Capítulo dieciocho
– Yo tenía una hermana. Era inocente y bella.
Por tercera vez la joven que había confesado sus intenciones de asesinar al padre Vázquez se había puesto en contacto con el sacerdote que la había atendido el primer día, pero este nuevo encuentro no había tenido lugar en el incómodo reclinatorio de la iglesia sino en una apartada cafetería, y sus primeras palabras no habían seguido el acostumbrado ritual eclesiástico sino que habían servido para realizar una confesión, no tanto sacramental como humana. Cuando el sacerdote oyó aquella expresión, yo tenía una hermana, era inocente y bella, comprendió que esa hermana ya no existía, y que era con toda seguridad el eje de la historia.
– Murió -dijo escuetamente la joven, y añadió-: Desde entonces no creo en Dios.
Al sacerdote se le atragantaron estas últimas palabras. Deseaba transmitir a su acompañante afecto y solidari-dad, explicarle que comprendía su dolor pero que no debía perder la esperanza, la muerte no es el final sino un nuevo principio, seguramente su hermana gozaba ahora de la presencia del Señor, pero su boca se negaba a pronunciar esas consoladoras frases que tantas veces, tantas que habían acabado por sonarle a huecas, había repetido en situaciones semejantes; sin embargo se equivocaba, esa situación no era semejante a ninguna otra, la joven no lloraba ni gemía, ni siquiera tenía entristecido o sombrío el semblante. Se había limitado a enunciar un hecho, del mismo modo que dos y dos son cuatro o la capital de España es Madrid, y había sacado sus consecuencias. Su hermana había muerto y ella no creía en Dios. De todos modos, a los ojos del sacerdote la del ateísmo de la joven no era la peor de las consecuencias, al fin y al cabo Dios ama a todos sus hijos por igual, aunque no sepan que Él es su Padre, sino la segunda consecuencia que había sacado de aquel hecho: el padre Vázquez tenía que morir, es decir, ella, con la ayuda del sacerdote que estaba a su lado, le iba a asesinar.
– Asesinar, matar, ajusticiar, ejecutar, las palabras no importan, use la que usted quiera -dijo mirándole fríamente a los ojos-, ya le he dicho que la calificación jurídica, moral o lingüística del hecho no me importa lo más mínimo. He tomado una decisión y voy a llevarla a la práctica. Y deseo, lo deseo fervientemente, que usted me ayude.
– Eso es imposible -contestó el sacerdote moviendo tristeniente la cabeza-. No sólo porque soy un sacerdote católico sino porque me repugna la violencia, creo que debemos abandonar esas ansias de venganza que no conducen a otra cosa que a hacer daño a los demás y a nosotros mismos.
– Es usted una buena persona, padre -contestó la joven sonriendo por primera vez desde que se habían encontrado-, pero me temo que no va a conseguir doblegar mi voluntad, más bien al contrario, estoy segura de que usted, al final, me ayudará de buen grado a conseguir mi objetivo.
– Eso es imposible.
– No hay nada imposible si se desea intensamente. Por de pronto no estamos hablando a través de la rejilla de un confesionario sino cara a cara, en una cafetería mientras saboreamos dos vasos de vino.
– Eso es un detalle meramente formal que no afecta al fondo del asunto.
– Tal vez, pero si no cuidamos las formas poco nos podremos cuidar de cosas más serias, ¿no lo cree así? Aunque bueno, tiene usted razón, eso no importa demasiado. Lo que importa es que está conmigo, escuchando mi historia.
– Una parte importante de mi ministerio estriba en eso precisamente, en escuchar a mi prójimo, sobre todo cuando sufre.
– Gracias, padre, pero algo me indica que no sólo me escucha por mera profesionalidad sino que hay algo más. Usted desea conocer mi historia y yo voy a complacerle.
»Como ya le he dicho yo tenía una hermana, y esta hermana murió. Era mi única hermana y tenía siete años menos que yo así que, como usted puede suponer, era la niña de mis ojos, prácticamente había ejercido de madre suya durante toda la vida. Por sacarla adelante hice de todo, incluso me prostituí, sí, no se escandalice, no hay nada que no hubiera hecho por ella.
»Creo que no se me nota por el acento pero no soy de aquí, mi familia procede de Extremadura, aunque hemos residido casi toda la vida en Madrid. Allí vivíamos y allí intenté construir un futuro para mi hermana. Era muy buena estudiante y yo quería que fuera a la Universidad. ¡La de planes que hacíamos a ese respecto muchas noches que nos quedábamos en vela! Sin embargo, todo, sueños e ilusiones, se truncó definitivamente cuando murió mi hermana. Y Emilio Vázquez fue el culpable.
