– Mi familia son los Glencarry de Stamford, Connecticut -añadió ella.

– ¡No me diga! -exclamó Harry, fingiendo sentirse impresionado. Continuaba pensando en Filadelfia. ¿Había dicho que era natural de Filadelfia o Pennsylvania? Ya no se acordaba. Quizás fueran el mismo lugar. Encajaban bien. Filadelfia, Pennsylvania. Stamford, Connecticut. Recordó que cuando se le preguntaba a un norteamericano de dónde era, siempre daba dos respuestas: Houston, Texas. San Francisco, California. Ya.

– Me llamo Percy.

– Harry -contestó Harry, contento de moverse otra vez en territorio conocido.

El título de Percy era lord Isley. Era un título de cortesía porque lo utilizaba hasta que su padre muriera, momento en que se convertiría en el marqués de Oxenford. La mayoría de estos tipos estaban ridículamente orgullosos de sus estúpidos títulos. A Harry le habían presentado en una ocasión a un niño de tres años como el barón de Portrail. Sin embargo, parecía buen chico. Estaba comunicando a Harry con educación que no quería ser llamado por sus título.

Harry se sentó. Iba de cara al frente, de manera que Margaret se sentaba cerca de él, al otro ladi del pasillo, y podría hablar con ella sin que los demás oyeran. El avión se hallaba tan silencioso como una iglesia. Todo el mundo estaba algo impresionado.

Trató de relajarse. Iba a ser un viaje tenso. Margaret conocía su verdadera identidad, lo cual creaba un peligro nuevo. Aunque aceptara su engaño, podía cambiar de opinión, o revelar la farsa sin querer. Harry no podía arriesgarse a levantar sospechas. Pasaría el control de inmigración norteamericano si no le hacían preguntas embarazosas, pero si algo ocurría y decidían verificar su identidad, no tardarían en descubrir que utilizaba un pasaporte robado y todo habría terminado.

Otro pasajero ocupó el asiento opuesto al de Harry. Era muy alto. Llevaba un sombrero hongo y un traje gris oscuro que había conocido tiempos mejores. A Harry le llamó la atención, y observó al hombre mientras se quitaba el abrigo y se acomodaba en su asiento. Calzaba zapatos negros muy usados y completaba su indumentaria con calcetines gruesos de lana, un chaleco color vino y una chaqueta cruzada. La corbata azul oscuro daba la impresión de haberse utilizado cada día, sin interrupción, durante diez años.

Si no supiera lo que vale un pasaje de este palacio flotante, pensó Harry, juraría que este tipo es un poli.

Aún tenía tiempo de levantarse y abandonar el avión. Nadie le detendría. Bajaría y desaparecería, así de sencillo.

¡Pero había pagado noventa libras!

Además, pasarían semanas antes de que encontrara otro billete para Estados Unidos, y cabía la posibilidad de que le detuvieran mientras esperaba.

Pensó otra vez en la idea de quedarse en Inglaterra, escabulléndose de la ley sería difícil en plena guerra; todo el mundo iría a la caza de espías extranjeros, pero, sobre todo, la vida de fugitivo le resultaría insoportable: vivir en pensiones baratas, esquivar a los policías, siempre de un lugar a otro.

El hombre sentado frente a él, si era policía, no iba en su persecución, desde luego; de lo contrario, no se estaría acomodando para el vuelo. Harry no tenía ni idea de lo que hacía aquel hombre, pero de momento lo apartó de su mente y se concentró en sus propios problemas. Margaret era el factor peligroso. ¿Qué podía hacer para protegerse?

La joven había admitido su subterfugio como si se tratara de una diversión. Tal como estaban las cosas, sería mejor no confiar en ella, pero aumentaría sus posibilidades de éxito manteniéndose cerca de Margaret. Si se ganaba su afecto, tal vez lograra de paso asegurarse su lealtad. Se tomaría esta charada más en serio y tendría cuidado de no traicionarle.

Conocer mejor a Margaret Oxenford era, de hecho, una tarea muy agradable. La estudió por el rabillo del ojo. Poseía el mismo pálido colorido otoñal de su madre: cabello rojo, piel cremosa con algunas pecas y aquellos fascinantes ojos verde oscuro. No podía precisar cómo era su figura, pero tenía pantorrillas esbeltas y pies estrechos. Llevaba una chaqueta ligera color camello, bastante sencilla, sobre un vestido pardo-rojizo. Aunque sus ropas parecían caras, carecía de la elegancia de su madre. Tal vez la adquiriría con el curso del tiempo, al hacerse mayor y confiar más en sí misma. Sus joyas eran vulgares: un simple collar de perlas. Era de facciones regulares y bien dibujadas, y su barbilla denotaba firmeza. No era el tipo de chica que solía frecuentar. Siempre elegía muchachas aquejadas de alguna debilidad, porque era mucho más sencillo engatusarlas. Margaret era demasiado bonita para dejarse manejar. Sin embargo, tenía la impresión de que le gustaba, y ya era un buen comienzo. Se propuso conquistar su corazón.

Nicky, el mozo, entró en el compartimento. Era un hombre bajo, regordete y afeminado de unos veinticinco años, y Harry pensó que, probablemente, era homosexual. Había observado que muchos camareros lo eran. Nicky le tendió una hoja escrita a máquina con los nombres de los pasajeros y la tripulación de vuelo.

