– No me diga que también hubo un Porthos.

– Lo hubo. Se llamó Isaac de Portau y tuvo que conocer a Aramis, o Aramitz, porque ingresó en los mosqueteros tres años después que él, en 1643. Según la crónica murió prematuramente: enfermedad, la guerra, o un duelo como Athos.

Corso tamborileó con los dedos sobre las Memorias de d'Artagnan y movió un poco la cabeza. Sonreía.

– De un momento a otro va a decirme que también existió una Milady…

– Exacto. Mas no se llamaba Ana de Brieul, ni fue duquesa de Winter. Tampoco llevaba una flor de lis marcada en el hombro, aunque sí era agente de Richelieu. Se llamaba condesa de Carlille, y le robó, en efecto, dos herretes de diamantes en un baile al duque de Buckhingam… No me mire con esa cara. Lo cuenta La Rochefoucauld en sus memorias. Y La Rochefoucauld era un hombre muy serio.

Corso me observaba con fijeza. No parecía de los que se admiran con facilidad, y mucho menos en cuestión de libros; pero se mostraba impresionado. Después, cuando lo conocí mejor, llegué a preguntarme si la admiración era sincera, o una de sus retorcidas argucias profesionales. Ahora que todo ha terminado, creo estar seguro: yo era una fuente más de información, y Corso le daba hilo a la cometa.

– Todo esto es muy interesante-dijo.

– Si va a París, Replinger podrá contarle mucho más que yo… -miré el original sobre la mesa-… Aunque ignoro si compensa el gasto de un viaje… ¿Qué puede valer ese capítulo en el mercado?

Mordió de nuevo el extremo del lápiz, componiendo un gesto escéptico:

– No mucho. En realidad voy por otro asunto. Sonreí con tristeza cómplice. Entre mis escasas posesiones se cuentan un Quijote de Ibarra y un Volkswagen. Por supuesto, el automóvil me costó más que el libro.

– Sé a qué se refiere -dije, en tono solidario.

Corso hizo un gesto que podía interpretarse como de resignación. Sus incisivos de roedor asomaban en ácida mueca:

– Hasta que los japoneses se harten de Van Gogh y Picasso -sugirió- y lo inviertan todo en libros raros. Me eché hacia atrás en el asiento, escandalizado.

– Que Dios nos ampare cuando esto ocurra.

– Eso dígalo por usted -me miraba con sorna a través de sus lentes torcidas-. Yo pienso forrarme, señor Balkan.

Guardó el bloc en el bolsillo del gabán mientras se levantaba, colgándose al hombro la bolsa de lona. No pude menos que detenerme a considerar su aspecto equívocamente apacible, con aquellas gafas metálicas nunca estables sobre la nariz. Más tarde supe que vivía solo, entre libros propios y ajenos, y además de cazador a sueldo era experto en juegos de simulación napoleónicos, capaz de reproducir sobre un tablero, de memoria, el orden de batalla exacto en la víspera de Waterloo: una historia familiar, algo extraña, que hasta mucho después no llegué a conocer del todo. He de admitir que, evocado así, Corso parece desprovisto del menor atractivo. Y sin embargo, ateniéndonos al rigor con que narro esta historia, debo precisar que en su desmañada apariencia, justo en aquella torpeza que podía ser -ignoro cómo lo conseguía- cáustica y desamparada, ingenua y agresiva al mismo tiempo, acechaba eso que las mujeres llaman gancho y los hombres simpatía. Positivo sentimiento que se esfuma cuando nos palpamos el bolsillo para comprobar que acaban de quitarnos la cartera.

Corso recuperó el manuscrito y lo acompañé hasta la puerta. Se detuvo a estrecharme la mano en el vestíbulo, donde los retratos de Stendhal, Conrad y Valle-Inclán otean adustos la atroz litografía que la comunidad de vecinos, con mi voto en contra, decidió colgar hace unos meses en el rellano de la escalera.

Sólo entonces me animé a formular la pregunta:

– Le confieso que siento curiosidad por saber dónde encontraron eso.

Se detuvo, indeciso, antes de responder. Sin duda analizaba los pros y los contras. Pero yo lo había recibido amablemente y estaba en deuda conmigo. También podía volver a necesitarme, así que no le quedaba opción.

– Tal vez usted lo conociera -respondió por fin-. El manuscrito se lo compró mi cliente a un tal Taillefer.

Me permití una mueca de sorpresa, sin exageraciones:

– ¿Enrique Taillefer?… ¿El editor?

