Pero el día que ella le llevó la foto con la oración, no dijo nada, ni se burló siquiera, y la puso en el tablero de la Cessna.

Cuando los faros se apagaron después de iluminar la capilla con dos ráfagas largas, Teresa ya apuntaba la Doble Águila hacia el coche. Tenía miedo, pero eso no le impedía sopesar los pros y los contras, calibrando las apariencias bajo las que el peligro podía presentarse. Su cabeza, habían descubierto tiempo atrás quienes la emplearon de cambista frente al mercadito Buelna, era muy dotada para el cálculo: A + B igual a X, más Z probabilidades hacia adelante y hacia atrás, multiplicaciones, divisiones, sumas y restas. Y eso la ponía otra vez ante La Situación. Habían transcurrido al menos cinco horas desde que sonó el teléfono en la casa de Las Quintas, y un par de ellas desde el primer disparo en la cara del Gato Fierros. Pagada la cuota de horror, de desconcierto, ahora todos los recursos de su instinto y su inteligencia estaban entregados a mantenerla viva. Por eso no le temblaba la mano. Por eso quería rezar, sin conseguirlo, y en cambio recordaba con absoluta precisión que había quemado cinco balas, que le quedaban una en la recámara y diez en el cargador, que el retroceso de la Doble Águila era muy fuerte para ella, y que la próxima vez debía apuntar algo más abajo del blanco si no quería fallar el tiro; con la mano izquierda no bajo la culata, como en las películas, sino encima de la muñeca derecha, afirmándola a cada disparo. Aquélla era la última oportunidad, y lo sabia. Que su corazón latiera despacio, que la sangre circulara tranquila y los sentidos anduvieran alerta, marcarla la diferencia entre estar viva o estar en el piso una hora más tarde. Por eso se había dado un par de pericazos rápidos del paquete que llevaba en la bolsa. Y por eso, cuando llegó la Suburban blanca, había apartado instintivamente los ojos de la luz para no deslumbrarse; y ahora miraba de nuevo por encima del arma, un dedo en el gatillo, retenido el aliento, atenta al primer indicio de que algo anduviese cabrón. Lista para disparar contra cualquiera.

Sonaron las portezuelas. Contuvo el aliento. Una, dos, tres. Híjole. Tres siluetas masculinas de pie junto al coche, iluminadas en contraluz por las farolas de la calle. Elegir. Había creído estar a salvo de eso, al margen, mientras alguien lo hacía por ella. Tú tranquila, prietita –aquello era al principio–. Limítate a quererme, y yo me ocupo. Era dulce y cómodo. Era engañosamente seguro despertarse de noche y escuchar la respiración tranquila del Hombre. Ni siquiera el miedo existía entonces; porque el miedo es hijo de la imaginación, y allí sólo había horas felices que pasaban como un bolero bonito o el agua mansa. Y era fácil la trampa: su risa cuando la abrazaba, los labios al recorrer su piel, la boca susurrando palabras tiernas o atrevidas bien requeteabajo, entre sus muslos, muy cerca y bien adentro, como si fuera a quedarse allá para siempre –si vivía lo bastante para olvidar, aquella boca sería lo último que ella olvidaría–. Pero nadie se queda para siempre. Nadie está a salvo, y toda seguridad es peligrosa. De pronto despiertas con la evidencia de que resulta imposible sustraerse a la mera vida; de que la existencia es camino, y que caminar implica elección continua. O esto o lo otro. Con quién vives, a quién amas, a quién matas. Quién te mata. Queriendo o sin querer, cada cual recorre sus propios pasos. La Situación. A fin de cuentas, elegir. Tras dudar un instante, apuntó la pistola hacia la más corpulenta y grande de las tres siluetas masculinas. Resultaba mejor blanco, y además era el jefe.

–Teresita–dijo don Epifanio Vargas.

Aquella voz conocida, tan familiar, removió algo dentro de ella. Sintió que las lágrimas –era demasiado joven, y las había creído ya imposibles– le enturbiaban la vista. Inesperadamente se volvió frágil; quiso comprender por qué, y en el empeño también se le hizo tarde para evitarlo. Pinche perra, se dijo. Maldita chava estúpida. Si algo sale mal, la regaste. Las luces lejanas de la calle se desgarraban ante sus ojos, y todo se volvió confusión de reflejos líquidos y sombras. De pronto no tuvo delante nada a lo que apuntar. Así que bajó la pistola. Por una lágrima, pensó, resignada. Ahora me pueden matar por una pinche lágrima.

–Son malos tiempos.

Don Epifanio Vargas dio una chupada larga al cigarro habano y estuvo mirando la brasa, pensativo. En la penumbra de la capilla, las velas y lamparitas encendidas iluminaban su perfil aindiado, el pelo muy negro, espeso y peinado hacia atrás, el mostacho norteño afirmando un físico que a Teresa siempre le recordaba el de Emilio Fernández o Pedro Armendáriz en las viejas películas mejicanas que ponían en la tele. Debía de andar por los cincuenta y era grande y ancho, con manos enormes. En la izquierda sostenía el habano, y en la derecha la agenda del Güero.

