Pero se sentía cualquier cosa menos satisfecho.
El comisario tenía una espina clavada con el caso de las flores prensadas, el frustrante caso sin resolver al que, sin lugar a dudas, había dedicado más tiempo.
La situación resultaba más absurda aún porque, tras haberse sumido literalmente miles de horas en profundas cavilaciones tanto de servicio como en su tiempo libre, ni siquiera era capaz de determinar con seguridad que se hubiera cometido un crimen.
Los dos hombres sabían que la persona que había enmarcado la flor había usado guantes; por eso no se detectaban huellas dactilares ni en el marco ni en el cristal. Sabían que sería imposible dar con el remitente. Sabían que el marco podía comprarse en cualquier tienda de fotografía o papelería del mundo. Simplemente no había por dónde empezar. Y el sello de correos variaba; la mayoría de las veces era de Estocolmo, pero en tres ocasiones provino de Londres, dos de París, otras dos de Copenhague, una vez de Madrid, una de Bonn, y otra, el sello más desconcertante de todos, de Pensacola, Estados Unidos. Mientras todas las demás ciudades eran capitales conocidas, Pensacola les resultó tan desconocida que el comisario tuvo que buscarla en un atlas.
Tras despedirse, el hombre que cumplía años se quedó sentado un largo rato contemplando la bella flor, desprovista de significado, originaria de Australia, y cuyo nombre seguía sin conocer. Luego levantó la mirada hacia la pared situada detrás de su mesa de trabajo. Allí colgaban cuarenta y tres flores prensadas y enmarcadas, dispuestas en cuatro filas de diez cuadros cada una, más una fila inacabada, con sólo cuatro. En la fila superior faltaba una flor; el lugar número nueve estaba vacío. La Desert Snow se convertiría en el cuadro número cuarenta y cuatro.
No obstante, por primera vez ocurrió algo que no se ajustaba a la pauta de los anteriores años. De pronto, inesperadamente, el viejo rompió a llorar. El mismo se sorprendió del repentino ataque emocional que le había acometido después de casi cuarenta años.
PRIMERA PARTE. Incitación Del 20 de diciembre al 3 de enero
El dieciocho por ciento de las mujeres de Suecia
han sido amenazadas en alguna ocasión por un hombre.
Capítulo 1. Viernes, 20 de diciembre
El juicio, inevitablemente, ya había terminado y todo lo que se había podido decir estaba ya dicho. Ni por un momento le cupo la duda de que lo iban a declarar culpable. El fallo se hizo público, por escrito, el viernes a las diez de la mañana; ya sólo quedaba el análisis final de los reporteros que esperaban en el pasillo del juzgado.
Mikael Blomkvist los vio a través de la puerta abierta y se detuvo un instante. No quería hablar de la sentencia que acababa de recoger, pero sabía, mejor que nadie, que las preguntas resultaban inevitables, y que debían ser hechas y contestadas. «Así es como se siente un delincuente al otro lado del micrófono», pensó. Algo incómodo, irguió la cabeza y se esforzó en sonreír. Los periodistas le correspondieron y le saludaron amablemente con movimientos de cabeza, casi avergonzados.
– A ver… Aftonbladet, Expressen, la agencia TT, TV4… ¿Y tú de dónde eres…? ¡Anda!, del Dagens Industri. Me he hecho famoso -constató Mikael Blomkvist.
– Danos una buena frase, Kalle Blomkvist -dijo el reportero de uno de los dos grandes periódicos vespertinos.
