Hice memoria. Ni la más remota idea.

– En absoluto -respondí-. ¿Tiene relación mas?

Aún dudó un momento.

– No -dijo por fin, aunque parecía lejos de estar convencido-. Creo que no. Pero continúe. Hablaba del auténtico d'Artagnan en Flandes.

– Murió en Maestrich, como he dicho, a la cabeza de sus hombres. Una muerte heroica: sitiaban la plaza ingleses y franceses, había que cruzar un paso peligroso, y d'Artagnan quiso ir primero por cortesía hacia sus aliados… Una bala de mosquete le partió la yugular.

– Nunca fue mariscal, entonces.

– No. Es exclusivo mérito de Alejandro Dumas conceder al d'Artagnan de ficción lo que el tacaño Luis XIV negó a su antecesor de carne y hueso… Conozco un par de libros interesantes sobre el particular; anote los títulos si quiere. Uno es el de Charles Samaran: D'Artagnan, capitaine des mousquetaires du rol, histoire veridique d'un héros de roman, publicado en 1912. El otro es Le vrai d'Artagnan. Lo escribió el duque de Montesquieu-Fezensac, descendiente directo del d'Artagnan auténtico. Publicado en 1963, me parece.

Ninguno de esos pormenores tenía aparente relación directa con el manuscrito Dumas, pero Corso los anotaba como si le fuera la vida en ello. De vez en cuando levantaba la vista del bloc y me dirigía inquisitivas miradas a través de los lentes torcidos. Otras inclinaba la cabeza cual si dejase de escuchar, y parecía absorto en secretas meditaciones. En ese momento, aunque yo mismo estaba al corriente de todos los detalles sobre El vino de Anjou, incluso de ciertas claves ocultas para el cazador de libros, me veía, en cambio, lejos de imaginar las complejas implicaciones que el asunto de Las Nueve Puertas iba a tener en la historia. Pero Corso, a pesar de su mente acostumbrada a la lógica, empezaba ya a establecer siniestras relaciones entre los hechos de cuya información disponía y, por decirlo de algún modo, el carácter literario sobre el que esos hechos se sustentaban. Todo esto puede parecer algo confuso, mas tengamos en cuenta que para Corso, entonces, la situación realmente lo era. Y aunque el momento temporal de esta narración es, sin duda, posterior al desenlace de los graves sucesos que ocurrieron después, el mismo carácter del bucle -recuerden los cuadros de Escher, o al bromista Bach- nos obliga a retornar continuamente al principio, ciñéndonos a los estrechos límites de la mente de Corso. Saber y callar, es la regla. Incluso cuando se hacen trampas, sin reglas no habría juego.

– De acuerdo -dijo el cazador de libros después de anotar los títulos recomendados-. Ése es el primer d'Artagnan, el auténtico. Y el tercero es el ficticio de Dumas. Imagino que el nexo entre ambos será aquel libro de Gatien de Courtilz que usted me mostró el otro día: las Memoires de M. d'Artagnan.

– Exacto. Es el que podemos llamar eslabón perdido, el menos famoso de los tres. Un gascón intermedio, literario y real al mismo tiempo; precisamente el que Dumas utiliza para crear su personaje… Gatien de Courtilz de Sandras era un escritor contemporáneo de d'Artagnan, que comprendió lo novelesco del personaje y se puso a la tarea. Siglo y medio más tarde, Dumas se enteró de la existencia del libro durante un viaje a Marsella. El dueño de la casa en que se hospedaba tenía un hermano encargado de la biblioteca municipal. Según parece, el hermano le mostró el libro, editado en Colonia en 1700. Dumas comprendió el partido que podía sacarse de él, lo pidió prestado y no lo devolvió jamás.

– ¿Qué sabemos de ese antecesor de Dumas, Gatien de Courtilz?

– Bastante. Entre otras cosas porque tenía una abultada ficha policial. Nació en 1644 ó 1647 y fue mosquetero, corneta en el Royal-Étranger, una especie de legión extranjera de la época, y capitán del regimiento de caballería de Beaupré-Choiseul. Al terminar la guerra de Holanda, la misma en que murió d'Artagnan, Courtilz se quedó allí para cambiar la espada por la pluma, escribiendo biografías, temas históricos, memorias más o menos apócrifas, chismes y enredos escabrosos de la corte francesa… Eso le trajo problemas. Las memorias del señor d'Artagnan tuvieron un éxito asombroso: cinco ediciones en diez años. Mas desagradaron a Luis XIV, poco satisfecho de la irreverencia con que se narraban algunos pormenores de la familia real y sus allegados. Eso le costó a Courtilz ser apresado a su regreso a Francia, y alojarse en la Bastilla por cuenta del Estado hasta poco antes de su muerte.

