Así era Rodney. O al menos así era Rodney en Urbana hace diecisiete años, durante los meses en que fui su amigo. Así y de otras formas mucho más irritantes, más desconcertantes también. O al menos mucho más desconcertantes e irritantes para mí. Recuerdo por ejemplo el día en que le dije que quería ser escritor. Como a los amigos de Línea Plural, en cuyas páginas no publiqué más que reseñas y artículos, yo no se lo había confesado antes a Rodney por cobardía o por pudor (o por una mezcla de ambas cosas), pero para aquella tarde de finales de noviembre ya llevaba mes y medio invirtiendo todo el tiempo que me dejaban libre mis clases en la escritura de una novela, que por otra parte nunca acabé, así que debía de sentirme menos inseguro que de costumbre, y en algún momento le dije que estaba escribiendo una novela. Se lo dije ilusionado, como si le estuviera revelando un gran secreto, pero, contra lo que esperaba, Rodney no reaccionó alegrándose o interesándose por la noticia; al contrario: por un instante su expresión pareció ensombrecerse y, con aire de aburrimiento o de decepción, volvió la vista hacia el ventanal de Treno's, a esa hora manchado de luces nocturnas; segundos después recobró su aire de costumbre, alegre y adormilado, y me miró con curiosidad, pero no dijo nada. Este silencio me avergonzó, me hizo sentir ridículo; enseguida la vergüenza se trocó en rencor. Para salir del paso debí de preguntarle si no le sorprendía lo que acababa de decir, porque Rodney contestó:

– No. ¿Por qué iba a sorprenderme?

– Porque no todo el mundo escribe novelas -dije.

Ahora Rodney sonrió.

– Es verdad -dijo-. Ni siquiera tú.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté.

– Que tú no escribes novelas, tú estás intentando escribirlas, lo que es muy distinto. Más vale que no te confundas. Además -añadió sin tratar de suavizar la aspereza del comentario anterior-, ninguna persona normal lee tantas novelas como tú si no es para acabar escribiéndolas.

– Tú no has escrito ninguna -objeté.

– Yo no soy una persona normal -contestó.

Quise preguntarle por qué no era una persona normal, pero no pude, porque Rodney cambió rápidamente de tema.

Esta conversación interrumpida me dejó un regusto tan ingrato que suspendí nuestros encuentros en Treno's con la excusa embustera de que estaba desbordado de trabajo, pero a la semana siguiente volvimos a hablar de la novela y nos reconciliamos, o más bien primero nos reconciliamos y luego volvimos a hablar de la novela. No fue en Treno's, ni tampoco en el despacho, sino después de una fiesta en casa del chino Wong. Ocurrió así. Un día, justo al terminar la clase de catalán, Wong pidió la palabra con cierta solemnidad para explicar que su trabajo de fin de semestre en la escuela dramática consistía en la puesta en escena de un drama en un acto y, con ceremoniosa humildad, nos aseguró que sería un honor para él que acudiéramos al ensayo general de la obra, que iba a tener lugar en su casa aquel viernes por la noche, y le dijéramos qué nos parecía. Por supuesto, yo no tenía la menor intención de acudir a la convocatoria, pero al volver de la piscina el viernes por la tarde, con un fin de semana inmenso y desierto de ocupaciones por delante, debí de pensar que cualquier excusa era buena para no trabajar y me fui a casa de Wong. Éste me recibió con grandes muestras de gratitud y sorpresa, y obsequiosamente me condujo a una buhardilla en uno de cuyos extremos se abría un espacio sólo ocupado por una mesa y dos sillas frente a las cuales, en el suelo, se hallaban ya sentados varios espectadores, entre ellos el americano patibulario de la clase de literatura catalana. Un poco avergonzado, como si me hubieran pillado en falta, lo saludé, luego me senté junto a él y estuvimos conversando hasta que Wong juzgó que ya no iban a llegar más invitados y ordenó dar comienzo a la representación. Lo que vimos fue una obra de Harold Pinter titulada Traición e interpretada por estudiantes de la escuela; no recuerdo su argumento, pero sí que en ella sólo aparecían cuatro personajes, que su cronología interna estaba invertida (empezaba por el final y acababa por el principio) y que transcurría a lo largo de varios años y en vanos escenarios distintos, incluida una habitación de hotel en Venecia. Ya estaba bien avanzada la obra cuando sonó el timbre de la casa. La representación no se interrumpió, Wong se levantó con sigilo, fue a abrir la puerta y enseguida volvió con Rodney, quien, agachándose mucho para no golpearse la cabeza con el techo inclinado, vino a sentarse junto a mí.

– ¿Qué haces aquí? -le dije en un susurro.

– ¿Y tú? -contestó, guiñándome un ojo.

AI terminar la obra aplaudimos de forma efusiva y, después de salir al escenario para saludar al público en compañía de sus actores, con vanas reverencias preparadas para la ocasión, Wong anunció que en el piso de abajo nos aguardaba un refrigerio. Rodney y yo bajamos las escaleras de la buhardilla en compañía del americano patibulario, que elogiaba la puesta en escena de Wong y la comparaba con otra que había visto años atrás en Chicago. En el salón había una mesa cubierta con un mantel de papel y colmada de bocadillos, canapés y botellas de litro; en torno a ella se arremolinaban con avidez los invitados, que habían empezado a beber y a comer sin aguardar a que el anfitrión y los actores se reunieran con nosotros. Siguiendo su ejemplo me serví un vaso de cerveza; siguiendo mi ejemplo Rodney se sirvió un vaso de cocacola y empezó a comerse un bocadillo. Frugal o desganado, el americano patibulario conversaba, cigarro en mano, con una muchacha muy delgada, muy alta, cuyo aire de estudiante lumpen congeniaba a la perfección con el aire punk de mi compañero. Rodney aprovechó la ausencia de éste para hablar.

