– Privilegios del puesto -comentó socarrón al padre Vázquez-, seguro que usted lo entiende perfectamente.
Vázquez asintió en silencio y acompañó al inspector hasta el interior de un ascensor en el que hubiera entrado toda la plantilla de un equipo de fútbol. Con menos ruido que el que se produce al apagar una vela el ascensor se puso en marcha y les condujo hasta el ático del edificio, cuya totalidad estaba ocupada, según explicó Rojas a su acompañante, por la difunta Irene Vidal.
Una doncella correctamente uniformada y ataviada con una cofia negra que proporcionaba un oportuno toque de luto a su atuendo les abrió la puerta y les condujo hasta un inmenso salón, repleto de cuadros con escenas de caza y dos esculturas que supuestamente representaban a figuras mitológicas. Se sentaron en dos mullidos butacones y pocos segundos después se abrió de nuevo la puerta, dando paso a la elegante figura de un hombre ya mayor, posiblemente en las proximidades de los setenta años, con el pelo completamente blanco y unas manos finas producto de horas de manicura, que vestía como los mayordomos de las películas inglesas.
El padre Vázquez había visto hacía pocos días un reportaje en la televisión vasca sobre el último mayordomo de Euskadi y comprendió, al instante, que aquel programa había mentido. En todo caso se trataría del anteúltimo mayordomo de Euskadi porque el último lo tenía a la vista. Se fijó también en el semblante cariacontecido y de profunda tristeza que el mayordomo era incapaz de ocultar, como un reflejo de los viejos tiempos en que había amos y siervos y éstos reverenciaban a los primeros.
El inspector Rojas, en cambio, dejando de lado las sutilezas que parecían obligatorias en aquel ambiente, explicó en seguida al mayordomo el motivo de la visita. Como inspector encargado del caso quería hacerle unas preguntas. Le acompañaba un sacerdote que recientemente había tratado con la fallecida y que, casualmente, se encontraba con él tratando sobre otros asuntos y al enterarse de las gestiones que tenía que hacer tuvo la amabilidad de ofrecerse para acompañarle. Si el mayordomo sabía que aquélla era una situación irregular, se abstuvo de comentarlo ofreciéndose, por el contrario, a contestar con sinceridad cualquier pregunta que se le hiciera sobre el terrible y luctuoso suceso.
– ¿Cuándo se enteró del fallecimiento de la señora? -preguntó el inspector.
– Más o menos a medianoche -respondió, imperturbable, el mayordomo-. Fueron ustedes quienes nos dieron la noticia llamando directamente aquí. Hasta ese momento no teníamos noticia alguna del hecho.
– ¿No les extrañó que no hubiera llegado a esa hora a casa? ¿Tenía hábitos irregulares?
– Ni una cosa ni otra. Habitualmente la señora cenaba a las nueve de la noche en punto, pero no era nada raro que cenara fuera de casa o que cambiara de planes.
– ¿Cuando ocurría eso les avisaba?
– Generalmente sí.
– Y ese día, ¿les llamó para decir que iba a llegar más tarde?
– No, no lo hizo.
– ¿No les preocupó ese hecho?
– ¿Por qué nos iba a preocupar? -contestó calmadamente el mayordomo, mostrando de inequívoco modo su extrañeza ante esa gente incapaz de penetrar en el modo de vida de la alta sociedad-. La señora era una persona adulta que sabía lo que hacía y lo que quería, no una adolescente a la que hay que vigilar y controlar. Era dueña de su vida y no tenía por qué darnos cuenta de sus horario de entradas y salidas.
– De todos modos fue asesinada, así que la situación no era normal.
– Una situación desagradable, desde luego -dijo el mayordomo, negándose a realizar otro tipo de valoraciones-, pero desconocida para nosotros y sobre la que poco o nada podíamos hacer.
– ¿Les sorprendió lo sucedido?
– Por supuesto, señor. Ésta es una familia antigua, de las de más abolengo de Vizcaya, y nunca había ocurrido algo así. Aunque bueno, ella no era una Iztueta de origen sino tan sólo por matrimonio -añadió con indisimulada satisfacción.
– Parece que no simpatizaba usted con ella.
– Válgame Dios -protestó el mayordomo-, ¿quién soy yo para simpatizar o antipatizar, si se dice así, con la señora? Desde el momento en que se casó con don Alejandro Iztueta se convirtió, para mí, en la señora y como a tal la he tratado siempre.
– Escuche, no nos interesa para nada su comportamiento profesional ante sus patronos. No sé si lo ha asimilado del todo, pero por si acaso volveré a explicárselo: estamos investigando la comisión de un asesinato, y no sólo está usted autorizado a decir la verdad sino que está obligado a ello.
Como si la repetición de la palabra asesinato fuera el ábrete Sésamo que removiera las interioridades del mayordomo, éste mudó repentinamente de expresión y los setenta años que se le adivinaban por su aspecto afloraron envejeciéndole repentinamente. Pidió permiso para sentarse, ya que hasta aquel momento había pertenecido respetuosamente de pie, dignamente erguido como le correspondía por su oficio, y habló entre susurros.
– Era una buscona -dijo.
– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó el inspector.
– Lo que se entiende comúnmente cuando se usa una palabra. Buscona, ramera, furcia, creo que la lengua castellana posee un número casi infinito de sinónimos que podrían aplicársele. Además, era de Madrid.
