Capítulo dos

Estás en la cama pensando y fumándote un cigarrillo, más que nada porque es lo que siempre has oído que se suele hacer en estos casos, y comprendes por qué se dice, el cigarrillo te está pareciendo gloria bendita, mucho mejor que el que sueles encender después de comer. Y te sientes bien, extrañamente bien, incluso feliz, pese a que conoces las consecuencias del paso que acabas de dar, te acabas de convertir en un transgresor, acabas de salirte del sistema, de un sistema que tú mismo habías aceptado con plena consciencia e ilusión. Te has ceñido, voluntariamente, una corona de espinas, como la que los esbirros de Poncio Pilato colocaron sobre la cabeza de Jesucristo, aunque tu corona no es física sino moral y quizá, por eso mismo, más dolorosa. Has asumido tu destino lo mismo que Cristo asumió el suyo, pero mientras que aquella corona fue aceptada pensando en la salvación del género humano, ¿en qué piensas tú realmente al aceptar la tuya? ¿Ha merecido la pena ese dolor moral que tú mismo te estás infligiendo? No estás seguro, no, no estás nada seguro.

Piensas que has roto amarras con el pasado, pero ¿de verdad has roto? En el fondo no lo tienes claro, quizá ni siquiera seas un auténtico transgresor, quizá tan sólo hayan cambiado tus actitudes externas, tu manera de vivir, pero en el fondo eres el mismo, con los mismos pensamientos, las mismas inquietudes, los mismos temores, hasta las mismas ilusiones.

Sin embargo, ella está ahí, junto a ti. Increíblemente hermosa, con su cuerpo desnudo arrebujado entre las sábanas y piensas si eso será amor o sólo sexo. Siempre has creído que lo más importante era el amor, no el sexo, pero ahora tienes miedo a haber estado equivocado. Acabas de enfrentarte al eterno dilema, pero desgraciadamente tú sabes muy poco acerca de eso. De hecho ha sido ella quien ha tomado la iniciativa al ver tu torpeza, pero no te ha humillado. Lo hacía con una naturalidad que era imposible sentirse avergonzado sino partícipe en el juego, ese juego que no sabías cómo era, que incluso pensabas que era algo sucio hasta que has comprobado que no, que algo así tiene que ser necesariamente un don que Dios ha ofrecido a los hombres para que sean felices, para que vivan más satisfechos y alegres. Eso es lo que piensas pero no puedes evitar que de nuevo una sombra de duda sobrevuele tu mente.

Vuelves a mirarla y, aunque no te arrepientes de lo hecho, no estás muy seguro de si estás contemplando un ángel que te ha enseñado el camino de la felicidad y el placer o un demonio que te ha arrastrado a la perdición. El mundo, el demonio y la carne.

Por más que huyas no puedes alejarte del mundo, el mundo siempre sale a tu encuentro, lo sabes bien, lo has sufrido en tu propia carne y en la de los tuyos.

El demonio, pero ¿existe el demonio? Si existe Dios debe existir el Diablo, lo bueno y lo malo, lo positivo y lo negativo, el yin y el yang, como dicen los budistas, ya que siempre te ha interesado comparar la espiritualidad de otros pueblos con la de tu propia fe. Si piensas eso al final el problema no es la existencia de Satanás sino la de Dios, pero eso ya no te atreves a cuestionártelo, no puedes poner en almoneda aquello que, mejor o peor, ha dado sentido a tu vida.

Y como vértice último de esa trilogía maldita la carne, la ominosa y mitificada carne. Un eufemismo para referirse al sexo cuando en realidad si los eufemismos se usan para embellecer algo feo o sórdido, más sórdida aún es esa expresión. La carne. ¿Es de verdad tan peligrosa? Ahora no lo crees, aunque te has abandonado a ella, en cierto modo ha marcado el punto de no retorno de tu transgresión, de tu rebeldía en suma.

Vuelves a mirar su cuerpo desnudo, sus largos y negros cabellos que caen indolentemente sobre su pezón izquierdo, excitante incluso en el sueño, y recuerdas. ¡Hace ya tanto tiempo que te ordenaste y juraste tus votos! Obediencia, pobreza y castidad. Y ahora has roto los tres.