Mikael Blomkvist, cuyo nombre completo daba la casualidad de que era Carl Mikael Blomkvist, se obligó, como siempre, a no hacer muecas de desaprobación al escuchar su apodo. En una ocasión, hacía veinte años, cuando tenía veintitrés y acababa de empezar su primer trabajo como periodista -una sustitución de verano-, Mikael Blomkvist, sin mérito alguno, y por puro azar, desenmascaró a una banda de atracadores de bancos que, durante dos años, había cometido cinco espectaculares atracos. No cabía duda de que se trataba de la misma banda en todas las ocasiones; su especialidad era entrar con un coche en pequeñas poblaciones y robar uno o dos bancos con una precisión prácticamente militar. Llevaban máscaras de látex que representaban a personajes de Walt Disney, razón por la que se les bautizó, en una jerga policial no del todo exenta de lógica, como la banda del Pato Donald. No obstante, los periódicos la rebautizaron como la banda de los Golfos Apandadores, que les pegaba más, teniendo en cuenta que, en dos ocasiones, sin ninguna consideración y sin preocuparles aparentemente la seguridad de las personas, dispararon varios tiros al aire para amenazar a la gente que pasaba o que les parecía demasiado curiosa.
El sexto atraco se cometió en la provincia de Östergötland en pleno verano. Se dio la circunstancia de que un reportero de la radio local se hallaba en el banco precisamente cuando se produjo el golpe y reaccionó como correspondía a su oficio. En cuanto los atracadores abandonaron el banco se fue a una cabina telefónica y llamó a la radio, dando así la noticia en directo.
Mikael Blomkvist estaba pasando unos días con una amiga en la casa de campo que los padres de ella tenían cerca de Katrineholm. Ni siquiera cuando fue interrogado por la policía pudo explicar con exactitud por qué había relacionado los hechos, pero en el mismo momento en que escuchó la noticia le vino a la mente un grupo de cuatro chicos instalados en una casa situada a unos doscientos metros de la suya. Un par de días antes, cuando él y su amiga iban de camino al quiosco de helados, los había visto jugando al bádminton en el jardín.
Lo único que vio fue a cuatro jóvenes rubios y atléticos en pantalón corto y con el torso desnudo. Resultaba evidente que eran culturistas, pero había algo más en aquellos jugadores de bádminton que llamó su atención, quizá porque el partido se estaba jugando, a pesar del sofocante calor provocado por un sol abrasador, con una energía tremendamente intensa. No parecía un simple pasatiempo.
No había ninguna razón objetiva para sospechar que se tratara de atracadores de bancos, pero, aun así, Mikael dio un paseo y se sentó en una colina con vistas a la casa, que en ese momento parecía vacía. Llegaron al cabo de unos cuarenta minutos y aparcaron un Volvo en la entrada. Parecían tener prisa y cada uno llevaba una bolsa de deporte, tal vez un indicio de que, simplemente, habían estado nadando. Sin embargo, uno de ellos volvió al coche y recogió un objeto que cubrió rápidamente con una cazadora. Incluso desde el lugar en el que se encontraba, relativamente lejano, Mikael pudo ver que se trataba de un auténtico AK4 de los de toda la vida, justo el tipo de arma con el que acababa de estar casado durante un año de servicio militar, de modo que llamó a la policía e informó de su descubrimiento. Así se inició el asedio de la casa, que duró tres días. La noticia fue ampliamente cubierta por los medios de comunicación con Mikael en primera fila, lo que le permitió cobrar una generosa retribución como freelance de uno de los grandes periódicos vespertinos. La policía instaló su centro de operaciones en una caravana situada en el jardín de la casa donde Mikael se alojaba.
La consagración que todo joven periodista necesita en su profesión le vino a Mikael de la mano de la banda de los Golfos Apandadores. La cara negativa de la fama fue que el vespertino de la competencia no pudo resistirse a usar el titular «El superdetective Kalle Blomkvist resolvió, el caso». El texto, de tono ligeramente burlón, estaba redactado por una columnista de cierta edad y contenía al menos una docena de referencias al personaje de Kalle Blomkvist, el joven detective creado por la famosa escritora Astrid Lindgren. Para colmo de males, el periódico ilustraba el artículo con una foto borrosa en la que Mikael, con la boca semiabierta y el dedo índice levantado, parecía darle instrucciones a un agente uniformado. En realidad, no hacía más que indicarle el camino al retrete.