– Es que hay algo más. La leyenda añade que desde esta montaña, si nos asomamos por su borde, podemos ver, en aquella pared que está ahí enfrente -y señaló con el dedo extendido un montículo cercano- dibujada en la roca la cabeza del diablo. Si alguien solicita un deseo y después lanza contra la cabeza una piedra y le acierta, podrá ver cumplido el deseo que ha solicitado. ¿No os gustaría ver realizados vuestros sueños? Pues éste es el momento, tan sólo necesitamos un poco de puntería y ya está.

– No me digas que crees en esas bobadas -contestó despectivo Fernandito.

– No se trata de creer o no creer, es tan sólo un juego, y ya que hemos subido hasta aquí arriba no veo nada malo en hacerlo. Tú mismo me has contado que cuando estuviste en Roma arrojaste una moneda a la fontana de Trevi, para que se cumpliera el deseo de volver allí.

– Y volveré -replicó convencido Fernandito.

– Pero todavía no has vuelto -dijo Garrido-, tan sólo tienes el deseo de volver y la esperanza de ver realizado tu deseo, pero ¿quién te dice que no habrá algo que impida su realización? Por ahora es sólo eso, un deseo, y nadie puede ver nada malo en ello.

– La diferencia estriba en que yo sé que puedo ir a Roma porque ya he estado allí y no sería nada raro que volviera porque mi padre suele ir mucho a esa ciudad por motivos de su trabajo. En cambio, imagínate que cuando tire esa piedra, exprese el deseo de viajar a la Luna, ¿tú crees que lo conseguiré?

– Bueno, si pides tonterías está claro que no -replicó exasperado Garrido-, hay que pedir cosas que puedan cumplirse, me parece a mí. Además, no es que crea seriamente en ello, es tan sólo un juego, una costumbre del lugar.

– Pues a mí no me importaría probar -intervine por primera vez en la conversación-. ¿Desde dónde dices que hay que arrojar la piedra?

– Desde ese borde -me contestó, indicándome un pequeño saliente que había en el borde de la montaña-. La cara del diablo está justo enfrente, un poco ladeada hacia la derecha.

Decidido cogí una piedra y me situé en el saliente. Enfrente, a la derecha, como tallado en la propia piedra, había otro saliente de forma redondeada que alguien con mucha imaginación y un punto de borrachera tal vez hubiera confundido, en la época de la creación de la leyenda, con la cabeza del diablo. Dispuesto de todos modos a llevar a cabo el ritual explicado por mi amigo, pedí un deseo en voz alta, llegar a ser general del ejército español ya que la vida sacerdotal, tras mis últimas experiencias, la veía como algo ajeno a mí por aquel entonces, y con toda mi fuerza lancé la piedra, fallando estrepitosamente. No sé si eso tuvo algo que ver, pero nunca llegué a general.

Garrido fue el siguiente. Cogió otra piedra, y alzándola sobre su cabeza solemnemente solicitó su deseo.

– Deseo que nada se interponga en mi camino hacia la felicidad. Deseo que mis enemigos no puedan interceptar ese camino. Y deseo que todo aquello que pueda ser un obstáculo desaparezca.

Después de pronunciar esas palabras un tanto enigmáticas para mí lanzó la piedra y volviéndose hacia nosotros completamente alborozado nos anunció que había acertado el tiro.

– Ahora te toca a ti, Fernandito. Es tu turno.

– Gracias, pero no me apetece mucho, ya os he dicho que no creo en esas cosas.

– Venga, hombre -tercié yo-, no seas aguafiestas. Garrido y yo lo hemos hecho, no sé por qué no lo puedes hacer tú.

Es posible que sólo estuviera remoloneando y tuviera decidido participar en el ritual, o tal vez el ver que yo también tomaba partido le obligara a cambiar de idea, el caso es que, aunque a regañadientes, aceptó complacernos.

– Bueno, lo intentaré, pero no sé si podré hacerlo. Hay una cosa que no os he dicho nunca, sufro de vértigo.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– Es una especie de enfermedad que hace que uno no pueda asomarse desde una altura elevada sin marearse como consecuencia.

– Por eso no te preocupes -contestó solícito Garrido-, Vázquez y yo te acompañaremos y te estaremos sujetando para que no des un traspiés.

Reconfortado por estas palabras Fernandito cogió una piedra y la alzó sobre su cabeza. No formuló en voz alta su deseo, pero miró de un modo extraño a Garrido. Cuando hubo acabado su silenciosa petición se encaminó, con nosotros a su lado, hasta el saliente de la montaña. De lo que pasó luego no estoy completamente seguro, aunque tengo mis sospechas. Garrido se había situado a su izquierda y yo a su derecha, pero como no podía lanzar con comodidad la piedra, durante unos segundos solté su brazo. Y en ese momento cayó hacia el abismo. Siempre he tenido la impresión de que Garrido le empujó, pero como no lo vi no puedo jurarlo, aunque los hechos posteriores alimentaran mis sospechas.

Gritando horrorizado Garrido me dijo que se había caído, cosa que ya había visto, por lo que supongo que lo comentó más como un acto reflejo o de desahogo, que por otra cosa.

– Ha tenido que matarse -me dijo con unos ojos que resplandecían no sé si de horror o de satisfacción-, tenemos que bajar hasta donde está para ver qué podemos hacer.

Como la acción es un bálsamo para las inquietudes, el ponernos en marcha me animó y casi sin pensarlo me dispuse a descender, acompañado por Garrido. Tardamos cinco minutos en llegar hasta donde esta tumbado, con la cara totalmente ensangrentada y una gran brecha abierta en su cabeza por la que seguía manando sangre.