Sin que viniera a cuento, el actor aprovechó mi pausa para deslizar una cita de En Flandes se ha puesto el sol, de Marquina: «Nos regía -recitó- /un capitán que venía / mal herido en el afán / de su postrer agonía. / Señores, qué capitán / el capitán de aquel día…». O algo así. Se trataba de un descarado intento de lucirse ante la periodista, en cuyo muslo ya afirmaba la mano con ademán de propietario. Los otros, en especial el novelista que firmaba Emilia Forster, le dirigieron miradas de envidia o mal disimulado rencor.

Tras un silencio cortés, Corso decidió devolverme el control de la situación.

– ¿Cuánto le debe a Courtilz el d'Artagnan de Dumas?

– Le debe mucho. Aunque en Veinte años después y en el Bragelonne se manejan otras fuentes, la historia de Los tres mosqueteros ya está básicamente en Courtilz. Dumas proyecta sobre ella su genio y le da envergadura; aunque todo se lo encuentra esbozado: la bendición del padre de d'Artagnan, la carta de Treville, el desafío con los mosqueteros, que en el primer texto son hermanos… Milady también aparece. Y d'Artagnan se asemeja a d'Artagnan como dos gotas de agua. Algo más cínico el de Courtilz; más avaro y menos de fiar. Pero es el mismo.

Corso se inclinó un poco sobre la mesa.

– Antes dijo que Rochefort simboliza la trama negra en torno a d'Artagnan y sus amigos… Pero Rochefort no es más que un esbirro.

– En efecto. A sueldo de su Eminencia Armando Juan du Plessis, cardenal de Richelieu…

– El malvado-dijo Corso.

– El malvado Carabel -apostilló el actor, resuelto a seguir metiendo baza. Impresionados por la incursión folletinesca de aquella tarde, los estudiantes tomaban notas o escuchaban boquiabiertos. Sólo la chica de los ojos verdes se mantenía imperturbable, un poco al margen; igual que si estuviera allí sólo de paso, por casualidad.

– Para Dumas -continué, retomando el asunto-, al menos en la primera parte del ciclo de Los mosqueteros, Richelieu suministra el personaje imprescindible en todo folletín romántico de aventuras y misterio: un enemigo poderoso en la sombra, la encarnación del Mal. Para la historia de Francia, Richelieu fue un gran hombre; mas en Los mosqueteros no es rehabilitado hasta veinte años después. Así, el astuto Dumas se reconcilió con la realidad sin que perjudicase el interés de su novela; ya había encontrado otro villano: Mazarino. Esa rectificación, puesta incluso en boca de d'Artagnan y sus compañeros cuando elogian, con carácter póstumo, la grandeza de su antiguo enemigo, carece de mérito moral. Para Dumas era un cómodo acto de contrición… Sin embargo, durante el primer tomo del ciclo, cuando el cardenal planea el asesinato de Buckhingam, la perdición de Ana de Austria, o da carta blanca a la siniestra Milady, Richelieu encarna a la perfección el papel de malvado. Su Eminencia es a d'Artagnan lo que el príncipe Gonzaga a Lagardére, o el profesor Moriarty a Sherlock Holmes. Esa presencia oculta y diabólica…

Corso hizo un gesto para interrumpirme. Eso era extraño, pues empezaba a conocer sus maneras, y veía más propio en él no intervenir hasta que su interlocutor agotara los argumentos, exprimido el último indicio de información.

– Ha utilizado dos veces la palabra diabólico -dijo mirando sus notas-. Y las dos refiriéndose a Richelieu… ¿Era aficionado el cardenal a las ciencias ocultas?

Aquellas palabras produjeron una situación peculiar. La joven se había vuelto a observar a Corso con curiosidad. Él me miraba a mí, y yo a la chica. Ajeno al extraño triángulo, el cazador de libros aguardaba mi respuesta.


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