Se excusó y salió de la sala. La fiesta se celebraba en el enorme salón doble de la primera planta. Mientras cruzaba el rellano y subía la escalera sintió la excitante descarga de adrenalina que siempre se producía cuando estaba a punto de acometer un trabajo. Saber que iba a robar a sus anfitriones, así como el riesgo de ser sorprendido con las manos en la masa y desenmascarado, le llenaba de temor y excitación.

Llegó a la siguiente planta y siguió el pasillo hasta la parte delantera de la casa. Pensó que la puerta más alejada conducía al dormitorio principal. La abrió y contempló una espaciosa alcoba, con cortinas floreadas y una colcha rosa. Estaba a punto de entrar cuando se abrió otra puerta y una voz desafiante gritó:

– ¿Oiga!

Harry se volvió, tenso y alarmado.Vio a un hombre de su misma edad internarse en el pasillo y mirarle con curiosidad.

Como siempre, las palabras precisan acudían a sus labios siempre que las necesitaba.

– Ah, ¿está ahí?

– ¿Cómo?

– ¿No es eso el lavabo?

El rostro del joven se tranquilizó.

– Ah, entiendo. Lo que usted busca es la puerta verde que hay al otro extremo del pasillo.

– Muchas gracias.

– De nada.

Harry caminó por el pasillo.

– Una casa encantadora -comentó.

– Ya lo creo.

El hombre bajó la escalera y desapareció.

Harry se permitió el lujo de una sonrisa complacida. La gente era muy crédula.

Volvió sobre sus pasos y entró en el dormitorio rosa. Como de costumbre, había un conjunto de habitaciones. El color indicaba que ésta era la habitación de lady Monkford. Una rápida inspección reveló un pequeño vestidor a un lado, también decorado en rosa, una alcoba contigua más pequeña, con butacas de cuero verde y papel pintado a rayas, y un vestidor de caballeros al lado. Las parejas de clase alta solían dormir separadas, según había aprendido Harry. Aún no había decidido si porque iban menos calientes que la clase obrera, o porque se sentían obligados a utilizar las numerosas habitaciones de sus inmensas casas.

El vestidor de sir Simon estaba amueblado con un pesado armario de caoba y una cómoda a juego. Harry abrió el cajón superior de la cómoda. Dentro de un pequeño joyero de piel había un surtido de botones, atiesadores de cuello y gemelos, tirados de cualquier manera. La mayoría eran vulgares, pero el ojo educado de Harry localizó un elegante par de gemelos incrustados de rubíes. Los guardó en su bolsillo. Junto al joyero había una cartera de piel que contenía cincuenta libras en billetes de cinco. Harry cogió veinte libras, muy complacido. Qué fácil, pensó. A cualquiera que trabajara en una sucia fábrica le costaría dos meses ganar veinte libras.

Nunca lo robaba todo. Coger unos pocos objetos creaba la duda. La gente pensaba que había extraviado las joyas o calculado mal la cantidad que llevaba en la cartera, y no se decidía a denunciar el robo.

Cerró el cajón y se dirigió al dormitorio de lady Monkford. Se sintió tentado de marcharse con el útil botín recogido, pero decidió arriesgarse unos minutos más. Lady Monkford tendría zafiros. A Harry le encantaban los zafiros.

Hacía una noche espléndida, y la ventana estaba abierta de par en par. Harry se asomó y vio un pequeño balcón con una balaustrada de hierro forjado. Entró a toda prisa en el vestidor y se sentó ante el tocador. Abrió todos los cajones y descubrió varios joyeros y azafates. Los registró velozmente, atento al menor ruido de una puerta que se abriera.

Lady Monkford no tenía buen gusto. Era una hermosa mujer que había sorprendido a Harry por su inutilidad, y ella, o su marido, escogía joyas ostentosas, tirando a baratas. Sus perlas eran inadecuadas, los broches grandes y feos, los pendientes chabacanos y los brazaletes chillones. Se sintió decepcionado.

