– Averígüelo. Investigue Las Nueve Puertas como si de un crimen se tratara. Rastree pistas, compruebe cada página, cada grabado, el papel, la encuadernación… Remonte hacia atrás esa pesquisa para descubrir de dónde procede mi ejemplar. Después, en Sintra y París, haga lo mismo con los otros dos.

– Me ayudaría mucho saber cómo averiguó que el suyo es falso.

– No puedo decírselo. Confíe en mi intuición.

– Su intuición va a costarle mucho dinero.

– Limítese a gastarlo.

Extrajo el cheque del bolsillo y lo puso en manos de Corso. Éste le dio vueltas entre los dedos, indeciso.

– ¿Por qué me paga por adelantado?… Nunca lo había hecho antes.

– Tendrá muchos gastos que cubrir. Eso es para que empiece a moverse -le entregó un grueso dossier encuadernado-. Aquí va todo cuanto he averiguado sobre el libro; puede serle útil.

Corso seguía mirando el cheque.

– Es demasiado para un anticipo.

– Tal vez se enfrente a ciertas complicaciones.

– No me diga.

Tras el sarcasmo, oyó al librero aclararse la garganta. Por fin llegaban al nudo de la cuestión.

– Si los tres ejemplares son falsos o están incompletos -continuó Varo Borja- habrá terminado su trabajo y liquidaremos la cuestión… -hizo una pausa para pasarse una mano por la calva bronceada y le sonrió, incómodo, a Corso-. Pero un libro puede resultar auténtico, y entonces dispondrá de más dinero. Porque en ese caso quiero tenerle como sea, sin reparar en medios ni en gastos.

– Bromea, ¿verdad?

– No tengo cara de bromear, Corso.

– Eso es ilegal.

– Usted ya ha hecho cosas ilegales antes.

– No de ese tamaño.

– Nadie le pagó lo que yo pagaré.

– ¿Cuál es su garantía?

– Dejo que se lleve el libro, pues necesita el original para su trabajo… ¿Le parece poca garantía?

Tic, tac. Corso, que conservaba Las Nueve Puertas en sus manos, puso el cheque entre las páginas como una señal y sopló del libro un polvo imaginario antes de devolvérselo a Varo Borja.

– Hace un rato dijo que el dinero lo compra todo, así que puede comprobarlo en persona. Vaya a ver a los propietarios y mójese el culo.

Dio media vuelta, encaminándose hacia la puerta mientras se preguntaba cuántos pasos daría antes de escuchar la voz del librero. Fueron tres.

– Éste no es asunto para gente de toga -dijo Varo Borja-. Sino para gente de espada.

El tono había cambiado. Ya no estaba allí el aplomo arrogante, ni el desdén hacia el mercenario cuyos servicios alquilaba. Un ángel -xilografiado por Durerobatió con suavidad sus alas tras el cristal de un marco, en la pared, mientras los zapatos de Corso giraban despacio sobre el mármol negro del suelo. Junto a las vitrinas atestadas de libros y la ventana enrejada con la catedral al fondo, junto a todo lo que podía comprar con dinero, Varo Borja parpadeaba, desconcertado. Aún mantenía la mueca de arrogancia; incluso una mano golpeaba con mecánico desdén las tapas del libro. Pero mucho antes de aquel momento glorioso, Lucas Corso había aprendido a leer la derrota en los ojos de los hombres. Y también el miedo.

Su pulso latía con tranquila satisfacción cuando, sin decir palabra, desanduvo el camino hasta Varo Borja. A1 llegar ante él extrajo el cheque que asomaba entre las páginas de Las Nueve Puertas, y tras doblarlo cuidadosamente se lo metió en el bolsillo. Después cogió el dossier y el libro.

– Ya tendrá noticias mías -dijo.

Supo que había tirado el dado; que avanzaba la primera casilla en un peligroso juego de la oca y que era tarde para echarse atrás. Pero le apetecía jugar. Bajó por la escalera dejando a la espalda el eco de su propia risa seca, entre dientes. Varo Borja estaba equivocado. Ciertas cosas no podían pagarse con dinero.

