Sin embargo, no sirvió de nada. El portero le dirigió una mirada severa e insolente.

– ¿De veras? -preguntó.

Margaret estaba a punto de cubrirle de improperios cuando vio su reflejo en el cristal de la puerta, dándose cuenta de que tenía un ojo morado. De propina, tenía las manos sucias y el vestido roto. Recordó que se había golpeado con el buzón y sentado en el suelo del tren. No era de extrañar que el portero le negara la habitación. Desesperada, protestó:

– ¡No puede echarme a la calle en medio del apagón!

– No puedo hacer otra cosa -respondió el portero.

Margaret se preguntó cuál sería la reacción del hombre si se sentaba sin acceder a moverse. De hecho, es lo que tenía ganas de hacer: le dolían todos los huesos y estaba extenuada. Sin embargo, había pasado tantas vicisitudes que no le quedaban fuerzas para un enfrentamiento. Además, era tarde y estaban solos. Era imposible saber qué haría el hombre si le daba una excusa para ponerle las manos encima.

Dio media vuelta con cansados movimientos y salió a la noche, desalentada y amargada.

Apenas se había alejado unos pasos del hotel cuando deseó haber ofrecido mayor resistencia. ¿Por qué sus intenciones siempre eran más firmes que sus acciones? Ahora que se había rendido, se sentía lo bastante airada como para desafiar al portero. Estuvo a punto de regresar sobre sus pasos, pero continuó andando: le pareció lo más sencillo.

No tenía a dónde ir. No sería capaz de encontrar el edificio de Catherine; no había logrado localizar la casa de tía Martha; no podía confiar en los demás parientes e iba demasiado sucia para conseguir una habitación de hotel.

Tendría que vagar hasta que se hiciera de día. Hacía buen tiempo; no llovía y el aire de la noche era apenas un poco fresco. Si continuaba moviéndose ni siquiera sentiría frío. Veía bien por donde iba. Había muchos semáforos en el West End, y pasaba un coche cada uno o dos minutos. Oía música procedente de los clubs nocturnos y de vez en cuando veía a gente de su clase que llegaba a casa tras una fiesta nocturna en sus coches conducidos por chóferes, las mujeres ataviadas con espléndidos vestidos y los hombres con frac. Observó con curiosidad en otra calle a tres mujeres solitarias, una de pie ante una puerta, otra apoyada en una farola y otra sentada sobre un coche. Todas fumaban y, en apariencia, esperaban a alguien. Se preguntó si serían lo que mamá llamaba Mujeres Perdidas.

Empezaba a sentirse cansada. Todavía llevaba los zapatos de estar por casa con los que se había marchado. Obedeciendo a un impulso, se sentó en el escalón de una puerta, se quitó los zapatos y frotó sus doloridos pies.

Levantó la vista y divisó la vaga silueta de los edificios que se alzaban en la acera opuesta. ¿Se hacía de día por fin? Quizá encontraría un café que abriera temprano. Desayunaría y esperaría a que abrieran las oficinas de reclutamiento. No había comido casi nada desde hacía dos días, y se le hizo la boca agua de pensar en tocino y huevos fritos.

De pronto, un rostro blanco osciló frente a ella. Lanzó un débil grito de miedo. El rostro se acercó y vio a un hombre joven vestido de etiqueta.

– Hola, preciosa -saludó.

Margaret se puso de pie a toda prisa. Odiaba a los borrachos; carecían de toda dignidad.

– Váyase, por favor -dijo. Intentó hablar con firmeza, pero su voz tembló.

El hombre se aproximó más con paso inseguro.

– Pues dame un beso.

– ¡Por supuesto que no! -exclamó ella, horrorizada.

Dio un paso atrás, tropezó y dejó caer sus zapatos. La pérdida de sus zapatos la hizo sentirse muy vulnerable. Se giró en redondo y se agachó para recogerlos. El hombre emitió una risita obscena y, ante el horror de la joven, deslizó su mano entre los muslos de Margaret, manoseándola con penosa torpeza. Ella se incorporó al instante, sin encontrar los zapatos, y se apartó de él.

– ¡Aléjese de mí! -chilló, mirándole a la cara.

– Estupendo, adelante -dijo el hombre, volviendo a reír-, me gusta un poco de resistencia.

El hombre la agarró por los hombros con sorprendente agilidad y la atrajo hacia él. Le arrojó a la cara su nauseabundo aliento alcohólico y la besó en la boca sin más preámbulos.

Era atrozmente desagradable, y Margaret pensó que iba a desmayarse, pero la abrazaba con tal fuerza que apenas podía respirar, ni mucho menos protestar. La joven se debatió sin el menor resultado, mientras él babeaba sobre ella. Después, quitó una mano de su hombro y le aferró un pecho. Se lo estrujó con brutalidad, hasta que Margaret jadeó de dolor. Sin embargo, gracias a que tenía un hombro libre, pudo soltarse a medias de él y empezar a chillar.

Lanzó un sonoro y prolongado chillido.

– Muy bien, muy bien, no te lo tomes así, no quería hacerte daño -le oyó vagamente decir, con voz preocupada, pero estaba demasiado asustada para atender a razones y continuó gritando. De la oscuridad surgieron rostros: un transeúnte vestido de obrero, una Mujer Perdida con cigarrillo y bolso, y una cabeza asomada a una ventana de la casa que se alzaba detrás de ellos. El borracho desapareció en la noche. Margaret dejó de gritar y se puso a llorar. Después, oyó el sonido de unas botas que corrían y distinguió el estrecho haz de una linterna camuflada y el casco de un policía.

