– Mi hijo no es ningún ladrón ni mujeriego -tronó la mujer. Intentaba contenerse, recordando las enigmáticas palabras de su hijo, pero era evidente que tenía que hacer un gran esfuerzo para no enfadarse.
– Yo no he dicho que lo sea, me limito a contarle lo que ha sucedido por si usted me puede ayudar a encontrarle.
– Quizá le hayan secuestrado -replicó tímidamente la madre-, desgraciadamente esas cosas ocurren a menudo, y nadie está a salvo, ni siquiera los sacerdotes, recuerde lo que sucedió en El Salvador.
– Me temo que no es así. Por los datos que tenemos su hijo desapareció voluntariamente, sin ser coaccionado.
– Si es así, ¿qué quiere que yo haga? -habló totalmente abatida la madre del sacerdote-, está visto que para los pobres no puede haber felicidad en este mundo. Mi único hijo sacerdote traicionando a la propia Iglesia -finalizó desconsolada.
– No debiera juzgarle tan duramente -dijo Vázquez, en un vano intento por consolar a su interlocutora-, sólo Dios conoce lo que pasa por la mente de los hombres. Ser sacerdote es duro y tal vez su hijo no lo ha soportado, pero eso no significa que se haya convertido en un indeseable. Posiblemente haya tenido sus motivos para actuar como ha actuado y a nosotros nos corresponde intentar ayudarle, intentar sacarle del bache en el que puede estar metido.
– ¿Y qué es lo que podemos hacer?
– Lo primero de todo intentar encontrarle. ¿Le habló en algún momento de la mujer con la que se ha fugado?
– No, por Dios, no lo hubiera consentido.
– Bueno, en ese caso lo único que podemos hacer es esperar. Es posible que vuelva a telefonearla y, si es así, intente convencerle para que se ponga en contacto conmigo o con alguien del colegio.
– Descuide, que así lo haré. Mi chico es un buen chaval y si ha hecho cosas raras será por algún buen motivo o por estrés, eso que está tan de moda entre la gente de dinero.
El padre Vázquez declinó el sincero ofrecimiento de quedarse a cenar una buena porrusalda y despidiéndose de su anfitriona se dispuso a salir. Antes de que lo hiciera el hermano pequeño, que apenas había intervenido en la conversación, se ofreció a llevarle hasta el pueblo.
– Ha oscurecido y el camino puede ser peligroso cuando no se conoce bien. Si quiere le acerco hasta la plaza y allí podrá coger un autobús.
Vázquez aceptó la oferta y poco después se acomodaba en el asiento delantero de un viejo pero correoso Land-Rover. El joven demostró que hacía ese camino varias veces al día y que incluso podía hacerlo con los ojos cerrados pese a las curvas que orlaban lo que ningún optimista hubiera denominado carretera. Una vez en el pueblo le condujo hasta la plaza, aparcando junto al edificio del ayuntamiento.
– Si le apetece, podríamos tomar un par de vinos -dijo jovial el hermano del padre Gajate.
– ¿Por qué no? -contestó el padre Vázquez. Era evidente que no se trataba de una invitación producida por un repentino acceso de simpatía. Si el hermano del padre Gajate le invitaba a tomar un vino era porque quería hablar con él, así que lo mejor era acceder y averiguar qué quería decirle.
Salieron del Land-Rover y se dirigieron hacia un bar en cuyo cartel exterior podía leerse la palabra herriko taberna [5] .
– ¿Sabe lo que es esto? -preguntó el joven señalando el cartel.
– Perfectamente -contestó el ex policía. Más de una vez había entrado en ese tipo de locales en busca de algún colaborador de la banda terrorista.
En el interior del local no había ninguna mesa libre pero con un simple movimiento de cejas el acompañante del padre Vázquez consiguió que cuatro amigos que estaban jugando al mus abandonaran la partida y pusieran la mesa a su disposición. Estaba claro que Iker Gajate no era un cualquiera, debía de tener poder entre esa gente.
– ¿Tinto? -preguntó escuetamente y al comprobar que el padre Vázquez asentía en silencio se dirigió dando grandes voces al camarero-: Endika, beltza bi [6] -luego, volviendo su vista a unos carteles que aparecían colgados de las paredes habló de nuevo con el padre Vázquez-. ¿Ve esos carteles? Las fotografías que aparecen en ellos son de militantes vascos, muertos o encarcelados. El primero de arriba, a la izquierda, es mi hermano Mikel, el mayor. Fue uno de los primeros miembros de la organización asesinados por la policía española. Quién sabe, quizá le matara usted.
– No, no fui yo, aunque podría haberlo sido. De todos modos eso son historias antiguas.
– Sabe, en cierto modo me gusta usted, tiene cojones a pesar de haberse metido a cura, pero se equivoca si cree que hablo de historias antiguas, para nosotros todo esto -señaló con la mano extendida el cartel- sigue estando vivo, dolorosamente vivo.
– El odio no es un buen consejero, antes o después habrá que parar esta locura.
– Es posible pero ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Tal vez usted?
– No tengo capacidad para eso y, además, estoy retirado. Hace tiempo que dejé de ser policía, ahora sólo soy un simple cura.
– Cura sí pero simple no -replicó sonriente Iker Gajate-. Está usted buscando a mi hermano.
– Tan sólo obedeciendo las órdenes del provincial de nuestra congregación.
