– Debo señalar -repuso mister Harry Smith-, con todo mi respeto por lo que acaba usted de decir, pero es lo que pienso, que la dignidad no es algo que sólo tengan los caballeros. La dignidad es algo que cualquier hombre o cualquier mujer de este lugar puede llegar a tener con sólo proponérselo. Discúlpeme usted, pero como ya le he dicho antes, aquí no nos andamos con rodeos a la hora de decir lo que cada uno piensa. Mi opinión es ésta, aunque no sé si estaré en lo cierto. La dignidad no es algo privativo de los caballeros.

Naturalmente, comprendí que mister Harry Smith y yo hablábamos de cosas distintas, y que podía resultar bastante complicado explicarme de forma más explícita ante aquella gente. Así, consideré que lo mejor era sonreír y responder:

– Por supuesto, tiene usted toda la razón.

El efecto inmediato de mi respuesta fue diluir por completo la tensión que había reinado en la habitación mientras hablaba mister Harry Smith. El propio mister Harry Smith pareció tranquilizarse por completo, ya que en ese momento se echó hacia adelante y prosiguió:

– Después de todo, ésa fue la razón por la que luchamos contra Hitler. Si Hitler se hubiese salido con la suya, ahora seríamos todos esclavos. En todo el mundo no habría más que unos cuantos amos y millones y millones de esclavos. Y ya sé que no hace falta que diga que ser esclavo no es nada digno. Esa es la razón por la que luchamos y eso fue lo que ganamos. Ganamos el derecho de ser ciudadanos libres. Y uno de los privilegios de ser inglés es que, al margen de lo que uno sea, de que uno sea rico o pobre, todos los hombres son libres, y gracias a esta libertad todo el mundo puede decir libremente lo que piensa, y votar por que alguien gobierne o deje de gobernar. En eso consiste la dignidad, si me permite usted decirlo.

– Vamos, Harry -dijo mister Taylor-, que ya te veo venir con uno de tus discursos.

Se oyó una carcajada y mister Harry Smith sonrió tímidamente. No obstante, siguió diciendo:

– No estoy soltando ningún discurso. Sólo hablo. Y digo que no se puede tener dignidad si se es esclavo. Y los ingleses, con sólo quererlo, pueden llegar a tenerla. Es un derecho por el que luchamos.

– Este sitio puede parecer un lugar perdido e insignificante, señor -dijo su mujer-, sin embargo, en la guerra dimos mucho más de lo que debíamos. Dimos demasiado.

Después de estas palabras, los presentes adoptaron un aire grave, hasta que mister Taylor rompió el silencio diciéndome:

– Harry, aquí donde le ve, participa mucho en las campañas de nuestro diputado local. Si quiere usted saber lo que no funciona en el gobierno, déjele hablar, déjele.

– Pero si yo de lo que hablaba es de lo que sí funciona.

– ¿Usted también se dedica a la política, señor? -preguntó mister Andrews.

– No directamente -respondí-. Sobre todo ahora. Lo cierto es que estuve más involucrado antes de la guerra.

– Lo digo porque recuerdo que hace un par de años, creo, había un tal mister Stevens diputado. Le oí por la radio una o dos veces. En lo referente a la vivienda, decía cosas muy sensatas. Pero… no era usted, claro… -No, no -contesté riéndome. Ahora no estoy seguro de por qué pronuncié la frase siguiente. Sólo sé que, en cierto modo, me lo pidieron las circunstancias en que me encontraba. Así, acto seguido, dije-: En realidad, me ocupaba más de los asuntos extranjeros que de los problemas internos. Es decir, estuve en política exterior.

Me quedé algo desconcertado al ver el efecto que mis palabras habían causado entre los presentes. De algún modo, les noté sobrecogidos, y rápidamente añadí:

– Pero nunca tuve una función importante. Mi intervención se desarrolló en un plano, más bien, extraoficial.

El silencio, no obstante, persistió durante unos breves instantes.

– Discúlpeme, señor -dijo finalmente mistress Taylor-, ¿conoció usted a mister Churchill?

– ¿A mister Churchill? Sí, vino varias veces a casa. Pero si he de ser sincero, durante el período en que más metido estuve en asuntos importantes, mister Churchill no era considerado un personaje clave ni se pensaba que llegaría a serlo. Por aquella época las visitas más frecuentes eran las de personas como mister Eden o lord Halifax.

– Pero conoció usted a mister Churchill. ¡Qué honor poder decir algo así!

– No estoy de acuerdo con muchas de las cosas que dice mister Churchill -dijo mister Harry Smith-, pero, claro, no cabe duda que es un gran hombre. Debe de ser fantástico hablar con alguien como él.

– Bueno, le repito que no tuve mucho trato con mister Churchill. Pero como usted señala, y con razón, es muy grato haber podido tratarle. En realidad, creo que en general he sido muy afortunado, y soy el primero en admitirlo. He tenido la gran fortuna de tratar no sólo a mister Churchill, sino también a otros muchos dirigentes y hombres influyentes, americanos y europeos. Y cuando pienso que he podido oír su opinión sobre temas importantes de la época, sí, al recordarlo, siento efectivamente una gran satisfacción. Después de todo, es un privilegio haber podido desempeñar un papel, por pequeño que fuese, en la escena mundial.

– Discúlpeme, señor -dijo mister Andrews-, pero ¿qué clase de hombre era mister Eden? A nivel personal, me refiero. Siempre he creído que era un tipo correcto. De esos que hablan con cualquiera, pobres, ricos, gente influyente o gente de lo más humilde. ¿Tengo razón?