El policía dirigió la luz hacia el rostro de Margaret.

– No es una de las nuestras, Steve -murmuró una mujer.

– ¿Cómo te llamas, muchacha? -preguntó el policía llamado Steve.

– Margaret Oxenford.

– Un pisaverde la confundió con una puta, eso es todo -dijo el hombre vestido de obrero.

Satisfecho, se marchó.

– ¿Quiere decir lady Margaret Oxenford? -preguntó el policía.

Margaret sorbió el aire y asintió con aspecto compungido.

– Ya te he dicho que no era de las nuestras -insistió la mujer. Dio una bocanada a su cigarrillo, lo tiró al suelo, lo pisó y se marchó.

– Venga conmigo, señorita, ya ha pasado todo -dijo el policía.

Margaret se secó la cara con la manga. El policía le ofreció el brazo. Ella lo cogió. El hombre iluminó el suelo con la linterna y empezaron a andar.

– Qué hombre tan horrible -dijo al cabo de un momento Margaret, estremeciéndose.

El policía no se mostró muy comprensivo.

– No se le puede culpar -dijo alegremente-. Esta es la calle de Londres que goza de peor reputación. Lo normal es creer que una chica sola a estas horas es una Dama de la Noche.

Margaret supuso que tenía razón, aunque lo consideró muy injusto.

El familiar farol azul de una comisarla de policía apareció a la luz del alba.

– Tómese una buena taza de té y se sentirá mejor -dijo el policía.

Entraron. Había un mostrador frente a ellos, con dos policías detrás. Uno era corpulento y de edad madura, mientras que el otro era joven y delgado. A cada lado del vestíbulo había un sencillo banco de madera apoyado contra la pared. Sólo había una persona en el vestíbulo, una mujer pálida, el pelo recogido con un chal y calzada con zapatillas, que estaba sentada en un banco y esperaba con resignada paciencia.

El rescatador de Margaret le indicó que tomara asiento en el banco opuesto.

– Siéntese un momento.

Margaret obedeció. El policía se acercó al mostrador y habló con el hombre de mayor edad.

– Sargento, ésa es lady Margaret Oxenford. Tuvo un altercado con un borracho en Bolting Lane.

– Debió pensarse que era del oficio.

La variedad de eufemismos con que se designaba a la prostitución asombró a Margaret. La gente parecía tener horror a llamarla por su nombre, y necesitaba mencionarla de una manera solapada. Ella misma sólo había conocido su existencia de una manera muy vaga, y no había creído en su realidad hasta esta noche. En cualquier caso, las intenciones del joven vestido de etiqueta no habían sido nada vagas.

El sargento inspeccionó a Margaret con atención, y después dijo algo en voz baja que ella no pudo oír. Steve asintió y desapareció por la parte posterior del edificio.

Margaret se dio cuenta de que había dejado los zapatos ante aquella puerta. Se le habían agujereado las medias. Empezó a preocuparse: no podía presentarse en la oficina de reclutamiento con esta pinta. Quizá podría volver a buscar sus zapatos a la luz del día, aunque era muy posible que ya no estuvieran allí. También necesitaba con suma urgencia un baño y ropa limpia. Después de tantas penalidades, sería horroroso que el STA la rechazara. ¿Adónde podía ir a asearse?

La casa de tía Martha ya no sería segura por la mañana; papá podía presentarse en ella, buscándola. ¿Iba a fracasar todo su plan por un simple par de zapatos?, se preguntó angustiada.

Su salvador volvió con una gruesa taza de loza con té. Estaba demasiado flojo y azucarado, pero Margaret lo bebió con fruición. Se marcharía en cuanto hubiera terminado el té. Iría a un barrio pobre y encontraría una tienda que vendiera ropas baratas; aún le quedaban unos chelines. Compraría un vestido, un par de sandalias y un conjunto de ropa interior. Iría a una casa de baños publica, se lavaría y cambiaría. Entonces, se hallaría en condiciones de acudir al ejército.

Mientras fraguaba este plan, se produjo un ruido al otro lado de la puerta y un grupo de jóvenes se precipitó en el interior. Iban bien vestidos, algunos de etiqueta y otros de calle. Al cabo de un momento, Margaret observó que arrastraban contra su voluntad a alguien. Uno de los hombres empezó a gritar al sargento que estaba detrás del mostrador.

El sargento le interrumpió.

– ¡Muy bien, muy bien, silencio! -ordenó con voz autoritaria-. Ahora no están en el campo de rugby. Esto es una comisaría de policía. -El alboroto se aplacó un poco, pero no lo suficiente para el sargento-. ¡Si no saben comportarse, les encerraré a todos en una sucia celda! ¡De una vez por todas, CIERREN EL PICO!

Se callaron y soltaron a su prisionero, que parecía malhumorado. El sargento señaló a uno de los hombres, un individuo de cabello oscuro que tendría la misma edad de Margaret.

– Muy bien. Usted, dígame a qué viene este alboroto. El joven señaló al prisionero.

– ¡Este sujeto invitó a mi hermana a cenar a un restaurante y después se largó sin pagar! -exclamó indignado.

Hablaba con acento de clase alta, y Margaret creyó reconocer su cara. Confió en que no la reconociera; sería muy humillante que la gente se enterase de que un policía la había rescatado después de huir de casa.

– Se llama Harry Marks y deberían encerrarle -añadió otro joven, vestido con un traje a rayas.


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