Obediencia, pero ¿lo has roto en realidad? ¿A qué debes más obediencia, a las normas de tu congregación o a tu propia conciencia? ¿A la rigidez del sistema en que se ha convertido la propia Iglesia o al mensaje de amor que nos legó Jesús de Nazaret? ¿Eres de verdad un auténtico transgresor o tan sólo estás redescubriendo los orígenes de tu propia religión? En el fondo tú siempre has sido obediente, primero a tu madre, a esa madre que enviudó de modo prematuro, a la que le arrebataron injusta y violentamente el marido, dejándote sin padre. Y obediente también a la memoria de ese padre al que apenas conociste y que, quizá por eso, te ha marcado tan profundamente, ese padre que apenas en contadas oportunidades ha podido jugar contigo y que se ha convertido en una figura que, de mítica, ha perdido su sentido familiar.

Pobreza, ya no eres pobre, aunque para ello hayas tenido que romper con otro de los diez mandamientos. «No hurtarás», aparecía escrito en las tablas que Moisés bajó del Sinaí, tras hablar con Yahvé, el Dios de los judíos, el Dios-Padre de los cristianos, pero tú has hurtado, has robado, aunque no te consideras un ladrón. El dinero que has cogido no es más que un medio necesario para conseguir tu objetivo, un objetivo del que no estás seguro del todo que sea divino, pero sí humano, profundamente humano. Es sólo un medio pero ¿el fin justifica los medios? Siempre has estado instalado en la duda, en esto como en muchas cosas más, quizá sea tu carácter intelectual o quizá un signo de debilidad, tampoco estás muy seguro, y a veces has pensado que sí y otras muchas que no. Si lo hubieras tenido claro desde el principio, tanto a favor como en contra, tu vida hubiera sido diferente. Por lo menos, equivocado o no, hubieras tenido una línea de conducta perfectamente trazada y definida, una vida más o menos coherente, pero con esa eterna duda no has hecho más que oscilar de un lado a otro, siempre añorando una base firme. Ahora mismo, lo que estás haciendo, no es consecuencia de una decisión meditada sino de uno de esos arrebatos que de vez en cuando te dan, de esas ráfagas imprevistas de decisión que te hacen saltar sin red y sin posibilidades de volver atrás. Si caes en blando bien pero si no, te estrellarás solo.

Castidad, ¿por qué es tan importante? Y aquí ya no tienes excusa. Quizá tengas buenas razones, o te las inventes, para romper con tus votos de obediencia y pobreza, pero el voto de castidad podría haberse mantenido sin problemas, ¿o quizá no? En realidad ella ha sido el detonante de tu actuación. Quizá sin ella la vida hubiera seguido igual para ti, o quizá hubieras encontrado otro acicate para actuar, pero eso son puras hipótesis. La única realidad es que ella está contigo ahí, en la cama, y que sin ella tú seguirías siendo el sacerdote, el religioso que eras antes, ocupado tan sólo en tus clases de religión a los alumnos de la Enseñanza Secundaria Obligatoria, tus charlas y reuniones con las comunidades cristianas de base y con diversas organizaciones no gubernamentales y de apoyo a los marginados, actividades que piensas que tellenaban plenamente, pero no debía de ser así porque llegó ella y tu vida cambió. Si para bien o para mal aún no lo sabes, pero tu vida cambió.

Vuelves a mirarla, sí, está ahí, junto a ti en la cama, durmiendo semidesnuda, con una apacible sonrisa en su cara, más hermosa que las vírgenes de Botticelli, sensual y deseable. Sí, deseable del todo. Sabes que ante ella no puedes resistirte y haces lo único que puedes hacer, lo que quieres hacer. Acercas tus labios a los suyos y le tocas un pecho, mientras observas su reacción. Quizá no estaba del todo dormida porque abre los ojos y te sonríe, con una sonrisa capaz de iluminar toda la habitación, mientras se quita de un golpe el camisón y empieza a arrebatarte la ropa que llevas puesta. En pocos segundos estáis los dos desnudos, solos en esa cama tan pequeña que os obliga a permanecer juntos, muy, muy juntos.


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