– Tal vez tengas razón pero hace tiempo que desistí de discutir sobre esos asuntos. Si no te importa me gustaría acabar de explicarte mi idea.

– Desembucha.

– Como te he dicho, el padre Gajate fue seminarista en la época anterior a la muerte de Franco y conociendo tanto sus ideas como por dónde respiraba la Iglesia en aquellos tiempos, no sería nada raro que hubiera estado metido hasta el cuello en actividades subversivas e ilegales. Si eso fue así quizá, sin que yo lo sepa, hayamos colisionado de algún modo y en estos momentos, por un afán de venganza o de justicia desmedida quiera jugar conmigo al gato y al ratón.

– Esto no es un juego, Emilio -dijo el inspector Romero.

– Lo sé, para nosotros nunca ha sido un juego, pero a él no le guían los mismos motivos que a nosotros. Si hay algo que le está incitando a jugar conmigo, quiero saber qué es.

– Creo que se podrá hacer alguna cosa a ese respecto -contestó Romero mirando inquisitivamente a su compañero.

– Desde luego -respondió a la muda pregunta el inspector Castrofuerte-, pero nos llevará algo de tiempo.

El más joven de los dos inspectores se acercó a los ordenadores y con una agilidad hija a partes iguales de la práctica y de la preparación empezó a teclear velozmente, de modo que ni Vázquez ni Romero eran capaces de seguir con la vista sus evoluciones.

– Estos chavalines están muy preparados en eso de la informática, pero a la hora de dar hostias son unos merengues del carajo -comentó riéndose Romero.

– Si quieres hacemos la prueba -contestó siguiéndole la broma el inspector Castrofuerte, sin dejar de teclear en ningún momento.

– No he encontrado nada -volvió a decir el inspector Castrofuerte cuando por fin dejó de hurgar en el ordenador.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Vázquez algo desilusionado-, ¿que está totalmente limpio?

– No, tan sólo que está limpio en estos momentos -replicó el inspector Castrofuerte-. Con las amnistías que se otorgaron tras la muerte de Franco muchos datos desaparecieron, supongo que estarás al tanto.

– Déjate de chorradas, que yo viví a tope esa época -contestó, enfadado, el padre Vázquez-. Desaparecieron teóricamente, pero todos sabemos que sólo teóricamente. Esos datos existían, por lo menos cuando yo abandoné el cuerpo existían, y me extrañaría mucho que no siguieran existiendo.

– Por supuesto que siguen existiendo -contestó ufano Castrofuerte-, pero ahora existe una Ley de Protección de Datos, así que no nos ha quedado más remedio que sumergir muy profundamente aquéllos en los que estás interesado. Pero con un buen equipo de inmersión todo puede solucionarse.

– Como verás -dijo Romero-, sí que nos hemos adaptado a la nueva era.

– Tardaremos algo de tiempo -volvió a hablar Castrofuerte-, pero creo que al final quedarás contento.

– Tengo todo el tiempo del mundo -contestó Vázquez.

– En ese caso, pongamos de nuevo manos a la obra -dijo satisfecho Castrofuerte, encantado de poder demostrar a esa vieja gloria lo que él y sus instrumentos eran capaces de hacer.

Mientras volvía a teclear frenéticamente su ordenador explicaba a sus acompañantes, con claro espíritu didáctico y para amenizar la espera, lo que estaba haciendo, qué era una red, en qué consistía el correo electrónico, de cuántos megas podía disponer, pero cuando observó que los dos viejos amigos se dedicaban a charlar de sus cosas sin prestarle la menor atención optó por seguir trabajando en silencio.

– Bueno -dijo volviéndose hacia donde estaban sus dos compañeros-, por fin he conseguido lo que deseabais.

El padre Vázquez y el inspector Romero cesaron bruscamente su charla y acudieron presurosos a donde se hallaba el inspector Castrofuerte que se había levantado de su silla y permanecía de pie junto a la impresora. Durante varios segundos fue apilando los folios en una bandeja y luego, cuando la actividad cesó, se los entregó a Vázquez.