Sopesaba la posibilidad de llevarse un colgante casi atractivo cuando oyó que la puerta del dormitorio se abría.

Se le hizo un nudo en el estómago y aguardó, petrificado, pensando a toda velocidad.

La única puerta del vestidor daba al dormitorio. Había una pequeña ventana, pero estaba cerrada, y era probable que no pudiera abrirla con la rapidez o el silencio suficientes. Se preguntó si tendría tiempo de esconderse en el armario ropero.

Desde donde estaba no veía la puerta del dormitorio. Oyó que volvía a cerrarse, una tos femenina a continuación y pasos ligeros sobre la alfombra. Se inclinó hacia el espejo y descubrió que de esta forma podía ver el dormitorio. Lady Monkford había entrado y se encaminaba al vestidor. Ni siquiera tenía tiempo de cerrar los cajones.

Su respiración se aceleró. Estaba paralizado de miedo, pero ya había pasado por situaciones parecidas. Se tomó un momento de calma, obligándose a respirar con más lentitud y serenando sus pensamientos. Después, se puso en acción.

Se levantó y entró como una exhalación en el dormitorio.

– ¡Caramba! -exclamó.

Lady Monkford se detuvo en el centro del dormitorio. Se llevó una mano a la boca y emitió un leve chillido.

La brisa que penetraba por la ventana abierta agitó una cortina floreada. Harry tuvo una inspiración.

– ¡Caramba! -repitió, en tono de estupor-. Acabo de ver a alguien saltando por la ventana.

La mujer recobró la voz.

– ¿A qué demonios se refiere? ¿Qué está haciendo en mi dormitorio?

Harry, ciñéndose a su papel, corrió hacia la ventana y miró al exterior.

– ¡Ha desaparecido! -anunció.

– ¡Haga el favor de explicarse!

Harry contuvo el aliento, como si tratara de ordenar sus pensamientos. Lady Monkford, una nerviosa mujer de unos cuarenta años, ataviada con un vestido verde, parecía bastante fácil de manejar. Le dedicó una sonrisa radiante, asumiendo la personalidad de un colegial enérgico, demasiado crecido para su edad y que jugaba al rugby (un tipo con el que ella debía estar familiarizada), y empezó a engatusarla.

– Es lo más raro que he visto en mi vida -dijo-. Estaba en el pasillo, cuando un tipo de aspecto extraño se asomó a la puerta de esta habitación. Me vio y volvió a entrar. Yo sabía que era el dormitorio de usted, porque había entrado un rato antes, mientras buscaba el baño. Me pregunté cuáles eran las intenciones de aquel individuo… No parecía un criado, ni tampoco un invitado, desde luego. Decidí entrar y preguntárselo. Cuando abrí la puerta, saltó por la ventana. -A continuación, explicó por qué estaban abiertos los cajones del tocador-. He echado un vistazo a su vestidor, y tengo la sospecha de que iba detrás de sus joyas.

Muy brillante, se felicitó. Debería dedicarme a la radio. La mujer se llevó una mano a la frente.

– Esto es horrible -dijo con voz débil.

– Será mejor que se siente -indicó Harry, solícito. La ayudó a acomodarse en una pequeña silla rosa.

– ¡Imagínese! -exclamó lady Monkford-. ¡Si usted no le hubiera ahuyentado, me habría sorprendido en mi propia habitación! -Aferró su mano y la estrechó con fuerza-. Temo que voy a desmayarme. Le estoy muy agradecida.

Harry reprimió una sonrisa. Se había vuelto a salir con la suya.

Harry reflexionó. No podía permitir que la mujer armara demasiado follón. Lo mejor sería que no le contara el incidente a nadie.

– Escuche, no le cuente a Rebecca lo que ha ocurrido -dijo, como primer paso-. Es muy nerviosa, y un suceso como éste podría deprimirla durante semanas.

– A mí también -dijo lady Monkford-. ¡Semanas!

Estaba demasiado preocupada para pensar que la musculosa y enérgica Rebecca no encajaba en el tipo de persona que sufría de los nervios.

