– Nella, soy Eddie Deakin.
– Hola, Eddie. ¿Dónde estás?
– Llamo desde Inglaterra, Nella. ¿Dónde está Steve?
– ¡Desde Inglaterra! ¡Santo Dios! Steve está, hummm, ilocalizable ahora. ¿Pasa algo? -preguntó, en tono preocupado.
– Sí. ¿Cuándo crees que volverá Steve?
– En el curso de la mañana, tal vez dentro de una hora o así. Eddie, pareces muy nervioso. ¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema?
– Dile a Eddie que me llame aquí, si llega a tiempo. Le dio el número de teléfono del Langdown Lawn. Ella lo repitió.
– Eddie, ¿quieres hacer el favor de contarme qué ocurre?
– No puedo. Dile que me llame. Me quedaré aquí otra hora. Después, he de volver al avión… Hoy regresamos a Nueva York.
– Lo que tú digas -dijo Nella, vacilante-. ¿Cómo está Carol-Ann?
– He de irme. Adiós, Nella.
Colgó sin esperar la respuesta. Sabía que se había comportado con rudeza, pero estaba demasiado preocupado para que le importara. Se sentía a punto de estallar.
Como no sabía que hacer, subió la escalera y regresó a su cuarto. Dejó la puerta entreabierta, para oír el timbre del teléfono del vestíbulo, y se sentó en el borde de la cama individual. Tenía ganas de llorar, por primera vez desde que era niño. Sepultó la cabeza entre sus manos.
– ¿Qué voy a hacer?
Recordó el secuestro de Lindbergh. Se publicó en todos los periódicos cuando estaba en Annapolis, siete años antes. Habían asesinado a su hijo.
– Oh, Dios mío, salva a Carol-Ann -rezó.
Ya no solía rezar. Los rezos nunca habían servido de nada a sus padres. Sólo creía en sí mismo. Meneó la cabeza. No era el momento de acudir a la religión. Tenía que pensar y hacer algo.
La gente que había secuestrado a Carol-Ann quería que Eddie subiera al avión, eso estaba claro. Tal vez era motivo suficiente para no hacerlo, pero en este caso no se encontraría con Tom Luther ni averiguaría qué querían de él. Quizá pudiera frustrar sus planes, pero perdería hasta la más ínfima posibilidad de lograr el control de la situación.
Se levantó y abrió su maletín. Sólo podía pensar en Carol-Ann, pero guardó como una autómata los útiles de afeitar, el pijama y la ropa sucia. Se peinó y guardó los cepillos.
El teléfono sonó cuando iba a sentarse otra vez.
Salió de la habitación en dos zancadas. Bajó la escalera como un rayo, pero alguien llegó al teléfono antes que él. Cruzó el vestíbulo y oyó la voz de la propietaria.
– ¿El cuatro de octubre? Voy a ver si quedan plazas libres.
Volvió sobre sus pasos, cabizbajo. Se dijo que Steve tampoco podría hacer nada. Nadie podía ayudarle. Alguien había raptado a Carol-Ann, y Eddie iba a obedecer sus órdenes para recuperarla. Nadie le sacaría del apuro en que se encontraba.
Entristecido, recordó que se habían peleado la última vez que la vio. Nunca se lo perdonaría. Deseó con todo su corazón haberse mordido la lengua. ¿De qué mierda habían discutido? Juró que nunca más se pelearía con ella, si conseguía rescatarla con vida.
¿Por qué sonaba ese jodido teléfono?
Llamaron a la puerta y entró Mickey, vestido con el uniforme de vuelo y cargando la maleta.
– ¿Preparado para marcharnos? dijo en tono jovial. El pánico se apoderó de Eddie.
– ¿Ya es hora?
– ¡Claro!
– Mierda,…
– ¿Qué pasa, tanto te gusta esto? ¿Quieres quedarte a luchar contra los alemanes?
Eddie tenía que concederle unos minutos más a Steve.
– Ve pasando -dijo a Mickey-. Enseguida te alcanzo.
Mickey pareció herirle un poco que Eddie no quisiera acompañarle. Se encogió de hombros.
– Hasta luego -dijo, y se marchó.
¿Dónde cojones estaba Steve Appleby?
Siguió, sentado durante quince minutos, con la vista clavada en el papel pintado.
Por fin, cogió su maleta y bajó la escalera poco a poco, mirando el teléfono como si fuera una serpiente venenosa dispuesta a atacar. Se detuvo en el vestíbulo, esperando que sonara.
El capitán Baker bajó y miró a Eddie, sorprendido. -Vas a llegar tarde -dijo-. Será mejor que vengas conmigo en taxi.
El capitán poseía el privilegio de ir en taxi hasta el hangar.
– Estoy esperando una llamada -contestó Eddie. El capitán frunció levemente el entrecejo.
– Bien, pues ya no puedes esperar más. ¡Vámonos!
Eddie no se movió durante un momento. Después, comprendió la estupidez de la situación. Steve no iba a llamar, y Eddie debía estar en el avión si quería hacer algo. Se obligó a coger la maleta y a salir por la puerta.
Entraron en el taxi que les estaba esperando.
Eddie se dio cuenta de que casi había incurrido en insubordinación. No quería ofender a Baker, que era un buen capitán y siempre trataba a Eddie con suma corrección.
– Lo siento -se disculpó-. Esperaba una llamada de Estados Unidos.
El capitán sonrió, con semblante risueño.
– ¡Coño, pero si llegaremos mañana!
– Tiene razón -contestó Eddie, sombrío.
Estaba solo.