– Parece que está vivo -exclamé al llegar junto a él.

– Gracias a Dios -dijo Garrido, no sé si sinceramente o en un alarde de cinismo, aunque siempre me he inclinado por pensar esto último.

De repente Fernandito entreabrió los ojos y supongo que nos vio con suficiente claridad, porque extendiendo con dificultad un brazo lo dirigió hacia donde se hallaba colocado Garrido.

– Tú, tú, maricón hijo de puta, has intentado matarme, maricón.

– Está loco -me dijo Garrido-, el golpe le ha trastornado y le está haciendo delirar. Tú eres testigo de que yo le estaba sujetando y que él mismo había reconocido que sufría de vértigo.

– Bueno, sí -dije yo dubitativo, sin saber qué era lo que debía creer.

– Asesinos, habéis intentado matarme -gimió de nuevo Fernandito.

– Está totalmente trastornado, tenemos que hacer algo -volvió a decir Garrido.

– No creo que podamos moverlo nosotros solos, tendremos que ir en busca de ayuda -contesté.

– A mí se me está ocurriendo algo mejor -respondió sonriendo Garrido.

No muy lejos de donde estábamos había un gran trozo de madera, posiblemente una rama desgajada de algún árbol, que parecía un palo, fuerte y grueso. Garrido lo recogió del suelo y acercándose con él hasta donde estaba Fernandito empezó a golpearle la cabeza sin parar, una y otra vez, sin que los gritos de dolor de nuestro amigo le conmovieran. Le golpeaba en la cara, en las orejas, en la mitad de la frente, y a cada estertor de Fernandito respondía con un golpe más fuerte. Supongo que debiera haber intervenido pero la sorpresa y el terror me tenían paralizado. Garrido estaba como poseído y yo temía que, si me metía por medio, acabaría como Fernandito.

Por fin Garrido se dio cuenta de que sus golpes no podían hacer más daño a Fernandito y paró. Estaba empapado en sudor y sus ojos tenían un brillo maléfico que me produjo un intenso escalofrío.

– Tuve que hacerlo, ¿no lo entiendes?, tuve que hacerlo. Se había vuelto loco y nos estaba acusando de intentar matarle, no podía permitir que repitiera esa acusación ante todo el mundo, ¿lo comprendes? No podía permitirlo. Lo he hecho también por ti, él nos acusó a los dos, ¿no lo recuerdas?

Era cierto. Fernandito nos había acusado a los dos pero ¿era necesario matarle por eso? Además, si bien en mi caso la acusación había sido injusta, algo me decía que no había estado errado respecto a Garrido; sin embargo, no tenía las cosas claras y sabía que si no le hacía caso las cosas se complicarían cada vez más.

– Creo que tienes razón -dije al fin-, pero ¿qué podemos hacer?

– Nada, no podemos hacer nada -me respondió Garrido-, más que irnos al colegio como si no hubiera sucedido nada. Si nos preguntan por Fernandito diremos que aunque salimos juntos él se fue por su cuenta y no hemos estado con él. Si nos limitamos a decir eso no nos ocurrirá nada. Recuérdalo, estamos unidos en esto, si seguimos juntos nadie descubrirá nada.

Asentí en silencio y subiéndose cada uno en su bicicleta nos alejamos de la montaña del Diablo, no sin que antes Garrido decidiera esconder el palo ensangrentado, para despistar a la Guardia Civil, me comentó orgulloso de su inteligencia y volviendo a ser el líder que había sido antes de que por nuestro colegio apareciera Fernandito, aunque para mí ese liderazgo ya no tuviera el mismo significado. Quizá la leyenda fuera inventada, como me enteré más adelante, pero no era ninguna estupidez admitir que había ocurrido algo diabólico en esa montaña, y el diablo no había aparecido transfigurado en general musulmán sino en estudiante quinceañero. Sin volver a dirigirnos la palabra llegamos al colegio donde, después de cenar en silencio, nos acostamos. Si esa noche detectaron la ausencia de Fernandito, como parece lógico suponer, nosotros no nos enteramos.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, se armó un buen revuelo. La fuga era ya inocultable y todos los estudiantes que estábamos más unidos a él fuimos interrogados por el padre director para ver si sabíamos qué había sucedido. Garrido y yo mantuvimos nuestra versión y nadie más nos molestó, hasta que al día siguiente nos comunicaron que habían encontrado el cadáver de nuestro compañero en un pueblo no demasiado cercano. Aunque el director nos lo ocultó antes o después todo se sabe y en seguida empezó a circular por el colegio el rumor de que a Fernandito le habían matado de una paliza. Pese a los intentos de los curas por acallar el rumor, éste fue creciendo y cuando apareció el sargento Ramos para preguntar a los alumnos lo que sabían sobre el fallecido todos supieron que el rumor era verdad.

A Garrido y a mí nos interrogó juntos, en unión de varios compañeros más de nuestra clase. Ninguno sabía nada de lo que había pasado, y así se lo hicimos saber al jefe de la Guardia Civil, pero antes de que se despidiera de nosotros Garrido, con gran asombro mío, le dijo que quizá supiera algo.

– No creo que sea muy importante y por eso no se lo comenté al padre director -añadió humildemente-, pero acabo de recordarlo y prefiero contarlo, por si de ese modo usted puede hacer algo para descubrir al asesino de nuestro amigo.


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