– Sí, a grandes rasgos, es una descripción bastante exacta. Evidentemente, durante estos últimos años no he visto a mister Eden y quizá sus responsabilidades le hayan hecho cambiar. Algo que he comprobado es que, en sólo unos años, la vida pública puede cambiar a la gente por completo.

– No lo dude, señor -dijo mister Andrews-. Hasta nuestro Harry, desde que hace unos años se metió en política, ya no es el mismo.

Los presentes volvieron a reírse y mister Harry Smith, con una sonrisa en su cara, se encogió de hombros. Seguidamente dijo:

– Es verdad que me he entregado mucho a las campañas, pero sólo a nivel local. Y nunca he tratado con gente comparable en importancia a la que usted trata. Sin embargo, a mi modo, creo que algo aporto. Tal y como yo veo las cosas. Inglaterra es una democracia y, en este pueblo, todos hemos luchado mucho por que así siga siendo. Y ahora nos toca ejercer nuestros derechos, a todos. Muchos jóvenes de este pueblo entregaron sus vidas para darnos este privilegio, y, tal y como yo veo las cosas, ahora tenemos que corresponderles cumpliendo con nuestro papel. Aquí, todos tenemos nuestras opiniones y nuestra responsabilidad es que sean oídas. Estamos lejos de todo, es cierto, somos un pueblo pequeño, vamos envejeciendo y cada vez somos menos, pero, a mi juicio, ante los muchachos del pueblo que dieron su vida ése es nuestro deber. Por eso, señor, dedico tanto tiempo a que nuestras voces se oigan en lugares de mayor relevancia. Si eso me hace cambiar o me conduce a la tumba mucho antes, la verdad es que no me importa.

– Ya se lo decía, señor -terció mister Taylor sonriendo – era imposible que Harry viese pasar por el pueblo a alguien importante y no le hiciera un discursito.

Los presentes volvieron a reírse, pero casi inmediatamente repuse:

– Creo que entiendo lo que dice, mister Smith. Entiendo muy bien su deseo de que tengamos un mundo mejor y que usted y todos sus vecinos puedan contribuir a alcanzar esas mejoras. Es un sentimiento que aplaudo, y me atrevería a decir que fue ese mismo impulso el motivo por el que, antes de la guerra, decidí intervenir en los asuntos públicos. Entonces; como ahora, la paz mundial parecía algo frágil que podía escapársenos de las manos, y decidí igualmente ofrecer mi apoyo.

– Discúlpeme, señor -dijo mister Harry Smith-, pero no es eso exactamente lo que yo quería decir. Para la gente como usted, siempre ha sido fácil tener cierta influencia, puesto que entre sus amigos siempre figuran personas importantes; en cambio, para la gente como nosotros pueden pasar años sin que veamos siquiera a un auténtico caballero, aparte del doctor Carlisle. Como médico, es de primera categoría, pero, con todos mis respetos, lo que son contactos no tiene ninguno. Aquí; olvidarnos de nuestros deberes como ciudadanos es muy fácil. Por eso me gusta participar en las elecciones. Y estén o no los demás de acuerdo, y sé que en esta habitación nadie está de acuerdo con todo lo que digo, al menos les hago pensar. Al menos les recuerdo cuáles son sus deberes. Vivimos en un país democrático. Por eso luchamos, y todos tenemos que participar.

– Me pregunto qué le habrá pasado al doctor Carlisle -dijo mistress Smith-. Estoy segura de que ahora le gustaría hablar con alguien instruido .

Se oyó de nuevo una carcajada.

– Ha sido un verdadero placer conocerles -dije-, pero la verdad es que empiezo a notar el cansancio.

– Claro -dijo mistress Taylor-. Debe de estar muy cansado. Quizá sea mejor que le ponga otra manta. Por las noches empieza a refrescar.

– No es necesario, mistress Taylor. Seguro que dormiré muy bien.

Pero antes de levantarme de la mesa, mister Morgan dijo:

– ¿Sabe?, hay un individuo al que nos gusta oír por la radio, se llama Leslie Mandrake, y me estaba preguntando si le conocería usted.

Le respondí que no, y cuando intenté de nuevo retirarme, volvieron a retenerme con más preguntas sobre todas las personas que había conocido. Seguía, por lo tanto, sentado a la mesa cuando mistress Smith dijo:

– Ah!, viene alguien. Espero que sea el doctor Carlisle.

– De verdad, creo que debería retirarme -dije-. Estoy muy cansado.

– Seguro que es él -dijo mistress Smith-. Quédese sólo unos minutos.

Y mientras decía estas palabras, se oyeron unos golpes en la puerta y una voz que decía:

– Soy yo, mistress Taylor.

Entró un caballero de aspecto todavía joven, debía de rondar los cuarenta, alto y delgado, bastante alto, de hecho, ya que tuvo que agachar la cabeza para pasar por la puerta. Y apenas nos hubo saludado a todos con un «Buenas noches», mister Taylor le dijo:

– Éste es el caballero del que le hemos hablado, doctor. Se le ha quedado parado el coche en Thornley Bush y aquí le tiene, soportando los discursos de Harry.

El doctor se acercó a la mesa y me tendió la mano.

– Richard Carlisle -dijo sonriendo amablemente mientras yo me levantaba a estrechársela-. Ha tenido usted mala suerte con el coche. En fin, estoy seguro de que le tratan estupendamente. Demasiado, me imagino.

– Gracias -contesté-. Todo el mundo es muy amable.


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