– Si quieres te hago un somero resumen de lo que vas a encontrar en esos papeles -dijo Castrofuerte.

– Dime.

– Bueno, tenías razón. Ander Gajate es un viejo conocido nuestro, y cuando digo viejo lo digo con toda propiedad ya que sus antecedentes se remontan a la época anterior a la muerte de Franco. De hecho no se le conocen actividades políticas con posterioridad a la amnistía de 1977.

– ¿Has encontrado algo que le pueda relacionar conmigo?

– En principio creo que no. Tendrás que cotejar fechas y situaciones, al fin y al cabo nadie mejor que tú para saber en qué has andado metido, pero a simple vista, y por lo que me ha contado Antonio, lo que él hacía no eran asuntos en los que tú hubieses estado muy interesado.

Activismo cultural, organización de mesas redondas sobre derechos humanos, apoyo a trabajadores en huelga, firma de manifiestos en pro de presos políticos, artículos en éusquera para revistas clandestinas y de escasa tirada, en fin, nada importante. El padre Gajate era tan sólo una mosca cojonera, como se dice ahora, no un auténtico peligro para el régimen.

– ¿No aparece nada relacionado con actividades terroristas?

– Bueno, tú mejor que yo sabes que en aquellos tiempos a todos los que no comulgaban con la situación se les colgaba el sambenito de terroristas así que los datos que hay son poco fiables. Se sospechaba de su proximidad a ETA y quizá realizara alguna actividad de apoyo o simpatía pero, en todo caso, sería puramente marginal, en ningún momento fue acusado de colaboración con banda armada. Aunque puede haber una relación indirecta.

– ¿Cuál?

– Un hermano suyo, su hermano mayor, fue miembro de la organización terrorista y murió en un enfrentamiento con la policía, pero según los datos que tenemos tú en ese momento no estabas destinado en el País Vasco.

– Él puede pensar que sí.

– Hasta ahí no llegan mis máquinas -contestó Castrofuerte alzando los brazos en un cómico gesto-, todavía no se ha inventado el ordenador capaz de adivinar los pensamientos, pero es una posibilidad que deberías investigar.

– ¿Alguna cosa más de interés?

– Sí, hay otra muerte. Un compañero suyo de seminario, un tal Joaquín Torrente, falleció abatido por disparos de la Policía Armada una noche que había ido a colocar carteles subversivos en el Casco Viejo. Conociendo a tu amigo es posible que esa noche le hubiera acompañado, pero nunca se pudo probar nada. El rector del seminario juró y perjuró que ninguno de sus pupilos, salvo el difunto, claro está, había abandonado esa noche los acogedores muros del seminario. Ya lo sabes, con la Iglesia hemos topado y todas esas cosas.

– Sí, lo sé, pero no me suena. Salvo por mera coincidencia nunca me he dedicado a perseguir a niñatos que colocaban pasquines en las paredes, mi trabajo era diferente.

– Lo sé, pero esa es la información que te podemos proporcionar. Lo lamento si no te sirve para nada.

– No, no, os estoy muy agradecido. Todo es útil, lo único que tengo que hacer es seguir trabajando con los datos que me habéis dado. Bueno, muchas gracias de nuevo, pero lamentándolo en el alma os tengo que dejar.

El inspector Antonio Romero le acompañó hasta la puerta de la calle pero antes de despedirle con un abrazo se puso serio e intentó darle un consejo.

– Ya sé que eres perro viejo, Emilio, pero ten cuidado, ten mucho cuidado. Diga lo que diga la gente joven como Castrofuerte, no todo está en los ordenadores. Quienes hemos vivido mucho lo sabemos. Haz caso a tu instinto, podría salvarte la vida. Quizá ese curita no se haya cruzado nunca en tu camino pero si está lanzándote continuos mensajes no es por mera frivolidad, de eso puedes estar seguro. Y recuerda, el que golpea primero golpea dos veces.

– Hace tiempo que procuro vivir al margen de los golpes.

– Eso es imposible, Emilio, y tú lo sabes. Los golpes que hemos dado, y los que hemos recibido, nos han marcado para siempre.


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