Su mirada vagaba por el vestíbulo. Al cabo movió la cabeza una vez, de arriba abajo.

– El mismo.

Nos quedamos en silencio los dos. Corso encogió los hombros, y yo sabía muy bien por qué. La causa podía encontrarse en las páginas de sucesos de cualquier diario; Enrique Taillefer llevaba muerto una semana. Lo habían encontrado ahorcado en el salón de su casa: el cordón del batín de seda en torno al cuello y los pies girando en el vacío, sobre un libro abierto y un jarrón de porcelana hecho pedazos.

Algún tiempo después, cuando todo hubo terminado, Corso accedió a contarme el resto de la historia. Puedo así reconstruir ahora con razonable fidelidad ciertos hechos que no presencié: el encadenamiento de circunstancias que condujeron al fatal desenlace y la resolución del enigma en torno a El club Dumas. Gracias a las confidencias del cazador de libros puedo oficiar de doctor Watson en esta historia, y contarles que el siguiente acto se inició una hora después de nuestra entrevista, en el bar de Makarova. Flavio La Ponte, sacudiéndose el agua de encima, fue a acodarse en la barra, junto a Corso, y pidió una caña mientras recobraba el aliento. Después miró hacia la calle, rencoroso y satisfecho, cual si acabase de cruzar bajo fuego de francotiradores. Llovía con saña bíblica.

– La razón comercial Armengol e Hijos, Libros Antiguos y Curiosidades Bibliográficas piensa querellarse contigo -dijo, la barba rubia y rizada con espuma de cerveza en torno a la boca-. Acaba de telefonear su abogado.

– ¿De qué me acusan? -preguntó Corso.

– De engañar a una viejecita y saquear su biblioteca. Juran que esa operación la tenían ellos comprometida.

– Pues que hubieran madrugado, como hice yo.

– Eso dije, pero están furiosos. Cuando fueron por el lote, habían volado el Persiles y el Fuero Real de Castilla. Además, hiciste una tasación del resto muy por encima de su valor. Ahora la propietaria se niega a vender. Pide el doble de lo que ofrecen… -bebió un trago de cerveza mientras guiñaba un ojo, risueño y cómplice-. Clavar una biblioteca, se llama esa bonita maniobra.

– Sé cómo se llama -Corso descubría el colmillo en una sonrisa malévola-. Y Armengol e Hijos lo saben también.

– Una crueldad innecesaria -precisó La Ponte, objetivo-. Pero lo que más les duele es el Fuero Real. Dicen que llevártelo fue un golpe bajo.

– Allí lo iba a dejar: glosa latina de Díaz de Montalvo, sin indicaciones tipográficas pero impreso en Sevilla, Alonso del Puerto, posiblemente 1482… -se ajustó las gafas con el índice para mirar a su amigo-. ¿Qué te parece?

– A mí, de perlas. Pero están muy nerviosos.

– Que tomen tila.

Era la hora del aperitivo. Había poco sitio libre en la barra y se apretaban hombro con hombro, entre humo de cigarrillos y rumor de conversaciones, procurando que sus codos evitaran los charquitos de espuma sobre el mostrador.

– Y por lo visto -añadió La Ponte – el Persiles es la edición príncipe. Encuadernación firmada por Trautz-Bauzonnet.

Corso negó con la cabeza.

– Por Hardy. En tafilete.

– Mejor me lo pones. De todas formas garanticé que yo no tenía nada que ver. Ya sabes que soy alérgico a los pleitos.

– Pero no a tu treinta por ciento. El otro alzó una mano, digno.

– Alto ahí. No mezcles las churras con las merinas, Corso. Una cosa es la hermosa amistad que nos profesamos. Otra muy distinta, el pan de mis hijos.

– No tienes hijos.

La Ponte hizo una mueca guasona.

– Dame tiempo. Aún soy joven.

Era bajito, guapo, coqueto y pulcro, con el pelo escaso en la coronilla; se lo arregló un poco con la palma de la mano, estudiando su efecto en el espejo del bar. Después atisbó en torno con ojos profesionales, al acecho de eventual presencia femenina. Siempre estaba atento a ese tipo de cosas, como a construir frases breves en la conversación. Su padre, un librero muy instruido, le había enseñado a escribir dictándole textos de Azorín. Pocos recordaban ya a Azorín, pero La Ponte seguía construyendo como él. Con mucho punto y seguido. Aquello le daba cierto aplomo dialéctico a la hora de seducir a las clientes en la trastienda de su librería de la calle Mayor, donde guardaba los clásicos eróticos.


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