– Lo sé, mi hermano me lo ha contado.
– Así que está en contacto con usted.
– Más o menos, no es que me llame a todas horas pero sí lo hace con cierta asiduidad. De hecho siempre hemos tenido una buena relación. Aunque yo no soy especialmente religioso tampoco soy totalmente descreído. En realidad, teniendo en cuenta el ambiente en el que me he criado se me hace difícil dar el paso al ateísmo aunque no me gusta mucho la idea institucional de la Iglesia. Sin embargo, el tener un hermano sacerdote te proporciona cierta tranquilidad. El ver a alguien próximo a ti que se entrega con dedicación y alegría a una causa te hace pensar que quizá haya algo de cierto en ella. En política se produce un efecto parecido, por eso nosotros les llevamos ventaja.
– No sé a quiénes se refiere con ese nosotros y con ese les, pero dedicar la vida a una idea no la convierte necesariamente en justa.
– Es posible, pero para alguien dedicado a una causa se trata de vencer, no de convencer. No obstante, prefiero no desviarme del asunto, estábamos hablando de mi hermano Ander. Ha desaparecido y usted le busca. Además, se ha llevado una importante cantidad de dinero y se encuentra acompañado de una mujer. Si quiere que le sea totalmente sincero lo de la mujer no me preocupa, incluso le alabo el gusto, pero lo del dinero es otra cosa. Entiéndame, no tengo prejuicios pequeñoburgueses acerca del dinero, lo que no acabo de comprender es que mi hermano lo haya robado. No es una acción propia de él.
– Quizá tenga algún motivo.
– Posiblemente lo tiene, de eso estoy seguro, lo que no acabo de saber es si sus motivos son lo suficientemente adecuados, por lo menos desde mi punto de vista. No veo a mi hermano cogiendo ese dinero sencillamente para irse a Río a vivir con una tía.
– Yo tampoco lo veo así pero es una posibilidad. De hecho es lo único que sabemos seguro.
– No hay nada totalmente seguro en este mundo. ¿Quién iba a pensar que un hombre de fuertes convicciones religiosas iba a hacer lo que ha hecho mi hermano? Y sin embargo, contra todo pronóstico, se ha atrevido a dar ese paso. Yo sé que le ha costado mucho pero no por temor a defraudar a la Iglesia sino por temor a defraudar a nuestra madre. Créame, eso ha sido lo más fuerte de todo. Y sin embargo, ha vencido ese miedo y ha actuado del modo que lo ha hecho. No conozco sus motivos, eso lo admito, pero estoy convencido de que existen. Y no sólo existen sino que pronto los conocerá usted también. Él sabe que usted le está buscando.
– Hace tiempo que lo suponía.
– Y también sabe que usted lo sabe.
– ¿Vamos a jugar al juego de yo sé que tú sabes que yo sé o tiene algún mensaje que darme?
– Hay un mensaje. No se esfuerce en buscarle porque cuando llegue el momento él aparecerá y se resolverá todo. Quizá no a su gusto, esto último no me lo ha dicho él, lo he deducido yo, pero cuando llegue el momento todo se aclarará.
– Entonces tenía yo razón, en su acción hay un claro componente de venganza por algo que yo he hecho o por lo que he sido.
– Pudiera ser, a tanto no llego, aunque se supone que en el ánimo de un sacerdote no pueden anidar los deseos de venganza. De todos modos, lo que algunos llaman venganza otros tal vez denominen justicia.
– Usar palabras bonitas no cambian los hechos.
– Lo sé, pero no me corresponde a mí juzgar. Sólo soy un mensajero, usted es quien debe asimilar el mensaje y, si me disculpa, creo que no tenemos nada más de qué hablar. Yo me quedaré aquí durante un rato para solucionar unos asuntos pero creo que usted debe irse cuanto antes. Me he hecho cargo de su seguridad y no le ocurrirá nada mientras permanezca aquí, pero comprenda que entre nosotros no es usted persona grata -finalizó Iker Gajate abandonando la cordialidad que le había acompañado durante toda la conversación.
Cuando el padre Vázquez traspasaba la puerta del local has visto cómo tu hermano miraba hacia la puerta que separa la barra de la taberna de la cocina y te guiñaba un ojo, con un gesto de camaradería que tú sabes que proviene del afecto que te tiene, no de que te comprenda realmente. Desde tu puesto de observación has vigilado atentamente la conversación entre tu hermano pequeño y tu hermano en Cristo, aunque pensar esto último pueda parecer un sarcasmo, pero sigues usando inconscientemente el lenguaje adquirido tras años de profesión religiosa.
No has podido escuchar el contenido de la conversación pero imaginas perfectamente lo que se han dicho ambos contertulios, y sabes que ninguno de los dos te puede comprender.
Tu hermano está muy alejado de ti, sus intereses, sus obsesiones, son distintas a las tuyas aunque puedan tener la misma raíz.
En cuanto al padre Vázquez sabes que está desconcertado y que sospecha algo pero por más que investigue será difícil que llegue, por sí solo, a descubrir la verdad. Es un verdugo que pronto se va a convertir en víctima y lo intuye, pero no podrá cambiar su destino. Quizá se haya arrepentido pero no es tan sencillo borrar las culpas de toda una vida. No, lo sabes por experiencia, porque no estás seguro de que algún día tú seas capaz de borrar las tuyas.