¿Por qué la habían secuestrado? Querían algo de él, algo que no les entregaría de manera voluntaria, algo que no haría por dinero, algo, imaginó, a lo que él se negaría. Pero ¿qué? No tenía dinero, no tenía secretos, y no tenía a nadie en su poder.
Tenía que ser algo relacionado con el clipper .
Según ellos, un hombre llamado Tom Luther le daría instrucciones en el avión. ¿Trabajaría Luther para alguien que quisiera detalles sobre la construcción y manejo del avión? ¿Otra línea aérea, tal vez, o un país extranjero? Era posible. Quizás los alemanes o los japoneses querían construir una copia para utilizarlo como bombardero. Sin embargo, tenía que haber medios más sencillos para obtener los planos. Cientos de personas, incluso miles, podían proporcionarles dicha información: los empleados de la Pan American, los empleados de la Boeing, hasta los mecánicos de la Imperial Airways que se encargaban del mantenimiento de los motores aquí, en Hythe. El secuestro no era necesario. Coño, las revistas habían publicado cantidad de detalles técnicos.
¿Querría alguien robar el avión? Costaba creerlo.
La explicación más lógica era que necesitaran la cooperación de Eddie para introducir clandestinamente en Estados Unidos algo, o a alguien.
Bien, no se le ocurría nada más. ¿Qué iba a hacer?
Era un ciudadano que respetaba la ley y la víctima de un delito, y deseaba de todo corazón llamar a la policía. Pero estaba aterrorizado.
Nunca había estado tan asustado en toda su vida. De pequeño había tenido miedo de papá y del demonio, pero desde entonces nada le había petrificado de espanto. Ahora, se sentía indefenso y helado de terror. Se sentía paralizado; por un momento, ni siquiera pudo moverse de donde estaba.
Pensó en la policía.
Se encontraba en la jodida Inglaterra, no tenía sentido llamar a sus polis montados en bicicleta. Sin embargo, podía telefonear al sheriff del condado, a la policía del estado de Maine, o incluso al FBI, e indicarles que buscaran una casa aislada alquilada en fecha reciente por un hombre…
«No llames a la policía. No te beneficiará», había dicho la voz por teléfono. «Si la llamas, me la follaré, sólo por el placer de hacerte daño.»
Eddie le creyó. Había captado una nota de anhelo en la voz maliciosa, como si el hombre buscase una excusa para violarla. El estómago redondo y los pechos llenos conferían a su mujer un aspecto maduro y sensual que…
Cerró los puños, pero lo único que podía golpear era la pared. Salió por la puerta principal, lanzando un gemido de desesperación. Atravesó el jardín sin mirar a dónde iba. Llegó a un grupo de árboles, se detuvo y apoyó la frente en la rugosa corteza de un árbol.
Eddie era un hombre sencillo. Había nacido en una granja, a pocos kilómetros de Bangor. Su padre era un pobre granjero, que poseía unas pocas hectáreas de campos de patatas, algunos pollos, una vaca y un huerto. Nueva Inglaterra era un mal sitio para ser pobre; los inviernos eran largos y muy fríos. Mamá y papá lo atribuían todo a la voluntad de Dios. Incluso cuando la hermana pequeña de Eddie enfermó de neumonía y murió, papá dijo que Dios lo había querido así, por un motivo «demasiado profundo para que nosotros lo entendamos». En aquellos días, Eddie soñaba con encontrar un tesoro enterrado en el bosque: un arcón provisto de bordes de latón perteneciente a un pirata, lleno de oro y piedras preciosas, como en las novelas. En sus fantasías, cogía una moneda de oro y compraba en Bangor grandes camas blandas, un montón de leña, una vajilla de porcelana para su madre, chaquetones de piel de oveja para toda la familia, gruesos filetes y una nevera llena de helados y una piña. La ruinosa y destartalada granja se convertía en un lugar cálido, cómodo y henchido de felicidad.
Nunca encontró el tesoro enterrado, pero recibió una educación, recorriendo a pie cada día los diez kilómetros que distaba la escuela. Le gustaba, porque en el aula se estaba más caliente que en su casa, y la señora Maple le apreciaba porque siempre se interesaba por el funcionamiento de las cosas.
Años más tarde, fue la señora Maple quien escribió al congresista que concedió a Eddie la oportunidad de pasar el examen de entrada a Annapolis.
Pensó que la Academia Naval era el paraíso. Había mantas, ropa de buena calidad y toda la comida que era capaz de devorar. Nunca había imaginado tantos lujos. Se adaptó con facilidad al duro régimen físico. Las chorradas que se decían no eran peores que las escuchadas en la iglesia durante toda su vida, y las novatadas no tenían ni punto de comparación con las palizas que le propinaba su padre.
En Annapolis se dio cuenta por primera vez de cómo le veía la demás gente. Averiguó que era entusiasta, tenaz, inflexible y muy trabajador. Aunque era flaco, nadie se metía con él; su mirada asustaba a los bravucones. La gente le apreciaba porque podía confiar en sus promesas, pero nadie le alzó la voz en ningún momento.
Le sorprendió que le considerasen muy trabajador. Tanto papá como la señorita Maple le habían enseñado que todo se podía conseguir con esfuerzo, y Eddie jamás había concebido otro método. Los halagos, en cualquier caso, le complacían. El calificativo más entusiasta que su padre dedicaba a alguien era el de «maquinista», que en la jerga local de Maine significaba «muy trabajador».
