Aun así, no me atrevería a decir que se trataba de una mala planificación. Después de todo, permitía que un servicio de cuatro personas abarcara un gran abanico de actividades. Sin duda, convendrán conmigo en que las servidumbres mejor organizadas son aquellas que permiten cubrir sin dificultades las bajas causadas por enfermedad o por cualquier otro motivo. Aunque esta vez, todo sea dicho, se me asignó una tarea en cierto modo extraordinaria, tuve mucho cuidado en prever estas bajas siempre que me había sido posible. Sabía que si mistress Clements o las dos chicas se resistían a aceptar deberes que sobrepasaban los que tradicionalmente les correspondían, el motivo sería que sus obligaciones se habían visto incrementadas. Durante los días en que estuve luchando por organizar la labor de los criados, tuve que meditar, por tanto, el modo de conseguir que, una vez mistress Clements y las chicas hubiesen vencido su aversión al «eclecticismo» de sus nuevas funciones, juzgasen que el reparto de las tareas no les suponía ninguna nueva carga, y además lo considerasen estimulante.

Temo, sin embargo, que el ansia de ganarme el apoyo de mistress Clements y las dos chicas me impidió calcular con suficiente rigor mis limitaciones, y aunque mi experiencia y mi prudencia habitual me sirvieran para no asignarme un número de obligaciones que excedieran mis posibilidades, por lo que a mí se refiere, no presté la suficiente atención a la cuestión de las posibles bajas. No es sorprendente, por lo tanto, que durante varios meses este descuido me valiese una serie de ocupaciones sin importancia pero extenuantes. Finalmente, comprendí que el asunto no tenía mayor misterio: me había asignado demasiados quehaceres.

Quizá les sorprenda que una deficiencia que resultaba tan evidente se me escapara durante tanto tiempo, aunque convendrán conmigo en que esto suele ocurrir con problemas a los que no hemos cesado de darles vueltas. La verdad siempre nos llega casualmente, a través de algún acontecimiento externo. Y así fue exactamente. La carta que recibí de miss Kenton, en la que en medio de largos pasajes confidenciales era patente la nostalgia por Darlington Hall, contenía claras alusiones (y de esto no me cabe la menor duda) a su deseo de volver aquí. Así pues, me vi obligado a reconsiderar la organización del servicio. Sólo entonces caí en la cuenta de que, en realidad, había lugar en él para una persona más, persona que podía desempeñar un papel importante, y de que había sido esta deficiencia la causa central de todos mis problemas. Y cuanto más lo pensaba, más evidente me resultaba que miss Kenton, dados el gran cariño que sentía por la casa y su pericia ejemplar, cualidades que ya no se encuentran fácilmente hoy día, era el componente que me permitiría darle a Darlington Hall un servicio totalmente satisfactorio.

Al analizar de este modo la situación, no tardé en volver a reconsiderar la amable propuesta que mister Farraday me había hecho unos días antes. Se me ocurrió que la excursión en coche podía ser, profesionalmente, de mucha utilidad. Es decir, podría ir hasta el oeste del país y, de paso, visitar a miss Kenton para averiguar así, de sus propios labios, si de verdad deseaba volver a trabajar en Darlington Hall. Dejaré bien claro que he releído varias veces la carta de miss Kenton, y puedo asegurar que sus insinuaciones no son fruto de mi imaginación.

A pesar de todo, no me decidía a volver a plantear el asunto a mister Farraday y, de todas formas, había algunos puntos que yo mismo debía ver claros antes de dar cualquier paso. Uno era, por ejemplo, el tema del dinero. Aun contando con la generosa oferta de mi patrón de «pagar la gasolina», el viaje podía suponer un gasto considerable si contaba el alojamiento, las comidas y algún que otro refrigerio que tomase en el trayecto. Estaba también la cuestión del vestuario, por ejemplo, saber qué trajes eran los apropiados para este tipo de viaje y si valía la pena invertir en nuevas prendas.

Actualmente poseo un buen número de trajes estupendos que el propio lord Darlington y algunos de los huéspedes que se han alojado en esta casa han tenido la amabilidad de regalarme, satisfechos, con razón, del servicio que se les ha dispensado. Hay trajes que quizá sean demasiado formales para un viaje así o hayan quedado anticuados. Pero también tengo un traje de calle que recibí en 1931 o 1932 de sir Edward Blair, un traje que apenas utilizó y que es casi de mi talla, que me vendría muy bien para las noches que pase en la sala de estar o en el comedor de las casas de huéspedes en que me aloje. Lo que no poseo, en cambio, es ropa de viaje apropiada.

Es decir, ropa con la que estar presentable en el coche, a menos que me vista con el traje que heredé de lord Chalmers hijo, durante la guerra, un traje que, a pesar de irme bastante pequeño, de color resulta perfecto. Finalmente, calculé que podía sufragar todos los gastos con mis ahorros y que, además, apurándolos, podría comprarme un traje nuevo. Espero que no estén pensando que soy excesivamente engreído, lo que ocurre simplemente es que, al no poder predecir en qué momento habré de revelar que vengo de Darlington Hall, es importante que cuando surjan estas ocasiones mi atuendo sea el propio de mi posición.