La escalera de la puerta principal daba a un patio interior, con brocal de pozo y dos leones venecianos de mármol, que una verja separaba de la calle. Del Tajo subía una humedad desagradable que detuvo a Corso bajo el arco mudéjar de la entrada para subirse el cuello del gabán. Caminó por las callejas estrechas y silenciosas, de irregular empedrado, hasta una pequeña plaza donde había un bar con mesas de hierro y algunos castaños de ramas desnudas bajo el campanario de una iglesia. Escogió un rectángulo de sol tibio y se instaló en la terraza mientras sus miembros, entumecidos, recobraban un poco de calor. Dos vasos de ginebra a palo seco, sin hielo, contribuyeron a normalizar la situación. Sólo entonces abrió el dossier sobre Las Nueve Puertas y le dedicó el primer vistazo serio.

Había un informe de cuarenta y dos páginas mecanografiadas, con todos los antecedentes históricos del libro, tanto en la supuesta versión original, el Delomelanicon o Evocación de la Oscuridad , como en la de Torchia, Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras, impresa en Venecia en 1666. Varios apéndices aportaban bibliografía, fotocopias de citas en textos clásicos y datos sobre los otros dos ejemplares conocidos: propietarios, restauraciones, fechas de adquisición, direcciones actuales. Se incluía también una transcripción de las actas del proceso de Aristide Torchia, con la narración de un testigo ocular, un tal Gennaro Galeazzo, consignando los últimos momentos del infortunado impresor:

… Subió al cadalso sin aceptar reconciliarse con Dios y guardaba silencio obstinado. Cuando prendieron fuego el humo empezó a sofocarlo. Desorbitó los ojos con grito terrible, encomendándose al Padre. Muchos presentes santiguábanse porque pedía clemencia a Dios en la muerte. Otros dicen que gritó al suelo, o sea a las entrañas de la tierra…

Un coche pasó al otro lado de la plaza, perdiéndose en una de las esquinas que conducían a la catedral. El motor sonó un poco tras la esquina, igual que si el conductor se hubiera detenido un momento, antes de alejarse calle abajo. Corso apenas prestó atención, ocupado como estaba en las páginas del libro. La primera contenía la portada y la segunda estaba en blanco. La tercera, iniciada con una bella N capitular, era la primera del texto propiamente dicho y empezaba con una críptica introducción:

Nos p.tens. L.f.r, juv.te Stn. Blz.b, Lvtn, Elm, atq Ast.rot. ali.q, h.die ha.ems ace.t pct fo.de.is c.mt. qui no.st; et h.ic pol.icem am.rem mul. flo.em virg.num de.us mon. hon v.lup et op. For.icab tr.d.o, eb.iet i.li c.ra er. No.is of.ret se.el in ano sag. sig. s.b ped. cocul.ab sa Ecl.e et no.s. r.gat i.sius er.t; p.ct v.v.t an v.q fe.ix in t.a hom. et ven.os.ta int. nos ma.et D:

Fa.t in inf int co.s daem.

Satanas. Belzebub, Lcfr, Elimi, Leviathan, Astaroth

Siq pos mag. diab. et daem. pri.cp dom.

Tras la introducción, cuya supuesta autoría era evidente, comenzaba el texto. Corso leyó las primeras líneas:

D. mine mag. que L. fr, te D.um m. Et.pr ag.sco. et pol.cor t ser.ire, a.ob.re quam.d p. vvre; et rn.io al.rum d. et js.ch.st. et a.s sn.ts tq.e s.ctas e. Ec.les. apstl. et rom. et om. i sc.am. et o.nia ips. s.cramen. et o.nes atio et r.g. q.ib fid. pos.nt int.rcd. p.o me; et t.bi po.lceor q. fac. qu.tqu.t m.lum pot., et atra. ad mala p. omn. Et ab. rncio chrsm. et b.ptm et omn…

Levantó la vista hacia el pórtico de la iglesia, cuyas arquivoltas ocupaban imágenes del juicio Final gastadas por la lluvia y la intemperie. Bajo éstas, partiendo la puerta en dos, un nicho sobre una columna cobijaba un pantocrátor de aspecto airado cuya mano derecha, alzada, sugería más castigo que clemencia. En la siniestra sostenía un libro abierto, y Corso no pudo sustraerse a la inevitable asociación de ideas. Miró alrededor, la torre de la iglesia y los edificios circundantes; las fachadas conservaban escudos de armas episcopales, y se dijo que también esa plaza vio arder, en otro tiempo, hogueras de la Inquisición. Después de todo, aquello era Toledo. Crisol de cultos subterráneos, de misterios iniciáticos, de falsos conversos. Y de herejes.


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