Capítulo seis
La cruz y la espada, solía repetir mi padre. La milicia y la Iglesia, las dos luces que deben alumbrar el camino del español, del patriota, siempre juntas, siempre de la mano, como en aquellos tiempos gloriosos en los que España se enseñoreaba de todas las naciones y en sus dominios nunca se ponía el sol, cuando no éramos la nación de segunda fila en la que nos habían convertido los rojos y separatistas de la anti-España, sino un auténtico Imperio, la nación que más tierras había conquistado en toda la historia, más que el propio Imperio romano.
– Ahora sólo nos queda parte del norte de África y la Guinea Ecuatorial, pero de la mano del Caudillo reverdeceremos los viejos laureles, tenlo siempre presente, hijo. Y recuerda, si de verdad quieres colaborar en el engrandecimiento de tu patria, sólo hay dos profesiones que sean verdaderamente dignas para un español con honor. El uniforme o el hábito. Lo dicen la sangre y la historia. Cuando los conquistadores españoles ensanchaban el territorio nacional les seguían siempre los sacerdotes, dispuestos a ensanchar también los territorios de Dios. He ahí la grandeza de España, hijo mío, que no se limitaba a construir con honor el Imperio, sino que proporcionaba a las razas inferiores que habían sido sometidas la posibilidad de acceder a la salvación eterna. Sólo por eso el español es el hombre más querido a los ojos de Dios. Y tú, hijo mío, si quieres ser un hijo digno de tu padre y de España, algún día seguirás uno de esos dos caminos.
Tardé mucho en preguntarle por qué él no se había dedicado a una de esas dos dignas profesiones. Sólo después de la muerte de mi madre me atreví a hacerlo. Para entonces había vuelto a casarse con una mujer más joven y un recién nacido se había instalado en la familia.
– No me fue posible, hijo mío, y sabe Dios que era lo que yo más deseaba, pero la muerte de mi padre truncó mi destino natural. Tuve que trabajar desde muy joven para sacar adelante el negocio familiar y mantener así a mi madre y mis hermanos. Pero a ti no te sucederá lo mismo, tú no tendrás que atender esas penosas obligaciones, sino que serás libre para honrar, asumiendo una de esas dos carreras, a tu patria y a tu Dios.
Aunque por aquel entonces estaba aún lejos de ser adulto, me maliciaba que esa libertad de la que presumía liberalmente mi padre se debía más que a un desmedido amor hacia mi persona, a que había decidido que el hijo de su segunda mujer fuera quien se hiciera, en un futuro lejano, cargo de los negocios familiares. Quizá fueran celos tontos, pero había cosas que no encajaban. Mi padre demostraba por su nueva mujer un cariño y una atención de las que siempre había carecido mi madre y le proporcionaba unos lujos y comodidades que ella nunca conoció. Tal vez no fuera algo premeditado, tal vez sólo fuera que la sórdida situación de la posguerra iba dejando paso a una nueva España en la que empezaban a asomar los primeros síntomas de consumismo y modernidad, pero cada vez que comparaba las dos situaciones un hierro candente me atravesaba las entrañas.
No estaba ya en edad de tener celos de un hermanito recién nacido, pero tenía muy claro que acababa de pasar a un segundo plano. Y cuando mi padre decidió enviarme interno a un colegio mis sospechas se confirmaron.
– Allí estarás bien, hijo, y poco a poco te convertirás en un hombre. La disciplina del colegio será positiva tanto para tu cuerpo como para tu alma. No sólo aprenderás los conocimientos necesarios para aprobar las asignaturas, sino que aprenderás algo más importante, a ser un hombre recio, viril, capaz de sacrificarse y de afrontar, con fortaleza, las pruebas que te envíe la vida. Y cuando acabes estarás dispuesto a dar el paso que te lleve al Ejército o a la Iglesia.
Lo adornara como lo adornara yo lo consideraba un destierro. En mis mejores momentos me sentía como Don Rodrigo Díaz de Vivar cuando el rey Alfonso VI le apartó de sí, obligándole a salir de Castilla, sólo que yo no tenía a mi lado a alguien como Minaya Alvar Fáñez que me apoyara y consolara. En mis peores momentos, en cambio, me sentía como Oliver Twist, el personaje de Dickens, pero sin el consuelo de pensar que algún día encontraría a mi familia y viviría feliz por el resto de mis días, ya que era precisamente mi familia la que me expulsaba de su seno.
– No llores, hijo mío, si no quieres avergonzarme -fue lo único que me dijo mi padre al despedirse de mí, antes de que subiera al tren que me iba a alejar, por muchos años, de lo que hasta entonces había considerado mi hogar. Ni un beso ni un abrazo, ni siquiera un simple y escueto apretón de manos.
– No lloro, papá, lo que ocurre es que hace mucho frío y me lagrimean los ojos -respondí mientras intentaba sorberme, disimuladamente, los mocos.
Ahora que lo recuerdo en la distancia el colegio no fue tan malo. Después de pasar el mal trago de los primeros días poco a poco fui integrándome. Hasta entonces yo había tenido muy poca relación, por no decir que nula, con niños de mi edad; por eso mi estancia en el internado abrió un mundo nuevo para mí, lleno de posibilidades. Al cabo de tres meses ya participaba como uno más en las travesuras y correrías propias de los alumnos.