– Bueno, no creo que eso sea tan grave -contestó el inspector, que había nacido en un pueblito de la provincia de Madrid.
– En general no, pero los Iztueta siempre han emparentado con familias británicas o vascas, nunca de otros lugares.
– Los tiempos cambian -dijo sonriendo Emilio Vázquez.
– Lo sé, padre -contestó el mayordomo usando el respetuoso título eclesial que en aquellos momentos parecía fuera de contexto-, pero cuando empiezan a derrumbarse las tradiciones es el fin de todo. Yo mismo -dijo con añoranza- soy miembro de una especie en extinción. Si conservo mi empleo aquí es tan sólo porque así lo dejó expresado don Alejandro en su testamento, y porque los hermanos del señor tienen a bien pagar mi sueldo.
– ¿No se encarga de ello la señora?
– En absoluto. Yo siempre he estado al servicio de la familia Iztueta, no tenía nada que ver con esa advenediza. Continúo aquí por lealtad a la memoria del señor y a su familia, no por otra cosa. Quizá para ustedes sea difícil entenderlo, pero si yo hubiera abandonado a la señora el escándalo que se habría producido entre los allegados a la familia hubiera sido mayúsculo.
– Entiendo -dijo el inspector, sin entenderlo en absoluto-. Creo que la señora llevaba una vida un tanto desordenada, me refiero al tema de los hombres.
– Le había comprendido perfectamente -dijo el mayordomo-, no era necesario que se explicara. Pues sí, la señora no podía pasarse sin su ración de sexo, como se dice hoy en día, le gustaban los hombres y ella debía de gustarles, según parece.
– Pero no a usted -apostilló el inspector Rojas.
– Dios me ha enviado por otros caminos -respondió el mayordomo más al padre Vázquez que al inspector-. Admito que no me gustaba como mujer pero, sobre todo, no me gustaba como persona.
– ¿Solía traer aquí a alguno de sus amantes?
– No, de ninguna manera -contestó con gesto escandalizado el mayordomo-, nunca se le ocurrió profanar el hogar de los Iztueta. Tenía su propio apartamento.
– ¿Sabe usted dónde está ese apartamento?
– Por supuesto. Una de mis funciones era también cuidar de que allí todo estuviera en orden. Como he supuesto que sería de interés para ustedes me he permitido la libertad de traerles las llaves. En el propio llavero está escrita la dirección del piso -añadió sacando un llavero de uno de los bolsillos de su pantalón y entregándoselo a Rojas.
– ¿Conoce usted la identidad de alguno de sus amantes?
– Lo siento pero no, lo llevaba con total discreción. Quizá alguien más cercano a ella lo supiera pero no los miembros del servicio doméstico de la casa.
– ¿Su difunto marido, el señor Iztueta, conocía esas aficiones de la señora?
– Así es.
– ¿Y nunca decidió ponerles fin? ¿Nunca pensó en divorciarse, por ejemplo?
– No, la familia no lo hubiera aceptado. Por otra parte, al señor le interesaba que su mujer estuviera satisfecha ya que él no podía complacerla.
– ¿Estaba enfermo?
– No exactamente. Don Alejandro era un gran señor, que amaba los placeres y la belleza, pero entre sus cánones de belleza no se incluían los encantos femeninos.
– Entiendo, así que era homosexual.
– La expresión es un tanto brutal pero acertada -contestó el mayordomo.
– ¿Su familia lo sabía?
– Así es, por eso admitieron su matrimonio con esa mujer, pese a que nadie conociera sus orígenes ni sus antecedentes familiares. Sabían que no tendría descendencia, lo pactaron con ella según tengo entendido, y ante terceras personas estaban casados y hacían una vida normal.
– Todo un catálogo de hipocresía -dijo el inspector.
– Yo más bien lo llamaría buenas maneras -protestó suavemente el mayordomo-, pero supongo que cada uno puede usar la palabra que considere más ajustada al caso.
– Me imagino que siendo un hombre religioso, de fe católica, sufriría internamente ante ese desgarro de su personalidad. Actualmente se es más tolerante pero hace años ser homosexual no estaba bien visto por la sociedad y la Iglesia lo consideraba pecado mortal -habló por primera vez el padre Vázquez.
– Siento contradecirle -respondió sonriendo el mayordomo-, pero el señor era ateo. Se había alejado de la religión en su juventud, quizá como rechazo a la intolerancia eclesial en ese aspecto, eso es posible, pero nunca volvió al redil, como suelen decir ustedes.
– Tal vez en sus últimos momentos, presintiendo la cercanía de su muerte, volviera sus ojos a Dios. Recuerde que donó cien millones al colegio en el que había estudiado.
– Sobre esa donación no puedo decir nada, sus motivos tendría y a los demás sólo nos cabe respetar su voluntad, pero respecto al otro asunto puedo asegurarles rotundamente que en ningún momento volvió al seno de la Santa Madre Iglesia, sino que falleció jurando y perjurando contra un dios cruel que permitía que la gente muriera a causa del amor.
– No entiendo -dijo el padre Vázquez.
– El señor tenía el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, ya saben, el sida, y murió como consecuencia de ello, sin arrepentirse de nada. Lo sé porque murió en brazos de la única persona que siempre le había amado de verdad -finalizó el mayordomo sin poder evitar que sus ojos se abrieran en un torrente de lágrimas.