Toda vez que Carey iba a menudo a Oak City a visitar a su madre viuda y a sus suegros, había mantenido sus vínculos con la familia Randall; en especial con el padre de Steve, al que admiraba. Ese afecto encontraba reciprocidad en el reverendo Nathan Randall. Luego, tres años antes, conforme las exigencias de la próspera parroquia y la congregación del anciano seguían aumentando y su energía decrecía con la edad, éste había mandado llamar al joven Carey y le había ofrecido un puesto como ministro asociado con un salario mejor del que percibía en Illinois. Carey iba a hacerse cargo de algunas de las tareas más rutinarias del reverendo Randall, así como a extender la participación de la Primera Iglesia Metodista en las obras sociales entre los necesitados. Por añadidura, a Carey se le había prometido que reemplazaría al viejo después de su jubilación.

Tom Carey había aceptado la oferta de inmediato y, con su mujer y seis niños, había retornado a su pueblo natal. Ahora sucedería al reverendo Randall. Se veía casi demasiado joven para ser ministro de Dios. Era ligero de complexión aunque atlético, de cabello muy corto, nariz respingada, pálido; semejaba uno de esos chiquillos que portan, al frente y espalda sostenidos por tirantes, sendos carteles de anuncio ambulante de los Boy Scouts de América. Era cabal, recto, serio, leído, inteligente, socialmente activo. No predicaba como si tuviera a Dios a su lado (al reverendo Nathan Randall, quizá; pero no a Dios). Es decir, que desdeñaba los sermones de fuego, gritos y aspavientos. Era alguien que no exageraba la nota.

Carey hablaba de nuevo, calmadamente, titubeante.

– Mencionaste la fe ciega de tu padre, Steve, su indiscutible fe, y cómo le envidiabas por ello. Estaba yo pensando precisamente en eso… en realidad, debatiendo conmigo mismo acerca de si debía discutirlo contigo. -Se humedeció los labios secos-. Señalaste que habías llegado a preferir la verdad de las cosas. Así que… quizá no te molestará escuchar la verdad.

Randall hizo más lento su paso, e inquirió:

– ¿La verdad acerca de qué, Tom?

– La fe ciega de tu padre. Tú sabes cuán cerca he estado de él en estos años recientes. Bueno, para hablar honestamente, he detectado una alteración gradual en su punto de vista. Puede que tú no hayas notado nada la vez última que estuviste aquí, pero ya estaba comenzando a suceder. Tu padre nunca ha perdido la fe. Eso sería impensable. Yo diría más bien que en estos últimos años los sucesos del mundo, la conducta de los hombres, han tendido a sacudir… a sacudir, apenas ligeramente… su fe.

Esto era lo último que Randall habría esperado escuchar. No podía ocultar su perplejidad.

– ¿Su fe en qué? Seguramente no en Dios, ni en el Hijo de Dios. ¿En qué, pues?

– Es difícil ser explícito. Yo diría que no precisamente su fe en Nuestro Señor… sino en la verdad literal del canon del Nuevo Testamento, en el dogma de la Iglesia, en la relevancia del ministro de Cristo sobre la Tierra respecto de los problemas de ahora, en la posibilidad de aplicar algunas de las enseñanzas de Nuestro Señor a estos tiempos intensamente científicos y rápidamente cambiantes.

– Tom, ¿me estás diciendo que sientes que mi padre ha perdido fe en la Palabra?… ¿O al menos algo de su fe?

– Es una sospecha que he abrigado recientemente.

Randall estaba angustiado.

– Si eso es verdad, es terrible, absolutamente terrible. Significaría que ahora sabe que su vida no vale nada; nada más que cenizas.

– Puede que no haya llegado a tanto, Steven. Puede que ni siquiera haya comprendido o afrontado su propia sensación de inquietud. Te lo expondré sencillamente. Empleando la sabiduría tradicional, tu padre estaba tratando de resolver la multitud de nuevos problemas a los que se tiene que enfrentar el hombre del siglo xx en este microcosmos de nuestra sociedad. Y no sólo no estaba funcionando el método, sino que cada vez era más la gente que le estaba volviendo la espalda a su mensaje. Creo que en estos últimos años se ha sentido frustrado, confuso, un poco derrotado y, finalmente, desalentado e impaciente. Creo que el doctor Oppenheimer, con todo lo preciso y lo poco imaginativo que a veces parece, tiene alguna noción de esto. Ayer al mediodía, después de que tu padre sufrió el colapso y fue hospitalizado, el doctor Oppenheimer estaba tomando un café y yo me le reuní. Los dos solos. Le pregunté si el colapso de tu padre habría sido causado por el exceso de trabajo. El doctor Oppenheimer me miró y me dijo: «Accidentes cerebrales, como los coronarios, no vienen del exceso de trabajo. Vienen de la frustración.» ¿Necesito decirte más?