– ¿Qué te ha parecido? -preguntó.

– ¿La obra?

Asintió mientras masticaba. Yo me encogí de hombros.

– Bien -dije-. Bastante bien.

Rodney reclamó una explicación con la mirada.

– Bueno -reconocí-. La verdad es que no estoy muy seguro de haberlo entendido todo.

– En cambio yo estoy seguro de no haber entendido nada -dijo Rodney después de emitir un gruñido y de vaciarse la boca con un trago de cocacola-. Pero me temo que la culpa de eso no es de Wong, sino de Pin-ter. Ya no me acuerdo dónde leí cómo descubrió su método de escritura. Estaba el tipo con su mujer y le dijo: «Cariño, tengo escritas varias escenas bastante buenas, pero no tienen ninguna relación entre sí. ¿Qué hago?». Y la mujer le contestó: «No te preocupes: tú pégalas todas, que ya se encargarán los críticos de decir lo que significan». La cosa funcionó: la prueba es que no hay ni una sola línea de Pinter que los críticos no entiendan perfectamente.

Me reí, pero no hice ningún comentario al comentario de Rodney, porque en ese momento Wong y los actores aparecieron en el salón. Hubo un conato de aplausos, que no prosperó, y a continuación me acerqué a Wong para felicitarle. Estuvimos charlando un rato de la obra; luego me presentó uno a uno a los actores, y al final a su novio catalán, un estudiante de informática rubio, altanero y mofletudo que, pese a las muestras de afecto que Wong le prodigaba, me dio la impresión de que hacía lo posible por esconder ante mí la relación que los unía. Rodney no se acercó a nosotros; ni siquiera saludó a Wong; tampoco conversaba con nadie. Estaba recostado en el marco de la puerta de la cocina, inmóvil, con una media sonrisa en la boca y su bebida en la mano, igual que si estuviera asistiendo a otra representación. Seguí vigilándole a hurtadillas, evitando que nuestras miradas se cruzaran: allí estaba, solo y como invisible para todos en medio del bullicio de la fiesta. No parecía incómodo; al contrario: parecía estar disfrutando de veras con la música y las risas y las conversaciones que hervían en torno a él, parecía estar juntando coraje para romper su aislamiento autoimpuesto y sumarse a cualquiera de los corros que a cada rato se hacían y se deshacían, pero sobre todo (esto se me ocurrió mientras le miraba mirar a una pareja que improvisaba unos pasos de baile en un extremo despejado del salón) parecía un niño extraviado en una reunión de adultos o un adulto extraviado en una reunión de niños o un animal extraviado en una manada de animales de una especie distinta a la suya. Luego dejé de espiarle y me puse a charlar con una de las actrices, una chica rubia y pecosa y bastante guapa que me habló de la dificultad de interpretar a Pinter; yo le hablé de la dificultad de entender a Pinter, del método de composición de Pinter, de la mujer de Pinter, de los críticos de Pinter; la chica me miraba muy concentrada, incapaz de decidir si debía enfadarse, sentirse halagada o echarse a reír. Cuando volví a buscar a Rodney con la mirada no le encontré; lo busqué por todo el salón: nada. Entonces fui hasta Wong y le pregunté si lo había visto.

– Acaba de marcharse ahora mismo -contestó, señalando la puerta con un gesto ofendido-. Sin decirme nada de la obra. Sin despedirse. Decididamente, ese tipo está como una cabra, si es que no es un cabrón.

Me asomé a una ventana que daba a la calle y le vi. Estaba de pie en las escaleras del porche, alto, voluminoso, desamparado y vacilante, su perfil de ave rapaz recortándose apenas en la luz macilenta de las farolas mientras se subía las solapas del chaquetón de cuero y se ajustaba su gorro de piel y se quedaba muy quieto, mirando la oscuridad de la noche y los grandes copos de nieve que caían frente a él, cubriendo de un resplandor mate el jardín y la calzada. Por un segundo le recordé sentado en el banco y mirando a los niños que jugaban con el disco de plástico y pensé que estaba llorando, mejor dicho, tuve la seguridad de que estaba llorando, pero al segundo siguiente lo que pensé es que en realidad sólo estaba mirando la noche de forma muy rara, como si viera en ella cosas que yo no podía ver, como si estuviese mirando un insecto enorme o un espejo deformante, y después pensé que no, que en realidad miraba la noche como si caminara por un desfiladero junto a un abismo muy negro y no hubiera nadie que tuviera tanto vértigo y tanto miedo como él, y de repente, mientras pensaba eso, noté que todo el resentimiento que había incubado contra Rodney durante aquella semana se había evaporado, quién sabe si porque en aquel momento creí adivinar la causa de que nunca asistiera a las reuniones y fiestas de la facultad y de que, en cambio, hubiera asistido a aquélla.

Cogí mi abrigo, me despedí a toda prisa de Wong y salí en busca de Rodney. Le encontré cuando estaba abriendo la puerta de su coche; no pareció alegrarse especialmente de verme. Le pregunté adonde iba; me contestó que a casa. Pensé en Wong y dije:


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