Antes, por lo menos, respetábamos a los niños y a las mujeres.

Movía la cabeza, evocador y triste. Teresa sabía que ese antes se remontaba al tiempo en que, siendo un joven campesino de Santiago de los Caballeros y harto de pasar hambre, Epifanio Vargas cambió la yunta de bueyes y las milpas de maíz y frijoles por las matas de mariguana, desmachó semillas para limpiar la mota, se rifó la vida vendiendo y se la quitó a cuantos pudo, y al fin anduvo de la sierra al llano, instalándose en Tierra Blanca cuando las redes de contrabandistas sinaloenses empezaban a encaminar hacia el norte, junto a sus ladrillos de colas de borrego, los primeros polvitos blancos que llegaban en barco y por avión desde Colombia. Para los hombres de la generación de don Epifanio, que después de cruzar el Bravo a nado con fardos a la espalda habitaban ahora lujosas fincas de la colonia Chapultepec, y tenían hijos fresitas que iban a colegios de lujo conduciendo sus propios autos o estudiaban en universidades norteamericanas, aquél fue el tiempo lejano de las grandes aventuras, los grandes riesgos y las grandes riquezas hechas de la noche a la mañana: una operación con suerte, una buena cosecha, un cargamento afortunado. Años de peligro y dinero jalonando una vida que en la sierra no habría sido más que existencia miserable. Vida intensa y a menudo corta; porque sólo los más duros de esos hombres lograron sobrevivir, establecerse y delimitar el territorio de los grandes cárteles de la droga. Años en los que todo estaba por definirse. Cuando nadie ocupaba un lugar sin empujar a otros, y el error o el fracaso se pagaban al contado. Pero se pagaba con la mera vida. Ni menos, ni más.

–También han ido a casa del Chino Parra –comentó don Epifanio–. Lo dijo el noticiero hace un rato. Mujer y tres hijos –la brasa del habano volvió a brillar cuando le dio otra chupada–... Al Chino lo encontraron en la puerta, dentro de la cajuela de su Silverado. Estaba sentado junto a Teresa en el banquito situado a la derecha del pequeño altar. Al mover la cabeza, las velas daban reflejos de charol a su pelo repeinado y abundante. Los años transcurridos desde que bajó de la sierra habían refinado su aspecto y maneras; pero, bajo los trajes a medida, las corbatas que se hacía traer de Italia y la seda de sus camisas de quinientos dólares, seguía latiendo el campesino de la sierra sinaloense. Y no sólo por el regusto de ostentación norteña –botas picudas, cinto piteado con hebilla de plata, centenario de oro en la cadena de las llaves–, sino también, y sobre todo, por la mirada a ratos impasible, a ratos desconfiada o paciente, del hombre a quien durante siglos y generaciones un granizo o una sequía habían obligado una y otra vez a empezar desde cero.

–Por lo visto, al Chino lo agarraron por la mañana y pasaron el día con él, de plática... Según la radio, se tomaron su tiempo.

Teresa pudo imaginar sin esfuerzo: manos atadas con alambre, cigarrillos, navajas de afeitar. Los gritos del Chino Parra apagados dentro de una bolsa de plástico o bajo un palmo de masking–tape, en algún sótano o almacén, antes de que acabaran con él y fueran a ocuparse de su familia. Quizá el mismo Chino había terminado por delatar al Güero Dávila. O a su propia carne. Ella conocía bien al Chino, a su mujer, Brenda, y a los tres plebitos. Dos varones y una niña. Los recordó jugando y alborotando en la playa de Altata, el último verano: sus cuerpecitos morenos y cálidos bajo el sol, cubiertos por las toallas, dormidos al regreso en la trasera de la misma Silverado donde ahora aparecía el despojo del padre. Brenda era una chava menuda, muy habladora, de bonitos ojos marrones, que llevaba en el tobillo derecho una cadena de oro con las iniciales de su hombre. Habían ido muchas veces juntas de compras por Culiacán, pantalones de piel muy ceñidos, uñas decoradas, tacones bien altos, Guess Jeans, Calvin Klein, Carolina Herrera... Se preguntó si le habían mandado al Gato Fierros y Potemkin Gálvez, o a otros gatilleros distintos. Si ocurrió antes o a la vez que lo de ella. Si a Brenda la mataron antes o después que a los plebitos. Si lo hicieron rápido, o si también procuraron tomarse su tiempo. Pinches hombres puercos. Retuvo aire y lo soltó poco a poco, para que don Epifanio no la viera sollozar. Luego maldijo en silencio al Chino Parra, antes de maldecir todavía más al Güero. El Chino era valiente como tantos que mataban o traficaban: de pura ignorancia, porque no pensaba. Se metía en líos por su poca cabeza, sin discurrir que ponía en peligro no sólo a él, sino a toda su familia. El Güero era distinto a su primo: él sí era inteligente, bien lanza. Conocía todos los riesgos y siempre supo lo que iba a pasarle a ella si lo agarraban a él, pero le valía madres. Aquella perra agenda. Ni la leas, había dicho. Llévasela y ni la leas. El maldito, murmuró una vez más. El maldito Güero cabrón.


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