popular que se tiene de una beata. Aunque había llegado, y posiblemente rebasado, a la cuarentena, estaba de muy buen ver. Tiene un buen polvo, se dijo para sí el padre Vázquez, utilizando una expresión que solía emplear antes de hacer sus votos.

– Confío en que sea breve -fue directamente al grano, tras recibirle en su lujoso despacho desde el que llevaba con mano firme las riendas de sus empresas-, ya que hoy voy a tener un día muy ocupado, como en general casi todos. Por eso me he permitido la descortesía de citarle a las siete de la mañana.

– Por eso no hay problema, estoy acostumbrado a madrugar. Procuraré complacerla, así que iré directamente al meollo de la cuestión. Deseo hacerle algunas preguntas sobre los cien millones que donó a nuestro colegio.

– No veo yo que haya ninguna pregunta que hacer. Es un tema muy sencillo, cuando mi marido supo que le quedaban pocos meses de vida me dijo que a su muerte quería que donara esa cantidad y así lo hice. Él había estudiado en ese colegio y se sentía ligado a él, así que pensó que era una buena forma de demostrar su agradecimiento por la educación recibida. Yo no fui más que una albacea que se limitó a cumplir con los deseos de su difunto marido y que, una vez entregado el talón, se desentendió del asunto.

– Como le expliqué por teléfono, ese talón no ha acabado en las arcas del colegio.

– Lo siento mucho pero eso para mí es algo totalmente indiferente. Yo cumplí con los deseos de mi difunto marido entregándolo, si luego no han sabido guardarlo o administrarlo bien, en todo caso se debe a una negligencia de ustedes, yo, desde luego, no pienso extender otro talón por la misma cantidad. Si quieren recuperar el dinero, más vale que llamen a la policía o contraten un detective.

– No es nuestra intención solicitarle de nuevo el dinero y en cuanto a lo del detective, en cierto modo lo soy yo, por eso solicité esta entrevista.

– ¿Sí?, qué curioso, un sacerdote detective, pero a pesar de que su situación despierta hasta cierto punto mi interés, sigo sin comprender en qué puedo ayudarle. Ya le he dicho que yo tan sólo me limité a entregar el dinero al director del colegio y, hecho eso, salí de escena. No sé ni a quién le entregó el talón el director ni por qué. Y el robo me parece lamentable pero totalmente ajeno a mi persona.

– ¿Conocía usted al padre Gajate con anterioridad?

– Ya le he dicho que no conocía a nadie, ni al padre Gajate ni a ningún otro, aunque sí tengo que decirle que tuve una breve conversación telefónica con él.

– ¿Podría contármela?

– Por supuesto, no tiene ningún misterio. Hace tres días me llamó para agradecerme en nombre del colegio la entrega del donativo. No hacía falta que lo hiciera, porque el propio director se le había adelantado cuando lo recibió en mano, pero como los sacerdotes son tan empalagosos en estas cuestiones, y espero que perdone este comentario ya que no es mi intención ofenderle, no me extrañó. Además, era tan sólo un inicio para entrar en conversación, ya que poco después me comentó que era el encargado de las finanzas de la orden y que iba a proceder al cobro del talón. Por supuesto, tampoco esto me pareció raro, cuando se extiende un talón es para que alguien lo cobre, y así se lo planteé, pero él me contestó que pudiera haber un problema porque quien lo iba a cobrar era una mujer y como el talón era por una cifra muy elevada, tal vez antes se pusieran en contacto conmigo desde el banco. Al parecer el padre Gajate quería asegurarse de que no iba a poner objeciones al cobro de dicho talón.

– ¿Y no las puso?

– ¿Por qué las iba a poner? Supongo que ustedes, siempre entre hombres, miembros de un oficio vedado a las personas casadas y a las mujeres, tienen otra mentalidad, pero para mí, que dirijo una serie de empresas y desde muy joven he trabajado en su creación, el que una mujer haga una cosa tan sencilla como presentar al cobro un talón no tiene la menor importancia. Supuse que entre su personal o el de alguna asesoría que les presta sus servicios habría alguna mujer, y me olvidé del asunto hasta que el director del colegio me llamó para explicarme lo sucedido y concertar, en su nombre, esta entrevista. Ésa es toda la historia y si no desea nada más, le rogaría que me dejara sola, tengo asuntos importantes que atender.

– Sólo una última cosa -dijo el padre Vázquez sacando la fotografía de la mujer que había presentado el talón al cobro-, ¿conoce de algo a esta mujer?

– No, me temo que no, lo siento.

Cuando el padre Vázquez salió del despacho de su interlocutora fue interceptado por una de sus secretarias.

– ¿Es usted el padre Vázquez? -le preguntó a sabiendas de que la respuesta iba a ser afirmativa y por eso sin esperarla continuó hablando-. Ayer dejaron aquí un sobre con instrucciones de entregárselo en propia mano cuando viniera.

El padre Vázquez recogió el sobre y se lo metió en un bolsillo. Cuando salió a la calle lo sacó y lo primero que observó fue que tenía el membrete del colegio. Al abrirlo pudo comprobar que no había ninguna carta en su interior sino tan sólo una fotografía, una fotografía de tonos brillantes en la que se podía ver, alegre y sonriente, la cara de la mujer que había cobrado el talón.


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