Fueron días en los que también pasé mucho tiempo estudiando los mapas de carreteras y los volúmenes de Las maravillas de Inglaterra , de Jane Symons. Es un libro que consta de siete volúmenes, cada uno sobre una región de las Islas Británicas, que sinceramente les recomiendo. Es una obra de los años treinta, pero hay muchos datos que siguen siendo válidos. Después de todo, las bombas de los alemanes no modificaron tanto el paisaje. La verdad es que antes de la guerra mistress Symons venía asiduamente a esta casa y se puede decir que, de todos los invitados, era ella la más apreciada entre la servidumbre, ya que siempre mostró su agradecimiento sin ningún reparo. Fue por entonces cuando, impulsado por la admiración que sentía por esta dama, durante los escasos momentos de ocio de que gozaba pude leer detenidamente su obra en la biblioteca. Recuerdo que poco después de que miss Kenton se fuera a Cornualles en 1936, al no haber estado nunca en esa parte del país, solía echar alguna ojeada al tercer volumen de la obra de mistress Symons, volumen en el que ofrece a los lectores una descripción de los encantos de Devon y Cornualles ilustrada con fotos y una serie de grabados de la región que a mí, personalmente, me resultan muy evocadores. Así fue como pude formarme una idea del lugar adonde miss Kenton había ido a pasar su vida de casada. Todo esto, como he dicho, ocurrió en los años treinta, época en que las obras de mistress Symons gozaban de gran prestigio en todo el país. Hacía tiempo que no había vuelto a mirar aquellos volúmenes, pero los últimos acontecimientos me indujeron a bajar de los estantes el tomo dedicado a Devon y Cornualles. Volví a examinar las maravillosas ilustraciones y descripciones, y sólo pensar que cabía la posibilidad de emprender un viaje en coche por toda esa zona del país me puso en un creciente estado de agitación. Es algo que, con toda seguridad, entienden.

Finalmente, no me quedó más remedio que volver a tratar el tema con mister Farraday. Siempre cabía la posibilidad de que la propuesta que me había hecho dos semanas antes no fuese más que una idea pasajera y que ahora ya no la aprobase. Aunque, según he ido conociendo a mister Farraday durante todos estos meses, no puedo decir que mi patrón sea una persona inconsecuente, rasgo que en el dueño de una casa resulta de lo más irritante. No había motivo, por lo tanto, para pensar que ya no se mostraría tan entusiasta respecto al viaje en coche que me había propuesto y, especialmente, que ya no tuviese la amabilidad de «pagar la gasolina»; sin embargo, consideré detenidamente en qué momento debía plantearle el asunto.

Decidí que el momento más adecuado sería por la tarde, al servirle el té en el salón. Es cuando mister Farraday vuelve de su breve paseo por el campo, y son pocas las veces en que se encuentra absorto leyendo o escribiendo, como ocurre por las noches. En realidad, a esa hora del día, cuando le traigo el té, si está leyendo un libro o un periódico suele cerrarlo, levantarse y estirarse delante del ventanal, como esperando entablar conversación.

Así, el momento que yo había escogido era el propicio, pero el que las cosas salieran del modo en que salieron se debe en conjunto, a que calculé mal la situación, ya que no tuve suficientemente en cuenta el hecho de que a esa hora del día mister Farraday sólo disfruta con las conversaciones alegres y divertidas. Ayer, al llevarle el té por la tarde, sabiendo que se encontraría en ese estado de ánimo y conociendo su propensión a hablar en tono jocoso, habría sido más sensato no hacer la más mínima alusión a miss Kenton, pero es posible que entiendan que, al pedirle un favor tan generoso por su parte, era natural que le insinuase que mi petición se basaba en razones estrictamente profesionales. Así, al exponerle las razones por las que prefería hacer mi excursión por el oeste del país, en lugar de mencionar los diferentes atractivos descritos por mistress Symons en su obra, cometí el error de explicar que la antigua ama de llaves de Darlington Hall vivía en esa región. Imagino que, a partir de ahí, intenté hacer ver a mister Farraday que el viaje me permitiría tantear una posible solución que quizá fuese la mejor para nuestro pequeño problema doméstico, pero al mencionar a miss Kenton me percaté de pronto de que más me convenía no proseguir con este tema. No sólo no estaba seguro de que miss Kenton quisiese volver a trabajar con nosotros, sino que desde hacía un año, desde que me había entrevistado por primera vez con mister Farraday, no le había vuelto a comentar la cuestión de aumentar el número de criados. Hubiera sido pretencioso por mi parte, y pretencioso es decir poco, seguir manifestando en voz alta mis propios planes sobre el futuro de Darlington Hall. De hecho, me callé bruscamente y me sentí muy violento. En cualquier caso, mister Farraday aprovechó la oportunidad para reírse y, malintencionadamente, dijo:

– Pero Stevens, ¿aventuras a su edad?

Fue una situación muy embarazosa, en la que lord Darlington nunca hubiera puesto a un empleado. No quiero con ello dejar en mal lugar a mister Farraday, ya que, después de todo, es un caballero norteamericano, con una educación diferente. Ni que decir tiene que no había querido molestarme, pero, evidentemente, repararán en que la situación me resultó violenta.

– Nunca habría imaginado que fuera usted un mujeriego -prosiguió-. Supongo que será un modo de quitarse años. Claro que, siendo así, no sé si debo facilitarle un encuentro tan sospechoso.


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