– Tendrá que llamar a la policía y todo eso, pero la fiesta se estropeará -prosiguió Harry.

– Oh, querido… Eso sería horrible. ¿Cree que debemos llamarla?

– Bueno… -Harry disimuló sus satisfacción-. Depende de lo que haya robado ese bribón. ¿Por qué no lo comprueba?

– Oh, sí, sería lo mejor.

Harry apretó su mano para darle ánimos y la ayudó a incorporarse. Entraron en el vestidor. Lady Monkford tragó saliva al ver todos los cajones abiertos. Harry la sostuvo hasta depositarla en la silla. La mujer se sentó y examinó sus joyas.

– Creo que no se ha llevado gran cosa -dijo al cabo de un momento.

– Es posible que yo le sorprendiera antes de empezar -insinuó Harry.

Lady Monkford continuó inspeccionando los collares, brazaletes y broches.

– Creo que usted tiene razón -dijo-. Menos mal que estaba aquí.

– Si no ha perdido nada, no vale la pena que se lo cuente a nadie.

– Excepto a sir Simon, claro.

– Claro -corroboró Harry, si bien deseaba todo lo contrario-. Dígaselo cuando haya terminado la fiesta. Al menos, no estropeará la velada.

– Una idea estupenda.

Todo marchaba a las mil maravillas. Harry experimentó un inmenso alivio. Decidió desaparecer cuanto antes.

– Será mejor que baje dijo-. Usted, entretanto, se irá tranquilizando. -Se inclinó y la besó en la mejilla. Sorprendida, la mujer enrojeció-. Creo que es usted terriblemente valiente -susurró Harry en su oído antes de marcharse.

Las mujeres adultas son todavía más fáciles de manejar que sus hijas, pensó. Al desembocar en el pasillo desierto, se vio en un espejo. Se detuvo para ajustarse el lazo de la corbata y sonrió con aire triunfante a su reflejo.

– Eres un demonio, Harold -murmuró.

La fiesta estaba llegando a su fin. Cuando Harry volvió a entrar en el salón, Rebecca le recibió con hostilidad.

– ¿Dónde has estado? -preguntó.

– Hablando con nuestra anfitriona. Lo siento. ¿Nos vamos?

Salió de la mansión con los gemelos y veinte libras de su anfitrión en el bolsillo.

Detuvieron un taxi en la plaza Belgravia y se dirigieron a un restaurante de Piccadilly. Harry adoraba los buenos restaurantes; las servilletas bien dobladas, las ropas resplandecientes, los menús en francés y los camareros deferentes le procuraban una inmensa sensación de bienestar. Su padre nunca había entrado en uno de ellos. Su madre sí, cuando iba a hacer la limpieza. Pidió una botella de champán, consultó la carta con suma atención y eligió un vino de reserva bueno, aunque no difícil de encontrar, de precio asequible.

Cuando empezó a llevar a las chicas a los restaurantes cometía algunas equivocaciones, pero aprendió a marchas forzadas. Un truco práctico era dejar la carta sin abrir y decir «Me apetece lenguado. ¿Tienen?». El camarero abría la carta y señalaba el lugar donde ponía Sole meunière , Les goujons de sole aves sauce tartare y Sole grillée . Después, al verle vacilar, añadía: «Los goujons están muy buenos, señor». Harry no tardó en aprender el francés de todos los platos básicos. También reparó en que los clientes habituales de esos restaurantes solían preguntar al camarero cuál era el plato del día: no todos los ingleses ricos sabían francés. Desde aquel momento, tomó la costumbre de solicitar la traducción de cada plato siempre que acudía a un buen restaurante; ahora, sabía descifrar una carta mucho mejor que la mayoría de los jóvenes ricos de su edad. El vino tampoco representaba ningún problema. A los sommeliers les encantaba que les pidieran la opinión, y no esperaban que un joven estuviera tan familiarizado con todos los châteaux , cosechas y añadas. El truco, tanto en los restaurantes como en la vida, era aparentar desenvoltura, sobre todo cuando se carecía de ella.


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