La segunda vez fue un asunto práctico, y un policía. La gestión para sus documentos provisionales de residencia iba despacio, y Dris Larbi aconsejó que agilizara los trámites. El tipo se llamaba Souco. Era un inspector de mediana edad y razonable aspecto, que cobraba favores a emigrantes. Había ido un par de veces al Yamila Teresa tenía instrucciones de no cobrarle las copas– y se conocían vagamente. Fue a verlo y el otro le planteó sin rodeos la cuestión. Como en México, dijo, sin que ella fuera capaz de establecer qué entendía aquel hijo de su madre por costumbres mejicanas. Las opciones eran dinero o lo otro.

Respecto al dinero, Teresa ahorraba hasta el último céntimo, así que se inclinó por lo otro. Por un curioso prurito machista que a ella misma estuvo a punto de hacerla reír, el tal Souco procuró esmerarse durante el encuentro, en la habitación 106 del hotel Avenida –Teresa había establecido con toda claridad que sería una cita y no más–, y hasta reclamó un veredicto a la hora del cigarrillo y el hastío, atento a su autoestima y todavía con el preservativo puesto. Me vine, respondió ella vistiéndose despacio, el cuerpo empapado en sudor. ¿Me vine es me corrí?, preguntó él. Claro, repuso ella. Luego, de regreso a su casa, estuvo sentada en el cuarto de baño, lavándose pensativa y despacio, mucho rato, antes de fumarse un cigarrillo ante el espejo, observando con aprensión cada uno de los rasgos de sus veintitrés años de vida como si tuviera miedo a verlos alterarse en una mutación extraña. Miedo a ver, un día, su propia imagen sola en la mesa, como los hombres de aquella cantina de Culiacán; y no llorar, y no reconocerse.

Pero el Güero Dávila, tan preciso en sus predicciones como en sus imprevisiones, se equivocó en un punto del pronóstico. A partir de ciertas cosas, sabía ella ahora, la soledad no resultaba difícil de asumir. Ni siquiera los pequeños accidentes y concesiones la alteraban. Algo había muerto con el Güero, aunque ese algo tuviera menos que ver con él que con ella misma. Tal vez cierta inocencia, o una injustificada seguridad. Teresa salió muy joven del frío, dejando atrás la calle hosca, la miseria y los aspectos en apariencia más duros de la vida. Creyó alejarse de todo aquello para siempre, ignorante de que el frío seguía ahí, acechando tras la puerta cerrada y equívoca, a la espera del momento para deslizarse por los resquicios y estremecer de nuevo su existencia. De pronto piensas que el horror está lejos, bien a raya, y éste se te cuela dentro. Ella todavía no estaba preparada, entonces. Era una chavita: la morra de un narco bien puesta en casa, coleccionando videos y porcelanas y láminas con paisajes para colgar en la pared. Una de tantas. Siempre lista para su hombre, que se lo devolvía de lujo. Bien padre. Con el Güero todo era reírse y coger. Más tarde ella había visto las primeras señales de lejos, sin prestar atención. Signos nefastos. Avisos que el Güero se tomaba a broma o, para ser más exactos, le importaban un carajo. Le valían madres, porque él era bien listo, pese a lo que otros decían. Muy vivo y muy lanza. Simplemente decidió saltarse la barda y no esperar. Ni siquiera a ella la había esperado el cabrón. Y como resultado, un día y de pronto, bip–bip: Teresa viéndose de nuevo en el exterior, a la intemperie, corriendo desconcertada con una bolsa y una pistola en las manos. Y luego el aliento del Gato Fíerros y su miembro endurecido encajándose en ella, el fogonazo de los tiros, la cara de sorpresa de Potemkin Gálvez, la capilla de Malverde y el olor del cigarro habano de don Epifanio Vargas. El miedo que se le pegaba a la piel como el tizne de las velas encendidas, espesándole el sudor y las palabras. Y al cabo, entre el alivio de lo que quedaba atrás y la incertidumbre del futuro, un avión con ella misma, o con la otra mujer que a veces se le parecía, mirándose –mirándola– en el reflejo nocturno de la ventanilla, a tres mil metros sobre el Atlántico. Madrid. Un tren hacia el sur. Un barco moviéndose por el mar y la noche. Melilla. Y ahora, a este lado del largo viaje, Teresa ya no podría olvidar nunca el soplo siniestro que rondaba afuera. Ni aunque tuviese otra vez la piel y el vientre disponibles para quienes ya no eran el Güero. Incluso aunque –la idea siempre la hacía sonreír de un modo extraño– amase de nuevo, o creyera hacerlo. Pero tal vez la secuencia correcta, pensaba al repasar su caso, fuese primero amar, después creer amar, y al fin dejar de amar o amar un recuerdo. Ahora sabía –eso la asustaba y, paradójicamente, la tranquilizaba al mismo tiempo– que era posible, incluso fácil, instalarse en la soledad como en una ciudad desconocida, en un apartamento con un viejo televisor y una cama cuyo somier rechina cuando te revuelves, insomne. Levantarse a orinar y quedarse allí quieta, un cigarrillo entre los dedos. Meterse bajo la ducha y acariciarse el sexo con la mano humedecida de agua y jabón, los ojos cerrados, recordando la boca de un hombre. Y saber que eso podría durar toda la vida, y que ella podría extrañamente acostumbrarse a que así fuera. Resignarse a envejecer amarga y sola, estancada en aquella ciudad como en cualquier otro rincón perdido del mundo, mientras ese mundo seguía girando como siempre lo hizo, aunque antes no se diera cuenta: impasible, cruel, indiferente.