Randall sacudió la cabeza.

– No, eso dice mucho. Lo que me preocupa es que… sin esa irrompible muleta, garantizada de por vida: la fe ciega, ¿cómo podrá recuperarse mi padre?

– Quizá su recuperación pueda fortalecer su fe. Te repito que los cimientos de su fe están allí, sólidos. Sólo que ahora se le pueden ver algunas grietas.

Randall podía ver el perfil del «Hotel Oak Ritz» a la distancia. Sacó su pipa, la cargó y la encendió.

– ¿Y tú qué, Tom? ¿Algunas grietas visibles en ti?

– No en cuanto a mi fe en el Ser Supremo. Ni en Su Hijo. Es alguna otra cosa. -Se acarició el mentón y, eligiendo sus palabras lentamente, prosiguió-: Es… bueno, que lo que a mí me preocupa son los representantes, los mensajeros del Salvador. Han comprado y vendido la idea íntegra del materialismo. ¿Cómo estableces un reino de Dios sobre la Tierra, cuando los guardianes de ese reino idolatran la riqueza, el éxito, el poder? Igualmente desalentador es que nuestros clérigos hayan fracasado en reinterpretar, modernizar y hacer útil una fe nacida en tiempo antiguo. Han tomado demasiado poca conciencia del cataclismo social, de un mundo de comunicación instantánea, un mundo que se balancea sobre una bomba de hidrógeno, un mundo que ha enviado hombres a las estrellas. En este nuevo mundo donde el cosmos se convierte en un hecho observado por televisión, donde la muerte se vuelve una certidumbre biológica, es difícil conservar la fe en un cielo amorfo. Son muchos los adultos que son educados, preparados para afrontar la realidad (tú mismo, por ejemplo), y que no aceptan una doctrina que exige la creencia en el Mesías, en milagros y en un más allá. La mayoría de los jóvenes son demasiado independientes, están demasiado alerta y bien informados, son demasiado escépticos como para mirar con respeto una religión que ya parece mítica, anticuada, un mero narcótico. Aquellos jóvenes que desean lo sobrenatural han encontrado magia más asombrosa en la astrología, la hechicería, las filosofías del Lejano Oriente. Los soñadores idealistas buscan narcóticos mejores en las drogas, y rechazan el materialismo de las comunidades urbanas en favor de la comuna.

– Pero, Tom, en años recientes ha habido entre los jóvenes un renacimiento dramático del interés por la religión. Millares de ellos, agrupados en lo que llaman La Gente de Jesús y Los Fanáticos de Jesús, se han encendido con la vieja figura tradicional del Padre; se han encendido con Sus ideas acerca del amor y la fraternidad. Los he visto, y he visto todas esas óperas de rock, comedias musicales, discos, libros, periódicos, estandartes, todos celebrando a Cristo. ¿No hay una promesa en todo eso?

Carey esbozó una sonrisa descolorida.

– Un poco, un poco, pero no mucho. Nunca he contado con ese renacimiento. Es como si los jóvenes (algunos de ellos, cuando menos) hubieran emprendido un nuevo viaje. Pero me temo que es un viaje corto. Porque es un viaje hacia atrás, hacia el tiempo pasado en búsqueda de la paz en una antigüedad nostálgica… En lugar de eso, deberían tratar de que esa antigüedad sea remodelada, modernizada y transportada desde el pasado para los que viven en el presente. Su viaje nada tiene que ver con la fe duradera. Ese Cristo de ellos… es un Beatle, es un Che y, finalmente, es un vejestorio. No, Steven; se necesita un Cristo más perdurable y una Iglesia mejor. Cualquier renacimiento podría tener suficiente fuerza para subsistir, desarrollarse y tener significado; pero solamente si pudiera conectarse con la Iglesia establecida.


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