– ¿Sabe lo que me gusta de su carácter, Corso?… La naturalidad con que asume el papel de sicario a sueldo, entre tanto demagogo y cantamañanas que anda por ahí… Parece uno de esos individuos flacos y peligrosos de los que recelaba Julio César… ¿Qué tal duerme?
– A pierna suelta.
– Seguro que no. Apostaría un par de góticos a que es de los que pasan mucho rato con los ojos abiertos en la oscuridad… ¿Quiere que le diga una cosa? Yo recelo por instinto de los hombres flacos voluntariosos y entusiastas. Sólo me sirvo de ellos cuando se trata de mercenarios bien pagados, gente desarraigada y sin complejos. Desconfío de quien alardea de una patria, una familia o una causa.
El librero introdujo de nuevo el Poliphilo en la vitrina. Después soltó una risa seca, desprovista de humor:
– ¿Tiene amigos, Corso?… A veces me pregunto si alguien como usted puede tenerlos.
– Váyase a la mierda.
La sugerencia había sido formulada con impecable frialdad. Varo Borja sonrió lenta y deliberadamente. No parecía ofendido.
– Tiene razón. Su amistad no me interesa lo más mínimo, pues le compro lealtad mercenaria, sólida y duradera. ¿No es cierto?… El pundonor profesional de quien cumple su contrato aunque el rey que le empleó haya huido, aunque la batalla esté perdida y aunque no haya salvación posible…
Miraba a Corso con aire de guasa, provocador, atento a su reacción. Pero éste se limitó a un gesto de impaciencia, tocando, sin mirarlo, el reloj que llevaba en la muñeca izquierda.
– El resto puede escribírmelo -dijo-. Por carta. Yo no cobro por reírle a usted las gracias.
Varo Borja pareció meditar aquello. Luego asintió, aún burlón.
– Otra vez tiene razón, Corso. Volvamos a los negocios… -miró alrededor antes de centrarse en el tema-. ¿Recuerda el Tratado del Arte de la Esgrima , de Astarloa?
– Sí. Una edición de 1870, muy rara. Le proporcioné un ejemplar hace un par de meses.
– El mismo cliente pide ahora Académie de l’spée. ¿Le conoce?
– No sé si se refiere al cliente o al libro… Usted abusa tanto de los leísmos que a veces me armo un lío.
La mirada hosca de Varo Borja reveló escaso aprecio por el comentario:
– No todos poseemos su limpia y breve prosa, Corso. Hablaba del libro.
– Es un Elzevir del xvii. Gran infolio con grabados. Se le considera el más bello tratado de esgrima. Y el más caro.
– El comprador está dispuesto a pagar lo que sea.
– Habrá que encontrarlo, entonces.
Varo Borja había ocupado de nuevo su sillón ante la ventana que enmarcaba la panorámica de la ciudad antigua y cruzaba las piernas, satisfecho, colgados los pulgares en los bolsillos del chaleco. Era obvio que le iban bien los negocios. Sólo unos cuantos, entre sus más cualificados colegas europeos, podían permitirse aquella vista tras la mesa de trabajo. Pero Corso no estaba impresionado. Los tipos así dependían de gente como él, y eso era algo que nadie tenía que explicar a ninguno de los dos.
Se ajustó las gafas torcidas y miró al librero.
– ¿Qué hacemos con el Poliphilo?
Varo Borja dudaba entre la antipatía y el interés, lanzando ojeadas a la vitrina y luego a él.
– De acuerdo -dijo a regañadientes-. Negocie con el suizo.
Asintió Corso sin delatar satisfacción por la pequeña victoria. El suizo no existía, pero ése era asunto suyo. No faltaban compradores para un libro como aquél.
– Hablemos de sus Nueve Puertas -propuso, y vio animarse la expresión del librero.
– Hablemos. ¿Acepta el trabajo?
Corso se mordía la piel de un pulgar, junto a la uña. La escupió suavemente sobre la mesa impoluta.
– Imagine por un momento que su ejemplar resulta falso. Y que el auténtico es cualquiera de los otros dos. O ninguno.
Varo Borja, molesto, parecía buscar con la mirada la minúscula piel del pulgar de Corso. Por fin renunció a ello.
– En tal caso -dijo- tomará buena nota y seguirá mis instrucciones.
– Cuéntemelas.
– Cada cosa a su tiempo.