Me había unido a un grupo en el que la mayoría de sus componentes eran, como en mi caso, hijos de antiguos combatientes en la guerra, del bando nacional, por supuesto. El grupo lo capitaneaba un tal Antonio Garrido, aunque nunca usábamos su nombre, ya que estaba empeñado en que siempre que le llamáramos lo hiciéramos por el apellido. Mi padre, en una de las pocas cartas que me escribió en contestación a todas las que yo le enviaba, me alababa el gusto en la elección de amigos y me instaba a estar cerca de ese chico, ya que era hijo de uno de los más importantes jefes del Movimiento Nacional y, por tanto, una persona con la que interesaría estar bien relacionado en el futuro.
La verdad es que el hecho de ser hijo de quien era influía en el ascendiente que tenía sobre nosotros Garrido, pero aun sin eso hubiera sido posiblemente nuestro líder natural de todos modos. No había nada que no estuviera dispuesto a hacer ni peligro que no fuera capaz de arrostrar. Para nosotros, embarcarnos con él en sus aventuras era lo más natural del mundo, ya que sabíamos que lo pasaríamos bien y que no sufriríamos las represalias de los curas del modo que las solían soportar otros grupos de alumnos, ya que la influencia paterna llegaba hasta el colegio y la mayoría de los profesores, a gusto o a disgusto, lo mismo da, le tenían lo que los demás niños, envidiosos, llamaban pelota.
Una noche, cuando estaba en el más profundo de los sueños, sentí que me zarandeaba y susurraba a mi oído para que despertara.
– Venga, Vázquez, despierta, no te quedes ahí pasmado, levántate -me decía, llamándome por mi apellido, lo que me llenaba de orgullo, ya que por mimetismo hacia él últimamente insistía ante mis compañeros que me llamaran de ese modo y no por el nombre. El que el propio Garrido me llamara Vázquez en lugar de Emilio, me proporcionaba una inmensa satisfacción. No sabía por qué me despertaba pero estaba dispuesto a seguirle hasta el fin del mundo.
– ¿Qué ocurre? -le pregunté aún somnoliento.
– Venga, levántate y vístete, que tenemos cosas que hacer -me respondió enigmático.
Sin dudarlo un momento hice lo que me decía y poco después, ya vestido y algo más despejado, me reuní con él en el pasillo que daba a los dormitorios.
– Vázquez -me dijo antes de que yo volviera a preguntarle qué sucedía-, más de una vez me has dicho que tu padre fue, como el mío, combatiente en la guerra.
– Sí -contesté henchido de orgullo-, fue un auténtico héroe.
– Entonces, ¿estás dispuesto a seguir sus pasos y actuar como él?
– Por supuesto, pero ¿qué está sucediendo? ¿De nuevo ha estallado la guerra?
– No, claro que no, pero también en épocas de paz hay que estar alerta y vigilar a los enemigos de España, eso es lo que dice siempre mi padre. Y yo acabo de descubrir en este colegio a un auténtico enemigo de España. Si le desenmascaramos habremos demostrado que nosotros también somos unos héroes y nuestros padres y compañeros estarán orgullosos de nosotros.
Las palabras de Garrido acabaron por despertarme del todo y empecé a notar cómo la adrenalina fluía por mi cuerpo. En aquella época yo me había iniciado en la lectura de las historias de Roberto Alcázar y Pedrín, gracias, precisamente, a los tebeos que me dejaba Garrido, y el hecho de parecerme a quienes eran mis héroes colmaba todas mis aspiraciones. Además, si conseguía demostrar a mi padre que su hijo era un patriota digno de él, un héroe incluso, quizá las cosas pudieran cambiar.
– Estoy contigo -dije sin pensármelo dos veces-. ¿Qué es lo que tenemos que hacer? ¿Y de quién se trata? Seguro que de Valverde, nunca me ha gustado ese pelirrojo.
– No, no se trata de ningún estudiante.
– Entonces, ¿quién es el traidor?
– El padre Arizmendi.
Me quedé de piedra, ¿cómo podía ser un traidor, un enemigo de Dios y de España un sacerdote católico?, no tenía sentido. Mi padre me había enseñado que la cruz y la espada eran los pilares de la patria, ¿podía acaso uno de esos dos pilares torcerse?
– No puede ser -protesté-, es un sacerdote y los sacerdotes apoyan a Franco.
– No todos -me contestó, triunfante, Garrido-. Mi padre me ha contado que durante la guerra incluso hubo que fusilar a muchos sacerdotes.
– Eso ya lo sé, el mío también me ha contado cómo los rojos quemaban iglesias y mataban curas y monjas.
– No estoy hablando de eso, pedazo de burro. Fueron los nuestros los que fusilaron a esos sacerdotes de los que te he hablado.
– ¡No es posible! -repliqué escandalizado.
– Mi padre me lo ha explicado muy bien, porque él dirigió uno de los pelotones de fusilamiento -sonrió orgulloso al confesármelo-. Eran sacerdotes pero malos españoles que, cuando se levantó él ejercitó, se quedaron en el lado de la República.
– ¿Cómo pudieron hacer eso?
– Porque eran separatistas. Mi padre ha dicho muchas veces que los separatistas son peores que los rojos. Éstos por lo menos, aunque sean unos malvados enemigos del orden y de la moral, son españoles, mientras que los separatistas dicen que no son españoles.
– ¿De dónde son entonces? -respondí extrañado por la falta de sentido común de aquella gente-. Si han nacido en España tienen que ser españoles, ¿no?
– Claro que sí, pero ellos lo negaban. Decían que no eran españoles, sino vascos.