Fue nombrado alférez y destinado a la instrucción de vuelo en hidroaviones. Había muchas comodidades en Annapolis, en comparación con su casa, pero la Marina de Estados Unidos era ya todo un lujo. Pudo enviar dinero a sus padres, para que repararan el techo de la granja y compraran una cocina nueva.
Llevaba cuatro años en la Marina cuando su madre murió, y papá la siguió justo cinco meses después. Sus escasas hectáreas fueron absorbidas por la granja vecina, pero Eddie pudo comprar la casa y el bosquecillo por una miseria.
Se dio de baja de la Marina y consiguió un empleo bien remunerado en la Pan American Airways.
Entre vuelo y vuelo trabajaba en la vieja casa. Instaló cañerías, electricidad y un calentador de agua, sin ayuda de nadie, pagando los materiales gracias a lo que ganaba como mecánico. Compró estufas eléctricas para los dormitorios, una radio y hasta un teléfono. Después conoció a Carol-Ann. Pensó que la casa no tardaría en llenarse de risas de niños, y que su sueño se convertiría en realidad.
En lugar de ello, se había convertido en una pesadilla.
4
Las primeras palabras que Mark Alder dijo a Diana Lovesey fueron:
– Santo Dios, eres lo más bello que he visto en todo el día.
La gente siempre le decía este tipo de cosas. Era bonita y vivaz, y le encantaba vestir bien. Aquella noche llevaba un vestido largo azul turquesa, con solapas pequeñas, un corpiño fruncido y mangas cortas hasta la altura del codo; sabía que tenía un aspecto maravilloso.
Se encontraba en el hotel Midland de Manchester, asistiendo a una cena, a la que seguiría un baile. No estaba segura de si la organizaba la Cámara de Comercio, los francmasones o la Cruz Roja; siempre acudía la misma gente a tales acontecimientos. Había bailado con casi todos los socios de su marido Mervyn, que la habían estrechado más de lo necesario y pisado los pies, consiguiendo que sus esposas la asaetearan con miradas asesinas. Era extraño, pensaba Diana, que cuando un hombre se ponía en ridículo ante una chica bonita, su mujer siempre odiara a la chica, en lugar de al hombre. A pesar de que a Diana no la atraían en absoluto aquellos maridos pomposos y anegados de whisky.
Había escandalizado a todas y molestado a su marido cuando enseñó al teniente de alcalde a bailar el jitterbug . Ahora, necesitada de una pausa, se había ido al bar del hotel, con la excusa de comprar cigarrillos.
Él estaba solo, bebiendo un coñac corto, y la miró como si hubiera traído la luz del sol al bar. Era un hombre bajo y pulcro, de sonrisa infantil y acento norteamericano. Su comentario pareció espontáneo y sus modales eran encantadores, de modo que ella le dirigió una sonrisa radiante, aunque no le habló. Compró cigarrillos, pidió un vaso de agua con hielo y volvió al baile.
Él debió preguntarle al camarero quién era, y averiguó su dirección de alguna manera, porque al día siguiente Diana recibió una nota del hombre, escrita en el papel del hotel Midland.
De hecho, era un poema.
Empezaba:
Fija en mi corazón, la imagen de tu sonrisa,
grabada, siempre presente en la mente,
no podrán borrarla el dolor, los años o la desdicha.
Le arrancó lágrimas.
Lloró por todo cuanto había anhelado y jamás conseguido. Lloró porque vivía en una mugrienta ciudad industrial, con un marido que detestaba irse de vacaciones. Lloró porque el poema era lo único hermoso y romántico que le había ocurrido en cinco años. Y lloró porque ya no estaba enamorada de Mervyn.
Después, todo sucedió a una velocidad vertiginosa.
Al día siguiente era domingo. Fue a la ciudad el lunes. Su rutina normal habría consistido en acudir primero a Boot’s para cambiar su libro en la biblioteca; después, habría comprado un billete combinado de almuerzo y sesión en el cine Paramount de la calle Oxford por dos chelines y seis peniques. Después de la película, habría dado una vuelta por los almacenes Lewis y por Finnigan’s, para comprar cintas, servilletas o regalos para los hijos de su hermana. Tal vez se habría acercado a una de las pequeñas tiendas de The Shambles para comprarle a Mervyn algún queso exótico o una mermelada especial. Luego, habría tomado el tren de vuelta a Altrincham, el suburbio donde residía, a tiempo para cenar.
Esta vez, tomó café en el bar del hotel Midland, comió en el restaurante alemán situado en los bajos del hotel Midland y tomó el té de las cinco en el salón del hotel Midland, Sin embargo, no vio al hombre fascinante de acento norteamericano.
Regresó a casa con el corazón roto. Era ridículo, se dijo. ¡Le había visto menos de un minuto y no le había dirigido ni una palabra! Parecía simbolizar todo cuanto le faltaba en la vida, pero si le veía de nuevo descubriría seguramente que era grosero, estúpido, morboso y maloliente, o todo a la vez.
Bajó del tren y caminó por la calle de grandes villas suburbanas en donde vivía. Cuando se acercó a su casa, se quedó conmocionada y aturdida al verle andando hacia ella, mirando su casa con un aire fingido de curiosidad ociosa.
Diana se ruborizó y su corazón se aceleró. Él también se mostró sorprendido. Se detuvo, pero ella continuó avanzando.