Volvió a verlo una semana más tarde, junto al mercadillo de la cuesta Montes Tirado. Ella había ido a comprar especias a la tienda de ultramarinos de Kif–Kif –a falta de chile mejicano, su gusto por el picante había terminado adaptándose a los fuertes condimentos morunos– y caminaba calle arriba, una bolsa en cada mano, buscando las fachadas con más sombra para evitar el calor de la mañana, que allí no era húmedo como en Culiacán, sino seco y duro: calor norteafricano de rambla sin agua, chumbera, monte bajo y piedra desnuda. Lo vio salir de una tienda de repuestos eléctricos con una caja bajo el brazo, y lo reconoció en el acto: Yamila, días atrás, el hombre al que había dejado terminar su copa mientras Ahmed limpiaba el suelo y las chicas se despedían hasta mañana. También él la reconoció; pues cuando pasó a su lado, apartándose un poco para no estorbarla con la caja que llevaba, sonrió de la misma forma que cuando tenía el whisky encima de la barra y pedía permiso para terminarlo, más con los ojos que con la boca, y dijo hola. Ella también dijo hola y siguió camino mientras él metía la caja en el maletero de una furgoneta aparcada junto a la acera; y sin volverse supo que seguía mirándola, hasta que al cabo, cerca de la esquina, sintió sus pasos detrás, o creyó sentirlos. Entonces Teresa hizo algo extraño, que ella misma era incapaz de explicarse: en vez de continuar recto a su casa, se desvió a la derecha para entrar en el mercado. Anduvo al azar, como sí buscara protección entre la gente, aunque no habría sabido responder en caso de preguntarle de qué se protegía. Lo cierto es que caminó sin rumbo entre los animados puestos de fruta y verduras, con las voces de tenderos y clientes resonando bajo la nave acristalada, y tras deambular por el recinto de la pescadería salió por la puerta que daba al cafetín de la calle Comisario Valero. De ese modo, sin mirar atrás ni una vez en todo el largo rodeo, llegó a su casa. El portal estaba al final de una escalera encalada, en un callejón que subía Polígono arriba entre rejas con macetas de geranios y persianas verdes –era un buen ejercicio bajar y subir dos o tres veces al día–, y desde la escalera se veían los tejados de la ciudad, el minarete rojo y blanco de la mezquita central, y a lo lejos, en Marruecos, la sombra oscura del monte Gurugú. Al fin se volvió a mirar atrás mientras buscaba las llaves en el bolsillo de los liváis. Entonces pudo verlo en la esquina del callejón, quieto y tranquilo, igual que si no se hubiera movido de ese lugar en toda la mañana. El sol reverberaba en las paredes encaladas y en su camisa dorándole los brazos y el cuello, proyectando en el suelo una sombra neta y definida. Un solo gesto, una palabra, una sonrisa inoportuna, habrían hecho que ella girase sobre sus talones y abriese la puerta para cerrarla a su espalda, dejando al hombre atrás, afuera, lejos de su casa y de su vida. Pero cuando sus miradas se cruzaron él se limitó a quedarse como estaba, inmóvil en la esquina entre toda aquella luz de las paredes blancas y de su camisa blanca. Y los ojos verdes parecían sonreír de lejos, como cuando ella dijo es hora de cerrar en la barra del Yamila, y también parecían ver cosas que Teresa ignoraba. Cosas sobre su presente y su futuro. Tal vez por eso, en vez de abrir la puerta y cerrarla tras de sí, dejó las bolsas en el suelo, se sentó en un peldaño de la escalera y sacó el paquete de cigarrillos. Lo sacó muy despacio, y sin levantar la vista permaneció así mientras el hombre se movía escalera arriba hasta llegar a su altura. Por un momento su sombra ocultó la luz del sol. Después se sentó al lado, en el mismo peldaño; y aún con la vista baja ella vio unos pantalones de algodón azules, muy lavados. Unos tenis grises. Las vueltas de la camisa remangada sobre los brazos tostados por el sol, delgados y fuertes. Un reloj sumergible Seiko con correa negra en la muñeca izquierda. El tatuaje del Cristo crucificado en el antebrazo derecho.


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