»En la época de la que le estoy hablando, su actual compañero en Cristo era todavía un policía destinado en Madrid. Chuleta y arrogante no permitía que nada ni nadie se interpusiera en su camino si decidía conseguir algo, y decidió conseguir a mi hermana.
»Ella además de hermosa, como ya le he dicho, tal vez porque el recuerdo embellece a las personas, era sobre todo muy idealista, soñaba con un mundo mejor como mucha gente antes que nosotros, y espero que también después, ha soñado, pero al no atraerle excesivamente la acción política directa se introdujo en un grupo parroquial que trabajaba en favor de los sectores más marginados de la sociedad, gitanos, drogadictos, inmigrantes. En fin, usted ya sabe por experiencia de qué se trata.
«Desgraciadamente, aunque la mayor parte de los beneficiarios de los programas asistenciales en los que trabajaba mi hermana eran buena gente, siempre hay una manzana podrida que impregna con su podredumbre al resto, y como consecuencia de un oscuro asunto de drogas mi hermana fue detenida por inspectores del Grupo de Delitos contra la Salud, afortunadamente sin consecuencias graves en un principio, ya que todo se aclaró. Emilio Vázquez no estaba integrado en ese grupo pero casualmente vio a mi hermana y se encaprichó de ella. Consiguió fácilmente sus datos personales, dirección, teléfono, esas cosas, usted ya sabe, e inició su acoso. Intentaba doblegarla valiéndose de su condición de policía, atemorizándola con reabrir las diligencias que acababan de archivarse por constatarse la inexistencia de delito alguno. Mi hermana se resistía pero su perseguidor no cejaba en el empeño, volviéndose más insistente según iba acumulando negativas.
«Finalmente, viendo que con amenazas no lograba nada, cambió de táctica y empezó a decirle que no se hiciera la estrecha, que ya sabía que era una puta nacida y crecida en una familia de putas. No sé si se lo he comentado pero nuestra madre nunca se casó. Era una buena mujer, pero hace unos años si se estaba soltera y se teníandos hijas, qué le voy a contar sobre las murmuraciones de la gente que usted no sepa o intuya. Además, había estado investigando mis antecedentes y había descubierto que durante un corto espacio de tiempo en que los problemas económicos nos agobiaban yo me había dedicado, como ya le he confesado anteriormente, a la prostitución. Con esos datos en la mano intentó forzar a mi hermana, diciéndole que si pertenecía a una familia de rameras no tenía por qué poner objeciones a acostarse con él. Ante la negativa de mi hermana y sus declaraciones de que era un mentiroso, Vázquez le mostró, con fotografías y otro tipo de documentos, la veracidad de su aserto: su idolatrada hermana era, o había sido, una prostituta que follaba con hombres a cambio de dinero.
»Mi hermana accedió a sus ruegos y se acostó con él. Luego se vistió, salió de su apartamento y se acercó hasta el viaducto. Cuando se estrelló contra el pavimento aún no había cumplido los dieciocho años.
»Ésta es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad -añadió la joven, con un intento baldío de dar un sesgo irónico a su deprimente relato-. Algunas cosas las supe directamente y otras las he deducido yo o me las han contado personas de confianza, pero básicamente todo ocurrió tal y como le he contado.
El sacerdote permaneció callado durante un rato, estremecido por lo que acababa de oír e intentando encontrar las palabras adecuadas, pero sospechaba que no existían. Su obligación era incitarla al perdón, convencerla de que debía desechar todo espíritu de venganza, animarla a que siguiera viviendo sin rencores, pero era muy difícil, extremadamente difícil, tal vez imposible.
– ¿Denunció lo sucedido a la policía?
– No me haga reír, padre, que no es el momento. Él no sólo era uno de ellos sino de los más importantes. Además, aunque me hubiera encontrado con algún policía honesto y receptivo, que seguramente son mayoría, ya ve que estoy dispuesta a admitirlo, era la época en que acababa de estallar el caso GAL y no creo que les apeteciera dar pábulo a más escándalos policiales, así que seguramente se hubiera tapado el asunto. No, no lo denuncié sino que decidí esperar mientras recopilaba datos e informes. Y el tiempo se ha acabado. Me he constituido en juez y jurado y he dictado sentencia. La pena a la que he condenado al acusado es la de muerte y ha llegado el momento de ejecutarla. Espero que con su ayuda.