Harry la estudió con interés. Conocía al barón Philippe Gabon, el acaudalado sionista. El siguiente nombre, profesor Carl Hartmann, también le sonó. No había oído hablar de la princesa Lavinia Bazarov, pero su nombre le sugirió una rusa que había escapado de los comunistas, y su presencia en este avión daba a entender que había huido de su país con parte de sus bienes, como mínimo. Sabía muy bien quién era Lulu Bell, la estrella de cine. Tan sólo una semana antes había ido con Rebecca Maugham-Flint a verla en Un espía en París , en el Gaumont de la avenida Shaftesbury. Interpretaba el papel de una chica resuelta, como de costumbre. Harry tenía cierta curiosidad por conocerla.

– Han cerrado la puerta -indicó Percy, que estaba sentado mirando hacia la parte posterior y podía ver el siguiente compartimento.

Los nervios volvieron a atenazar a Harry.

Por primera vez, notó que el avión oscilaba suavemente sobre el agua.

Captó un ruido sordo, como el tiroteo de una batalla lejana. Miró con ansiedad por la ventana. El ruido aumentó y una hélice se puso a girar. Habían puesto en marcha los motores. Oyó al tercero y cuarto cobrar vida. Aunque el aislamiento acústico efectivo amortiguaba el ruido, se notaba la vibración de los potentes motores, y los temores de Harry aumentaron.

Un marinero soltó las amarras de hidroavion. Harry experimentó una absurda sensación de fatalidad inevitable cuando las cuerdas que le ataban a la tierra cayeron al agua.

Le molestaba tener miedo y no quería que nadie se diera cuenta, de modo que sacó un periódico, lo abrió y se reclinó en el asiento con las piernas cruzadas.

Margaret le tocó las rodillas. No tuvo necesidad de alzar la vista para que la oyera. El sistema a prueba de ruidos era asombroso:

– Yo también estoy asustada -le confió.

Sus palabra mortificaron a Harry. Pensaba que había logrado aperentar calma.

El avión se movió. Se agarró al brazo del asiento; luego se obligó a soltarlo. No era de extrañar que la joven hubiera advertido su temor. Debía de estar blanco como el periódico que fingía leer.

Margaret estaba sentada con las rodillas muy apretadas y las manos enlazadas con fuerza sobre el ragazo. Parecía asustada y excitada al mismo tiempo, como si estuviera a punto de subir a una montaña rusa. Sus mejilla sonrosadas, los grandes ojos y la boca entreabierta le daban un aspecto erótico. Se preguntó de nuevo cómo sería su cuerpo debajo del vestido.

Miró a los demás. El hombre sentado frente a él se estaba abrochando con parsimonia el cinturón de seguridad. Los padres de Margaret miraban por las ventanas. Lady Oxenford aparentaba tranquilidad, pero lord Oxenford carraspeaba con furia, un signo claro de tensión. El joven Percy estaba tan excitado que no paraba quieto, pero no parecía ni mucho menos asustado.

Harry bajó la vista hacia el periódico, pero fue incapaz de leer una palabra. Lo dejó y miró por la ventana. El poderoso avión se internaba majestuosamente en las aguas de Southampton. Vio transatlánticos que se alineaban a los largo del muelle. Ya se encontraban a cierta distancia, y varias embarcaciones más pequeñas que se interponían entre él y la tierra. Ya no puedo bajar, pensó.

El mar estaba más picado en el centro del estuario. Harry no solía marearse, pero cuando el clipper empezó a cabalgar sobre las olas se sintió incomodo. El compartimiento parecía la habitación de una casa, pero el movimiento le recordó la navegación de un barco, un frágil cascarón de aluminio.

El avión llegó al centro del estuario, aminoró la velocidad y empezó a girar. La brisa lo mecía, y Harry comprendió que iba a aprovechar el viento para despegar. Dio la impresión de que se detenía, vacilaba, cabeceaba a causa del viento y se mecia con el leve oleaje, como un monstruoso animal olfateando el aire con su enorme hocico. La tensión era excesiva; harry, con gran esfuerzo de voluntad, reprimió su deseo de saltar del asiento y gritar que lo dejaran salir.

De pronto, se oyó un terrorífico ruido, como si se hubiera desencadenado una espantosa tormenta: los cuatro gigantescos motores funcionaban a toda su capacidad. Harry, sobresaltado, lanzó un grito, ahogado por el estruendo de las máquinas. El avión pareció estabilizarse un poco en el agua, como si se estuviera hundiendo a causa del esfuerzo, pero un momento después se precipito hacia adelante.

Ganó velocidad rápidamente, como una lancha motora, sólo que ningún barco tan grande podía acelerar tan deprisa. Chorros de agua blanca pasaban disparados por las ventanas. El clipper aún cabeceaba y oscilaba con los movimientos del mar. Harry deseaba cerrar los ojos, pero al mismo tiempo le aterraba hacerlo. El pánico se había apoderado de él. Voy a morir, pensó presa se la histeria.

El clipper aumentaba a cada segundo la velocidad. Harry nunca había viajado por el agua con tal celeridad; no había lancha que la alcanzara. Iban a setenta y cinco, noventa, ciento diez kilómetros por hora. La espuma azotaba las ventanas e impedía la visión. Vamos a hundirnos, estallar o estrellarnos, pensó Harry.

Captó una nueva vibración, como si corrieran en coche a campo traviesa. ¿Qué era? Harry estaba seguro de que algo iba muy mal, y que el avión se estrellaría de un momento a otro. Se imaginó que el avión había empezado a elevarse y que la vibración era producida por los choques contra las olas, como si fuera una lancha rápida. ¿Era normal?

De pronto, dio la impresión de que el tirón del agua disminuía. Harry forzó la vista a través de la espuma y vio que la superficie del estuario aparecía ladeada, y comprendió que el morro del avión apuntaba hacia arriba, aunque no había notado el cambio. Estaba aterrorizado y quería vomitar. Tragó saliva.


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