– Insisto. Cuéntemelas -comprobó que el librero dudaba un instante. En el rincón de su cerebro donde residía el instinto de cazador, algo empezó a latir fuera de lugar. Tic, tac. El sonido casi imperceptible de una máquina desajustada.
– Eso -respondió el otro, por fin- lo decidiremos sobre la marcha.
– ¿Qué hemos de decidir? -Corso empezaba a mostrarse irritado-. Uno de los libros se encuentra en una colección privada y el otro en una fundación pública; ninguno está en venta. Eso significa que ahí termina todo: mi gestión y sus pretensiones. Yo le digo: éste o aquél son falsos, o no lo son. En cualquier caso, cuando termine cobro y adiós.
Demasiado simple, decía la media sonrisa del librero. -Eso depende.
– Es lo que temo… Tiene alguna idea entre ceja y ceja, ¿verdad?
Varo Borja levantó un poco una mano, observando el reflejo de ésta en la superficie pulida de la mesa. Después la hizo descender despacio, hasta unir la mano al reflejo. Corso miró aquella mano ancha y velluda, con un enorme sello de oro en el meñique. La conocía demasiado bien. La había visto firmar cheques sobre cuentas inexistentes, apoyar rotundas falsedades, estrechar manos que iba a traicionar. Siguió escuchando el sospechoso tic tac. De pronto sentía una extraña fatiga. Ya no estaba seguro de desear el trabajo.
– No estoy seguro -dijo en voz alta- de que desee este trabajo.
Varo Borja tuvo que captar el tono en su voz, pues modificó su actitud. Entrelazaba ahora los dedos bajo el mentón, inmóvil, con la luz de la ventana bruñéndole la calva bronceada y perfecta. Parecía reflexionar, y sus ojos no se apartaban de Corso.
– ¿Nunca le he contado por qué me hice librero?
– No. Y maldito lo que me importa.
El otro soltó una carcajada teatral. Aquello anunciaba su disposición a encajar, benévolo. El malhumor de Corso podía discurrir sin consecuencias, hasta nueva orden.
– Le pago para que escuche lo que me dé la gana.
– Aún no ha pagado, esta vez.
El otro abrió un cajón, extrajo un talonario de cheques y lo puso sobre la mesa, mientras Corso miraba alrededor con resignado desamparo. Era el momento de decir adiós muy buenas o quedarse en el despacho, esperando. También era momento para que le ofreciesen un trago de algo, pero su interlocutor no era esa clase de anfitrión. Así que encogió los hombros, tocando con un codo la petaca de ginebra que abultaba en uno de sus bolsillos. Era absurdo. Sabía perfectamente que no se iba a ir, le gustase o no lo que estaban a punto de proponerle. Y Varo Borja también lo sabía. Escribió una cifra, puso la firma y cortó el cheque, empujándolo hacia su interlocutor.
Sin tocarlo, Corso le echó un vistazo.
– Acaba de convencerme -suspiró-. Soy todo oídos.
El librero ni siquiera necesitaba permitirse un ademán triunfal. Sólo una breve señal de asentimiento segura y fría, cual si acabara de resolver un desdeñable trámite.
– Entré en esto por casualidad -empezó a contar-. Un día me vi sin un céntimo en el bolsillo y con la biblioteca de un tío-abuelo fallecido como única herencia… Dos mil títulos, más o menos, de los que sólo un centenar valía la pena. Pero entre ellos había una primera edición del Quijote, un par de salterios del siglo xiii y uno de los cuatro únicos ejemplares conocidos del Champfleury de Geoffroy Tory… ¿Qué le parece?
– Que tuvo demasiada suerte.
– Y que lo diga… -asintió Varo Borja, neutro y seguro. Narraba sin la autocomplacencia que suelen ostentar muchos triunfadores al hablar de sí mismos-…Por aquella época yo lo ignoraba todo sobre los coleccionistas de libros raros, aunque capté lo esencial: gente dispuesta a pagar mucho dinero por productos escasos. Y yo poseía algunos de esos productos… Así aprendí palabras de las que no tenía ni idea, como colofón, diente de perro, proporción áurea o encuadernación en abanico… Y mientras le cobraba afición al negocio, descubrí algo: hay libros para vender y libros para guardar. En cuanto a estos últimos, se ingresa en bibliofilia como en religión: para toda la vida.